“Andar y contar es mi oficio”. Así resumía el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales su trabajo. Pero habría que matizar: contaba, eso sí, pero con la maestría de los grandes genios de la literatura universal. Con Chaves Nogales, como con Larra, con González-Ruano o Umbral, por citar a algunos, la crónica, la opinión y el reportaje periodístico dejan de ser un género menor –injustamente tratado, por otro lado, en ciertos ámbitos- y adquieren la forma, el brillo y la belleza de la mejor literatura. Porque, más allá de la clase en la que quepa encuadrar sus escritos –hay novelas y algún ensayo-, su estilo no pierde nunca la rapidez ni la chispa ardiente de la vida, de forma que lo anecdótico y cotidiano cobra el rango de la categoría.
Un periodista nato
Quiso ser, y lo fue, reportero; de hecho, incluso gozando del puesto de director de el Ahora, se encargó de cubrir los acontecimientos más importantes de la Europa de los años treinta. Fue consciente de las diferencias entre el periodista y el escritor consagrado a la literatura. El primero, sostenía, no es un ser superior ni busca dar lecciones a la gente. Es quien viaja, observa y cuenta lo que ve con la naturalidad del vecino. Pero ello no resta valor ni importancia a su tarea, puesto que es, según sus palabras, un intermediario entre lo espiritual y las grandes masas que en el juego de las modas en ocasiones pierden de vista lo importante. “Interpreto el panorama espiritual de estas tierras”, decía.
Algo de periodismo habría de saber, en cualquier caso, quien se preciaba de haberse criado entre las linotipias y los papeles tintados de aquellos periódicos de principios de siglo pasado, forjando allí no ya su peculiar forma de escribir, sino un modo de vivir y ver la vida en relación con la novedad y la noticia. Actuó como testigo de uno de los momentos históricos más convulsos –lo que quiere decir, más periodísticos- de la historia española. No es extraño que siendo hijo, nieto y sobrino de periodistas sintiera desde joven la pasión por perseguir la noticia y ese anhelos por los nuevos acontecimientos, que entonces se sucedían a ese ritmo frenético que se impone cuando la historia parece que tiene prisa.
Su colaboración con la prensa se inició bien pronto; aparte de escritos ocasionales, comenzó a participar de forma asidua desde 1918, año en que aparecen sus primeros artículos en El noticiero Sevillano y en La noche. Enamorado de su ciudad natal, Sevilla, el joven aprendiz de periodista encuentra su sitio en las diversas tertulias culturales: visita con frecuencia el Ateneo, mantiene amistades con intelectuales y, sobre todo, no cesa de escribir. En 1921 publica La ciudad que constituye un hermosos canto a la ciudad que le vio nacer. Lejos del preciosismo y de la reiterativa adjetivación, el lirismo de Chaves Nogales parte del paisaje blanco y dorado que se extiende ante su mirada; Sevilla es indescriptible para un sevillano, pero al menos es posible sentirla como un excelso espectáculo.
Maestro de periodistas
En 1922, ya casado, decide instalarse en Madrid, donde trabaja en diversos medios escritos. Fue un trabajador inagotable, sometido a jornadas maratonianas que socavaron, pasado el tiempo, su fortaleza. Es tal vez la necesidad de vivir lo que le obliga a aplicarse con destreza en la escritura, inmune al cansancio. Tal vez esto explica su estilo a vuelapluma, esa agilidad que está también relacionada con su rapidez intelectual: ambas se complementan necesariamente. Porque quien desea abrirse camino en las palpitantes redacciones de aquella época ha de sortear no sólo el cansancio de las jornadas interminables, sino también la convulsión de las primeras luchas ideológicas y la efervescencia de una pugna política que, pasado el tiempo, habrá de decidirse en una guerra civil.
Chaves Nogales sintetiza lo mejor del periodismo español, tanto en sus artículos como en sus reportajes. “El artículo o la crónica” escribe Gonzalez-Ruano “hay que decir que fue el auténtico género literario propicio y característico de nuestra generación”. Y añade “Creo en verdad que el artículo nunca se escribió ni probablemente nunca volverá a escribirse tan inmejorablemente bien como representación absoluta del valor literario como se ha escrito por nuestra generación”. Y menciona a los mejores de ese plantel de periodistas: Chaves Nogales, Víctor de la Serna y Giménez Caballero.
Los reportajes de Chaves Nogales supieron imitar el nervio de la vida
Los reportajes de Chaves Nogales supieron imitar el nervio de la vida; escribía con garbo y, como indica González-Ruano, tal vez podría faltarle profundidad o erudición, pero poseía ese saber intuitivo que se adquiere en el trajín de la calle y la mirada penetrante que otorga el sentido común. Nunca se consideró maestro de nada, pero no cabe duda de que su tipo de escritura y su estilo fueron influyentes; fue el paradigma de ese periodismo que el propio Gonzáles Ruano califica de “vivísimo y polémico”, cercano y, al mismo tiempo, crítico.
La consagración
Durante los años veinte trabaja en varios periódicos (El Heraldo–del que llega a ser redactor-Jefe y donde coincide con González-Ruano- y La acción, entre otros), realiza numerosas entrevistas, observa la política y la sociedad de su momento. En 1927, gracias a un reportaje sobre la aviadora americana Ruth Elder, gana el premio Mariano de Cavia, que ya habían obtenido, entre otros, Ramón Pérez de Ayala y Wenceslao Fernández Florez. Pero si Sevilla no fue suficiente para la expansión periodística de Chaves Nogales, tampoco habría de serlo Madrid; comienza entonces su vida como corresponsal y su periplo por Europa, persiguiendo la novedad y la noticia.
Manuel Chaves Nogales fue, en definitiva, un periodista de raza. Sus arriesgados reportajes dejan ver al escritor intrépido, al hombre de acción. Escribió, por ejemplo, sobre la aviación, que comenzaba a regularizarse en la Europa de entreguerras. Sus viajes, que le llevaron por bastantes países, le permitieron conocer de primera mano los acontencimientos más importantes de la década de los treinta, pero no sólo eso: también tuvo la oportunidad de entrevistar a los protagonistas de esos años cruciales: Kerensky, Goebbels, etc. Conoció también el nuevo régimen soviético bajo la égida de Stalin; como consecuencia de su experiencia en la URSS escribió La vuelta al mundo en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja, una novela titulada La bolchevique enamorada y El maestro Juan Martínez que estaba allí, en el que se narra los efectos de la revolución comunista en Kiev.
A inicios de la década de los treinta, asume la dirección del Ahora, un periódico vinculado con la facción republicana y próximo a Azaña, de quien Chaves Nogales no sólo se mostró partidario, sino sobre todo amigo. Al estallar la Guerra Civil, el periodista sevillano se declaró a favor de la República y decidió huir de España en el momento en que el gobierno republicano abandonaba Madrid. Primero, estuvo trabajando en París y colaboró con medios internacionales, como el Cooperation Press Service; escribió entonces una gran cantidad de artículos periodísticos que, si bien intentaban describir la situación de Francia y del mundo y advertir de la amenaza del fascismo, le obligaron a emigrar de esta, su segunda patria, a tierras inglesas. En Londres pudo sobrevivir gracias a asiduas colaboraciones con el Evening post –medios que le facilitaron la traducción de los textos-, hasta 1944, año en el que muere.
Compromiso con la democracia y la libertad
Chaves Nogales presenció cómo “la crueldad y la estupidez” se adueñaban de España y de Europa. Enemigo de cualquier régimen político que socavara la libertad del individuo, fue un desencantado republicano y uno de los pocos “pequeños burgueses liberales” que seguían creyendo que gobernar tenía más que ver con el sentido común que con las fobias y las filias ideológicas. Por eso abandonó la dirección del Ahora y se exilió en París cuando constató que tanto un bando como el otro habían perdido la razón para embarcarse en una lucha fratricida en la que se pierde cualquier atisbo de cordura. Ya nada tenía que hacer Chaves Nogales en un país embotado por la guerra, lleno de odio e infectado con la peste del comunismo y del fascismo.
En «A sangre y fuego» Chaves Nogales explica que él no entiende de bandos
En A sangre y fuego, en el que se incluyen sus descripciones de la situación inmediatamente anterior al alzamiento militar, Chaves Nogales explica que él no entiende de bandos y que, para ser ciertos, había contraído méritos suficientes para ser fusilado por uno y por otros. Tal vez esto último no sea más que las consecuencias que acarrea esa libertad de espíritu que, aunque le hizo decantarse primero por los republicanos, pronto le sirvió para percatarse de que tanto unos como otros marchaban por los derroteros de la desmesura y la sinrazón. No le importaba el resultado de una guerra que no era la suya y que habría de terminar con un dictador u otro, ambos igual de peligrosos para la democracia; le daba igual, en suma, el signo o el color de los enemigos de la libertad.
Se marchó de esa España dividida en dos, pero recaló en una Europa también maniquea, al albur de los totalitarismos. En La agonía de Francia, uno de sus mejores libros, no sólo retrata la languidez de una nación que malversa su herencia política, sino que revela al lector ese sentimiento de impotencia, tristeza y descreimiento que le invadió al contemplar cómo las sociedades –ya manipuladas y sin pasión por su libertad- se entregaban sin cautelas en manos de los nuevos líderes ideológicos.
Es un acierto, en definitiva, recuperar estas obras del periodismo clásico, del buen periodismo, que combina un amor casi pueril por el hombre –y que conoce sus miserias, pero también sus grandezas cotidianas- con una maestría literaria aprendida a fuerza de estar en la calle o, como diría el propio Chaves Nogales, de andar y ver. Al no tratarse de libros pretenciosos ni proponerse como ensayos, las páginas que escribió este periodista andaluz resultan, incluso para el lector de hoy, tremendamente cercanas. Y demuestran que la buena literatura –también la que se escribe en los periódicos- está alejada de los artificios y de la retórica insustancial con que muchas veces se confunde.
Juan Belmonte, matador de toros
Libros del Asteroide. Madrid (2009). 346 págs. 17,95 €.
Se ha dicho que se trata de unas de las mejores biografías escritas en lengua castellana y, aunque esta declaración tal vez resulte excesiva, lo cierto es que merece la pena leer este libro sobre todo en un momento en el que se debate sobre la conveniencia de prohibir el toreo. Hay que decir que tampoco Chaves Nogales era un experto en la lidia, pero su interés por Juan Belmonte puede explicarse, digámoslo así, en términos sociológicos: hombre de familia humilde y pobre, alcanzó fama y dinero gracias a su arte en la plaza. Era la estrella del momento; por eso, no extraña que el Ahora anunciara con grandes letras la publicación de una biografía por folletines de uno de los personajes más importantes de la sociedad española del primer tercio del siglo pasado.
Para realizar su trabajo, Chaves Nogales tuvo que conversar horas y horas con el matador; acercarse a su ambiente, convivir con él y gracias a todo ello surgió también una amistad profunda. No se trata de una biografía al uso; está escrita en primera persona, como si se tratara de un monólogo en el que Belmonte cuenta los principales momentos de su biografía: un hombre heteróclito, valiente, que comenzó a torear con los amigos por casualidad y cuya pasión por el toreo era su divertimento. Triunfó en la plaza y fuera de ella y aunque siempre quiso mantenerse al margen de la petulancia y la soberbia del nuevo rico, sucumbió a las presiones de una sociedad que quiso de hacer de él modelo de conducta. “Yo era lo que ellos querían”, confiesa; “se hizo de mí una figura patética en la cual cada uno veía su propio patetismo”.
Su extravagancia fue la de no amoldarse a los estereotipos; por ejemplo, fue un torero muy leído y se decía que siempre llevaba un libro. Frecuentó también las tertulias literarias, coincidiendo con Valle Inclán y Pérez de Ayala, quienes fueron sus amigos. La vida de Belmonte tiene ese estilo del hombre que se ha hecho a sí mismo y también la premonición de una tragedia: más tarde, en 1962, el matador se suicidaría.
Lo mejor del libro, como han dicho algunos, es la capacidad de Chaves Nogales por desaparecer en la narración y dejar que sea Belmonte quien haga las confidencias. Un libro repleto de anécdotas que es también interesante para conocer la realidad de la sociedad española del momento.
A sangre y fuego
Espasa. Madrid (2006). 256 págs. 21,90 €.
A sangre y fuego recoge nueve relatos sobre la tragedia de la Guerra Civil española, sin entender de bandos ni de posturas ideológicas. Quizás esta pretensión de neutralidad es lo que hace interesante –y, podría decirse, que imprescindible- la lectura de este libro, debido a la costumbre que tenemos los españoles en buscar siempre vencedores y vencidos, culpables y víctimas, sin ser consciente del error de ese maniqueísmo simplista.
Chaves Nogales recogió historias y anécdotas reales, aunque las convierte en ficción. Su propósito es describir la brutalidad y el anhelo de violencia que se percibía en republicanos y nacionales cuando “la causa de la libertad, no había en España quien la defendiese”. Porque el fanatismo prendió en todos por igual y los que no quisieron ser atrapados en el poderoso círculo del terror lo hicieron también jugándose la vida y postulándose como candidatos al heroísmo.
Por este libro desfilan la alta sociedad andaluza, la vida y el desconsuelo de los pobres, el murmullo de las traiciones y la sinrazón de quienes iban por el camino cosechando muertes y atropellos. Falangistas, comunistas, anarquistas rapaces y quintacolumnistas se suceden en este retrato fiel de la guerra que no tiene la intención de tomar partido ni de promocionar las medias verdades, sino dibujar un fresco de la crueldad y la estupidez política guerracivilista y de las consecuencias de la fidelidad sin crítica a una determinada cosmovisión política.
El interés de A sangre y fuego es de tipo histórico. Chaves Nogales lo escribió cuando ya se había marchado de España, en 1937, y se encontraba viviendo en la antesala francesa de la II Guerra Mundial. Este testimonio explica también el pesimismo de quien ha tenido que huir y que renunciar a su ideal republicano al constatar que fascismo y comunismo son caras de la misma moneda y de quien sabe que, sea cual sea el color, al final el vencedor es en cierta medida también un vencido.
La agonía de Francia
Libros del Asteroide. Madrid (2010). 187 págs. 14,95 €.
Manuel Chaves Nogales se marchó de Francia con lo puesto y se instaló en Londres. Era junio de 1940 y la prisa y el miedo –había sido observado por la Gestapo– aconsejaron su huída, aunque su familia se quedaría en tierras francesas. Como periodista, predijo el entreguismo de la sociedad francesa y vio en esa tendencia cómoda del pueblo galo un interesante tema de reportaje. Al año siguiente se publicaba en Montevideo la primera edición de este libro.
La agonía de Francia describe la lucha del periodista y del analista político por ver lo que no quiere ver: una sociedad masificada que pierde su sentido de la decencia, pierde la fe en la democracia y se rinde ante Hitler. Y la culpa, escribe Chaves Nogales, ha sido “la indiferencia inhumana de las masas”, esa barbarie antidemocrática que ha producido “la claudicación espiritual”. “No era la inteligencia de las minorías, sino el espíritu de la masa lo que fallaba en Francia”, una masa desorganizada, víctima de su propia frivolidad y que, pesimista en el combate, no pudo hacer frente al empuje expansivo de Hitler.
Más allá del valor histórico y biográfico, La agonía de Francia puede ser considerada en toda regla una reflexión sociológica y política sobre la sociedad de masas, su conformación y su paulatino deslizamiento sobre la resbaladiza pendiente del totalitarismo. La catástrofe de Francia es, para Chaves Nogales, la destrucción del mundo liberal, aquel que precisamente nació en Francia, y que debido al estado de corrupción apenas podía ya mantenerse vivo. Pero el error no es del sistema democrático, ni de la libertad, como pretenden hacer ver sus enemigos, sino precisamente de los voceros del totalitarismo