Ramón Parada
La figura del Gobernador Civil es impugnada desde el bando nacionalista con el argumento de que constituye una distorsión del Estado de las Autonomías, mientras que desde la nostalgia de la eficacia del centralismo se defiende su pervivencia en los términos actuales o en una nueva versión más provisional y funcionarial de la figura.
En todas las guerras suele ocurrir que, de pronto, una posición se convierte en algo crucial y es atacada y defendida con especial ímpetu y medios de combate, como si de su mantenimiento o pérdida dependiera el éxito o fracaso de la batalla o, incluso, de la guerra. Algo parecido, salvata distancia, está ocurriendo con la figura del Gobernador Civil en el organigrama del Estado español que es, una y otra vez, impugnada desde el bando nacionalista con el argumento de que constituye una distorsión en el Estado de las Autonomías, mientras que desde la nostalgia de la eficacia del centralismo se defiende su pervivencia en los términos actuales o en una nueva versión, más profesional y funcionarial de la figura. Se trata desde el bando nacionalista de un objetivo bien elegido: el Gobernador Civil es una de las piezas maestras y uno de los últimos bastiones que restan del modelo de Estado centralista que nos legaron, importándolo de la vecina Francia, y, en mi opinión, para nuestra modernidad, los primeros Borbones y los mejores liberales decimonónicos; y lo mismo puede decirse de Bélgica o Italia, a los que se trasplanta en el siglo pasado la figura del prefecto, una de las vigas maestras en la edificación de esas modernas nacionesestado. Por ello, es oportuno valorar lo que significó esa figura dentro de ese proceso histórico y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, reflexionar también sobre el estado actual de la confrontación entre centralismo y descentralización.
El proceso de centralización
Si el Gobernador Civil es una copia del Prefecto francés, éste es casi una fotocopia del Intendente, una segunda edición corregida, para no exagerar, porque tanto el Prefecto francés como su primo hermano, nuestro Gobernador Civil, tiene un padre indubitado en aquella figura del Ancien Régime. Sobre la autoridad del Intendente, situada al frente en las généralités francesas demarcaciones de tipo histórico regional, superior a los actuales departamentos, desde su creación en el siglo XVII, como elemento de la política de centralización de Richelieu se va a iniciar un proceso de centralización rigurosa (el Intendente será le Roy présent dans la province), una centralización que para en seco la demagogia revolucionaria de la Asamblea Constituyente en 1789. Como refiere Chapman (1) el cargo de Intendente será abolido, pero esto únicamente hará surgir el afán autonomista de las antiguas provincias. Se vio entonces el peligro de que territorios extensos y dotados de asambleas poderosas amenazasen la supremacía de la Asamblea Constituyente y la unidad de Francia. Consecuentemente con la derrota de las provincias y de la proscripción del federalismo como un crimen, el 1 de Agosto de 1789, la Asamblea Constituyente declaró solemnemente que una constitución nacional y la libertad pública son más ventajosas para las provincias que los privilegios que algunas de ellas vienen disfrutando cuyo sacrificio es ahora necesario para la unión íntima de todas las partes de imperio. En consecuencia, decretaron que todos los privilegios particulares de las provincias, principados, países, cantones, villas y comunidades de habitantes, ya sean pecuniarios o de cualquier otra clase, sean abolidos sin posibilidad de retorno, permaneciendo confundidos en el Derecho común de todos los franceses.
Superada la desigualdad fuerista, se crean 83 departamentos, antecedente de nuestra división provincial, originando una nueva pesadilla política, pues se cae en la ingenuidad de establecer una administración descentralizada, atribuyendo el gobierno de los departamentos a unas Asambleas electivas de treinta y seis consejeros que nombrarían entre sí un Consejo Ejecutivo de ocho miembros. Las asambleas departamentales se empeñaron de inmediato en el particularismo localista con desatención de los intereses nacionales y fue su rotundo fracaso lo que llevó a Napoleón a rescatar la figura del Intendente para asentar de nuevo la gobernabilidad del Estado sobre la periferia. La restauración del Intendente se hizo, no obstante, con importantes retoques: uno relativo a la denominación, que será la de Prefecto, que evocaba la autoridad romana y encubría lo que había de restauración de una odiosa figura del Anden Régime, como la del Intendente, pero a la que realmente equivalía, pues el Prefecto será el responsable único de toda la Administración (art.3 de la Ley de 17 de febrero de 1880, relativa a la división del territorio de la República y de su administración); un segundo retoque fue el de adjuntar a la autoridad del Prefecto dos grupos colegiados, pero no electivos: el Consejo de Departamento, de carácter consultivo integrado por notables, y el Consejo de Prefectura, a modo de tribunal administrativo para resolver conflictos entre la Administración y los particulares y como parapeto o fuero frente a los tribunales ordinarios. La tercera novedad frente a la figura del Intendente la constituye, sin duda, la organización de la prefectura como una carrera funcionarial sobre el principio del mérito y la capacidad, Yo utilizaré dijo Napoleón a cualquiera que tenga la capacidad y la voluntad de marchar adelante con nosotros. Estos puestos están abiertos a todos los franceses cualesquiera que sean sus matices de opinión, siempre que cuenten con la instrucción, la capacidad y la integridad precisas.
También en España contamos desde comienzos del siglo XVIII con la extraordinaria figura del Intendente que, desde su instauración, fue pieza clave en la metrópoli y en ultramar (2) para impulsar el proceso de centralización que llevaría a la creación del Estado nacional en el siglo XIX. Ya en el constitucionalismo, la figura de una autoridad del Estado en la periferia provincial se regula en la Constitución de Cádiz con la denominación de Jefe Superior (art. 324 a 336) que, al igual que el Prefecto francés, es asistido de una Asamblea, aunque electiva, que preside, la Diputación Provincial. Compete al Jefe Superior el gobierno de la provincia y el control de la Administración local. Después, la figura de una autoridad provincial se asienta definitivamente gracias a la extraordinaria labor de Javier de Burgos que se refirió a él con el nombre de Subdelegado de Fomento en el Decreto de 30 de noviembre de 1833, fecha en que otro decreto aprueba la división provincial.
La figura del Jefe Superior, Subdelegado de Fomento y después Gobernador Civil se convierte así, como el Prefecto francés aunque no se llega nunca a constituir un cuerpo de funcionarios, siendo nombrados los Gobernadores en función exclusiva del principio de confianza política en pieza esencial del sistema administrativo centralista. Por medio del Gobernador Civil el Gobierno controla y vigila sus propios órganos en la provincia y ejerce el mando de la fuerza pública, al subordinarse al Gobernador Civil todas las policías. El Prefecto y el Gobernador van también a ser las piezas clave para el control de la Administración local que sin ellos hubiera constituido un problema de especial envergadura porque en Francia se crearon, nada menos, que unos cuarenta mil municipios en aplicación del demagógico criterio establecido por la Asamblea Constituyente en la noche del 12 de noviembre de 1989 de poner un ayuntamiento dans chaqué ville, bourg, village ou communauté de campagne. En términos parecidos, el artículo 310 de la Constitución de Cádiz dispuso que se pondrá ayuntamiento en los pueblos que no lo tengan y en que convenga que lo haya, no pudiendo dejar de haberlo en los pueblos que por sí o con su comarca lleguen a 1.000 almas, con lo que se alcanzó una cifra en torno a los nueve mil municipios. Ciertamente sobre esa masa inmensa de municipios los Prefectos y los Gobernadores Civiles ejercieron poderes omnímodos que dejaron reducido a cenizas el dogma de la autonomía local. Ya lo advirtió Ganilh, miembro del tribunado, al oponerse a la creación del cuerpo prefectoral: ¿No darán lugar los prefectos y los subprefectos a todos los abusos, las vejaciones, las calamidades que afligieron a Francia durante tanto tiempo bajo los intendentes si se mantienen exentos de la fiscalización electoral local?. Pero la respuesta que ha dado la historia no es negativa: gracias a que Prefectos y Gobernadores consiguieron embridar férreamente el minifundismo local, Francia y España se han librado de una desorganización de gigantescas proporciones en el nivel municipal.
Dos siglos después de esta gran creación napoleónica de los Prefectos franceses y de los Gobernadores Civiles cabe preguntarse ¿en qué medida siguieron una evolución parecida?; ¿qué queda de su versión originaria?; ¿cuál es su futuro?
Prefectos y Gobernadores Civiles han fracasado juntos en su pretensión de convertirse, trascendiendo su condición básica de delegados del Ministerio del Interior, en los verdaderos jefes de toda la Administración estatal en las provincias. El crecimiento imparable de la Administración periférica del Estado y su natural tendencia a relacionarse directamente con su respectivo Ministerio ha hecho vana la pretensión, siempre reiterada, de Prefectos y Gobernadores Civiles de interferir en las relaciones jerárquicas entre los ministerios y sus Delegaciones Provinciales convirtiéndose en una especie de Jefes de Gobierno Provincial.
La moda descentralizadora
Como era previsible, Prefectos y Gobernadores Civiles se han visto notablemente afectados por las modas descentralizadoras. Aunque el proceso de regionalización francés ha sido muy débil comparado con el nuestro y ha salvado enteramente la figura del Estado nacional, lo que entre nosotros es ya discutible, el Prefecto perdió, además de su nombre de pila a cambio del de Comisario de la República, su carácter de órgano ejecutivo del Departamento y los poderes de tutela preventiva sobre los entes locales, ejercitados ahora, a posteriori, mediante la impugnación de los actos de los municipios y departamentos ante los tribunales administrativos. Sin embargo, el Estado sigue controlando los presupuestos locales de forma preventiva y el Prefecto mismo cumple importantes misiones de arbitraje entre las corporaciones locales en materia de urbanismo, de establecimiento de servicios, etc.
En compensación a la pérdida de la tutela sobre los entes locales, el Prefecto ha visto incrementado su papel como representante del Estado. La normativa descentralizadora (Decreto 82389 de 10 de mayo de 1982) lo califica de depositario de la autoridad del Estado en el departamento, Delegado del Gobierno, y representante directo del Primer Ministro y de cada uno de los ministros. Desde ese supremo carácter, el Comisario de la República en el Departamento, como el Comisario de la República en la Región, constituyen los principales agentes de información del Gobierno al que deben comunicar todo lo que ocurre en su circunscripción (manifestaciones, huelgas, movimientos de opinión, etc.) para lo cual deben estar en contacto con todo tipo de personas y analizar todas las informaciones; el Comisario de la República cumple asimismo importantes funciones de policía judicial y en esa condición tiene la misión de constatar los delitos y poner a disposición de los tribunales a sus autores; como responsable de las máximas funciones administrativas vigila la ejecución de las leyes y los reglamentos, asume la representación jurídica del Estado en todas las relaciones convencionales y jurisdiccionales siendo el representante ordinario del Estado en los tribunales; es también titular de los poderes de policía general, debiendo tomar todas las medidas necesarias para asegurar el orden, la seguridad y la salubridad pública, como asimismo de policía especial en materia de extranjería o para la expedición de permisos o autorizaciones en las más diversas materias (establecimientos clasificados, carnet de identidad, pasaportes, recepción de declaraciones de asociación etc.).
Después de la Constitución de 1978, el Gobernador Civil también ha visto mermado notablemente su posición en la Administración local, perdiendo su condición de Presidente nato de la Diputación y las facultades de la tutela preventiva sobre los municipios que ejercía a través del eficacísimo Servicio de Inspección y Asesoramiento de las Corporaciones Locales. Además, sobrevolando la figura del Gobernador Civil, el artículo 154 de la CE ha creado la figura del Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas con la doble misión de dirigir la Administración periférica del Estado y coordinarla con la Administración autonómica. Los Delegados del Gobierno dependen de la Presidencia del Gobierno y orgánicamente del Ministro del Interior. Bajo su presidencia se encuadra la Comisión de Coordinación, integrada por todos los Gobernadores Civiles de las provincias comprendidas en el territorio de la Comunidad.
Como jefe de fila de la Administración del Estado en la provincia, el Gobernador Civil ha visto también disminuidas sus potestades en la medida en que el proceso de trasferencias en favor de las Comunidades Autónomas ha ido adelgazando la Administración periférica del Estado en favor de la Administración periférica de las Comunidades Autónomas. En las materias no trasferidas y sobre las Direcciones Provinciales de los Ministerios en la provincia, el Gobernador ejerce la superior dirección y coordinación a través de una Comisión provincial de Gobierno. Pero queda, y esto es lo fundamental, la posición del Gobernador Civil como representante jurídico del Estado (potestad expropiatoria, sancionadora, de suscitar conflictos de atribuciones) y, sobre todo, como Delegado o Director Provincial del Ministerio del Interior, en base a la cual se le atribuyen las más importantes funciones, como la de dirigir y coordinar los servicios de protección civil, mantener el orden público y ejercer la jefatura de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad (Real Decreto 31171980, de 22 de diciembre).
La batalla sobre la organización del Estado
Esta es, más o menos, la realidad política y administrativa de los Gobernadores Civiles sobre la que se plantea ahora el pleito acerca de su supresión o mantenimiento; un pleito que, como decíamos al principio, se presenta como la más importante batalla sobre la organización del Estado y la profundización todavía más, del proceso de descentralización política iniciado en 1987, cuestión que cabe afrontar desde los parámetros de su constitucionalidad o de su oportunidad. La primera perspectiva llevaría a argumentar que los artículos 141 (la Provincia como división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado) y 154 de la Constitución parten de la existencia de la Provincia como ente local pero también de la existencia de una Administración periférica del Estado y que tanto éstas previsiones como la competencia exclusiva del Estado sobre la seguridad pública prevista en el artículo 149.1,29, exigen mantener la figura del Gobernador Civil o sustituirla por alguna otra que se le parezca.
Desde el punto de vista de la oportunidad o del mérito, la respuesta que haya de darse al futuro del Gobernador Civil dependerá de la posición doctrinal que se adopte sobre el modelo de Estado: si se quiere que éste siga deslizándose por la pista de la descentralización, sin duda será un importante paso y conquista la supresión de los Gobernadores Civiles porque de esa forma se elimina la presencia del Estado en la provincia y de paso en todo el territorio nacional. El Estado perdió ya su presencia como tal en los municipios, al abandonarse por la Ley de las Bases del Régimen Local de 1985 el principio del doble carácter del Alcalde, representante del Estado y jefe de la administración municipal, principio ridiculamente sacrificado en aras de una concepción dogmática de la autonomía local. Hasta ahí no llegaron Francia ni Italia, países en los que el Alcalde sigue siendo en el Municipio el representante del Estado y ejerciendo determinadas funciones propias de éste, sin que se haya cuestionado como contrario a la autonomía local, ni a la democracia, su doble carácter, como parece haberse dado por supuesto entre nosotros. Si ahora, y después de abatido el Alcalde como representante del Estado, las barbas del Gobernador Civil se han puesto a remojar es porque se trata del último bastión del Estado español a nivel provincial que no encuentra un contrapeso suficiente en otra figura análoga de a Comunidad Autónoma, salvo la figura del propio Presidente de la Comunidad en las Comunidades Autónomas de carácter uniprovincial. Pero, sobre todo, la desaparición del Gobernador Civil es un objetivo prioritario porque allanaría el camino para la regionalización policial que es el objetivo más deseado, de momento, por las Comunidades Autónomas en línea nacionalista.
Para los que, por el contrario, creen que el proceso de descentralización política, que a imagen y semejanza de la Constitución Italiana siguió la Constitución de 1978, es, como en Italia, un proceso de degeneración del Estado nación, el mantenimiento de la figura del Gobernador Civil no ofrecerá la menor duda pues, desde el bando centralista, el Gobernador Civil se ve como la última trinchera, el último mohicano, de lo que va quedando del Estado español que con tantos esfuerzos, y pese a la cruenta oposición carlista, pusieron en pie los liberales españoles en el siglo XIX. Pero, ¿quiénes tienen razón?: ¿está justificada la satanización de la centralización que se ha producido entre nosotros?; ¿qué porvenir espera a España como estadonación si se profundiza aún más en el proceso de descentralización. La respuesta a estas cuestiones tiene mucho que ver no sólo con la idea que el opinante tenga de España, como nación política y cultural, y también, al margen de opiniones políticas, con lo que desde la ciencia administrativa se enseña acerca de la utilidad y eficacia de uno y otro principio organizativo.
En cuanto a lo primero, para mi es evidente que el paso de las Españas a España, o, si se quiere, el paso histórico de España como nación de naciones a una única nación política y cultural, es fruto de un proceso histórico de centralización, cuya aceleración y consolidación definitiva se produce en el siglo XIX, que es cuando las Españas dan paso, de verdad, a una sola nación política y cultural, a España.
Porvenir de España como Estado-Nación
Los primeros artículos de la Constitución de Cádiz y el constitucionalismo subsiguiente, hacen ciertamente de las Españas una sola nación política. Asimismo a la hoy tan denostada Administración centralizada española, que consolidan los liberales moderados, rigurosa copia de la francesa, debemos el ser cultural y social de la España contemporánea, que es un producto directo de sus tutelas sobre los municipios, de sus Gobernadores Civiles, de sus Cuerpos de Ingenieros, de su Servicio de Correos, de sus policías estatales y Guardia Civil, de su Ejército y Marina, por primera vez sólo de españoles, de su servicio militar obligatorio, de su sistema fiscal, de sus jueces, sus maestros nacionales, sus catedráticos de instituto y universidad, sus planes de estudios uniformes e iguales para todos, etc., etc. Esta formidable Administración consigue a muy bajo coste la homogeneización política y cultural que permite hablar, hoy, de España como una verdadera nación, única en su territorio. García de Enterria (3) lo dijo en 1961 de forma rotunda: permítaseme afirmar calurosamente que somos deudores al siglo XIX de una permanente gatitud por haber consumado el proceso de centralización que impidió la definitiva desintegración de nuestra patria, y sobre el cual pudo únicamente montarse la vida civil que aún disfrutamos. Solo apoyados sobre ese vasto proceso centralizador, que es una ganancia definitiva de nuestra historia y que por su trascendencia pudo justificar eventuales sacrificios, que, en sí mismos, hubiesen sido innecesarios, podemos hoy plantearnos romántica o políticamente el tema de una posible descentralización.
Por si fuera poco, cuando se aprueba la Constitución de 1978, la sociedad española había sido influida por nuevos aceleradores culturales, como las emigraciones interiores hacia Madrid, Cataluña y el País Vasco, la generalización del automóvil y la masificación del turismo interior, por el disfrute en común de las nuevas formas de comunicación cultural (la radio y la televisión), como por los efectos de la cohesión originada gracias a las competiciones deportivas, vividas como una diaria competición interior y un discontinuo enfrentamiento internacional. Todas estas circunstancias ha hecho que todos los españoles sean hoy culturalmente tan compactos, tan iguales entre sí en valores, formación y gustos, como lo son los franceses, los alemanes, los ingleses y los norteamericanos, y, salvo las diferencias lingüísticas, que no dan para tanto, ningún sentido tiene hablar hoy de la existencia de diferentes culturas y de ahí saltar a un concepto de España como nación de naciones; en mi opinión, se trata, cuando así se habla, de nostalgias historicistas y de expresión de un deseo que no tiene absolutamente nada que ver con la realidad económica, sociológica y cultural que vivimos en la actualidad, y la que nos espera en el futuro, preñado de signos de universalismo cultural y económico.
Desde la alcanzada unidad política y cultural de España, la descentralización realizada apoyándose en la Constitución de 1978, se presenta como un proceso inverso al de los Estados federales que caminan hacia la construcción de un centro cada vez más fuerte, la federación. Ahí está el ejemplo de los Estados Unidos que lleva décadas de aceleración centralista, mediante la creación de una red de Agencias Independientes, que no son otra cosa que organismos formidables de Administración federal, dotados de extraordinarios poderes cuasilegislativos y cuasijudiciales, lo que permite hablar del federalismo como un imparable proceso centralizador. Por el contrario, la descentralización que España está viviendo con fe casi religiosa supone una manifestación evidente de lo que Alain Mine (4) califica de retorno a la Edad Media, que consiste en la desaparición de cualquier tipo de centro, un nuevo Sacro Imperio, una red de metrópolis que emergen, como las ciudades, de la Edad Media. Si desde hace tres siglos, el orden europeo ha ido de la mano del reforzamiento del Estado nación, incluso al precio de conflictos entre ellos, ahora asistimos a una descentralización o deshilachamiento donde caben los divorcios de terciopelo, pues un Estado puede optar por la partogénesis, como los checos y los eslovacos, que han hecho posible lo improbable. Después de su ejemplo se pregunta Mine ¿quién puede asegurar que Italia no está reviviendo la época de Cavour, pero a la inversa, pasando de status de Estado nación, reciente para ella, al que es más familiar de una nación llena de Estados?. Según este agudo observador, España estaría en un proceso de introspección y revisión histórica mayor que el italiano y, con Bélgica, estaría a punto de hacer saltar, de seguir por ese camino, el Estado nación. Una fórmula centralista que, por el contrario, Francia conserva como la mayor de sus ventajas frente a sus socios europeos, pues, en contra de todos los prejuicios vigentes, está claro que Francia tiene un don especial, tiene un ángel derivado de la perennidad de nuestro Estado nación y de su aptitud para aguantar, al menos mejor que los demás, el paso de las borrascas. Y en un mundo lleno de tensiones y conflictos, ésta es una ventaja excepcional. Una ventaja que no se sopesa sólo y exclusivamente con datos económicos, sino también en influencia, en seguridad y en poder. Cuanto más se descompone Europa, prisionera del mercado que la domina y de las microcomunidades que se emancipan, tanto más se vuelve fuerte la Francia unitaria y centralizada.
La cita ha sido larga pero merece la pena; del enemigo el diagnóstico y el consejo: los girondinos pierden, los jacobinos ganan.
Los vendedores de la descentralización se cuidan de no entrar a valorarla como simple técnica organizativa; y hacen bien, pues es un lugar común que en el mundo informatizado de las comunicaciones instantáneas en que vivimos inmersos, ninguna organización en su sano juicio apuesta por fraccionar el poder y multiplicar los centros de decisión. En este sentido, todas las organizaciones privadas multinacionales ofrecen la prueba del nueve del absoluto dominio de la centralización, pues todas las decisiones, desde las más trascendentes, hasta las más pequeñas, se toman a diario desde los grandes centros de poder de sus sedes centrales en Nueva York, Tokio, París, Londres, Frankfurt o Amsterdam.
Si las organizaciones privadas repudian la descentralización y si desde la perspectiva de la eficacia los mismos principios organizativos son aplicables al sector público, no se comprende, desde la racionalidad administrativa, la moda descentralizadora cuyos inconvenientes tantas veces han sido denunciados: reduplicación de competencias y acciones sobre las mismas materias, crecimiento vertiginoso de los costes, riesgo de cantonalismo y desgobierno, tristes realidades en todo proceso y sistema descentralizado, sin que tampoco deba olvidarse el escaso entusiasmo que, en la actualidad, despierta la descentralización, consecuencia directa de la desaparición vertiginosa de los particularismos locales, arruinados, primero, por los traslados masivos de población provocados por la industrialización y ahora por una oferta cultural planetaria, única y mercantilizada que exhiben los medios de comunicación. Justamente, la descentralización ha llegado a España cuando las diferencias culturales han sido ya arrasadas y el apego a la tierra, sostén de la descentralización tradicional, ha cedido el puesto a esquemas de vida y cultura mucho más artificiales y generalizados. Todo lo cual repercute sobre una ciudadanía que no tiene tiempo, ni humor, ni interés en preocuparse de los asuntos locales, ni de recuperar y solazarse con su peculiar cultura. En todo caso, como dijo Stannyer (5), «los sistemas de devolución de poderes, como aquellos que reconocen un mayor poder a los gobiernos locales o federales, son necesariamente más complicados que los sistemas centrales y unitarios. Son más costosos en tiempo, dinero y en personal, favorecen la creación de bestias negras entre las diferentes autoridades, producen desigualdad y, en general, reducen la responsabilidad».
Gobernadores Civiles frente a tardocarlistas y federalistas dogmáticos
Hay que advertir, además, que el proceso descentralizador español, a diferencia de lo ocurrido en Francia, en que se sometió a referéndum como única cuestión por el General De Gaulle en 1969 un proyecto de descentralización política, dimitiendo al ser rechazadas sus propuestas, y en Inglaterra, donde, el 1 de marzo de 1979, los británicos se opusieron, también en referéndum, a la devolución de poderes a Gales y Escocia, la descentralización política del Estado español se englobó en un solo paquete, es decir, en la aprobación de una constitución democrática, de forma que no fue posible rechazar la descentralización que suponía el desequilibrado Estado de las Autonomías, sin rechazar al mismo tiempo el restablecimiento de las libertades políticas. Los posteriores procesos de aprobación de los estatutos de autonomía permitieron una generalización autonómica que no se hubiera producido si se hubieran seguido los trámites y exigido los niveles de participación popular más rigurosos previstos en la Constitución de 1931 (el Estatuto de Autonomía de Galicia se aprobó con sólo el 14 por ciento de votos positivos). Las picardías y trampas que este proceso supuso, dadas las especiales condiciones en que se hizo la transición política, arroja una sombra de ilegitimidad sobre el Estado de las Autonomías por lo que no sería aventurado mantener que la clase política debe al pueblo español una consulta frontal y sincera sobre el modelo de Estado.
Pero volvamos, después de este y largo excurso, y para concluir, a nuestros Gobernadores Civiles: ante el panorama descrito, de clara ventaja del centralismo como técnica organizativa tanto en la ciencia empresarial como en la ciencia política y administrativa, ante las evidencias de ilegitimidad de que está sembrado el proceso autonómico y su evidente desprestigio a nivel popular, no parece muy prudente, ni muy democrático, favorecer, aún más, a costa del Estado, el poder de las Comunidades Autónomas, apartando a los Gobernadores Civiles de sus competencias para calmar la insaciable voracidad nacionalista, o por caminar en pos de esa administración única, plagiada del federalismo alemán, pero que olvida que la ejecución exclusiva a cargo de los Länder se compensa allí con un práctico monopolio legislativo de la Federación; lo que no se da, desgraciadamente, entre nosotros, por lo que dicha propuesta, al sumar la ejecución única a cargo de las Comunidades Autónomas, a un alto grado de competencias legislativa autonómica, nos llevaría a un nivel de descentralización muy superior al del federalismo alemán e insoportable para el esta donación que todavía es España. Por todo ello, parece más sensato dejar a los Gobernadores Civiles tal como están y precisamente por aquello por lo que son denostados por los nacionalistas, tardocarlistas y federalistas dogmáticos: por ser todavía, dentro del Estado de las Autonomías, el mejor, y quizás el único instrumento, la sola pieza centralista de la acción del Estado en todo el territorio; y también por su valor simbólico, por haber sido, no obstante sus miserias, un órgano fundamental en la construcción de España como esta donación, algo que para la Constitución vigente y, sobre todo, para la gran mayoría de los españoles, sigue teniendo un valor fundamental.
1) Cf. Los Prefectos y la Francia Provincial, Instituto de Estudios Políticos (Madrid, 1959).
2) Claudio Véliz, La tradición centralista de América Latina, Ariel (Madrid, 1984).
3) La Administración Española, Instituto de Estudios Políticos (Madrid, 1961).
4) La Nueva Edad Media: el gran vacío ideológico, Temas de Hoy (Madrid, 1994).
5) Le débat britannique sur le régionalisme et la dévolution, en Les Estructures locales en Grande Bretagne et en France, en La Documentation Frangaise, octubre 1982.