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Recuerda Jeffrey A. Frieden en su libro Capitalismo global (1) que fue a finales del año 1999, con ocasión de la reunión de la Organización Mundial del Comercio en Seattle, cuando empezaron a convocarse manifestaciones, más o menos violentas y más o menos multitudinarias, que cuestionaban la globalización y el capitalismo.

Además de los prejuicios a favor o en contra que arrastramos, el propio concepto de capitalismo global se ha degradado hasta perder el sentido

En los veintiún años que llevamos de siglo, la globalización capitalista ha sido objeto de análisis maniqueos por parte de diferentes estudiosos. Para unos, hemos visto caer las cifras de pobreza extrema mundial, el auge de la clase media en países donde no existía, el aumento de la permeabilidad social, la generación de expectativas entre los menos favorecidos, el desarrollo de internet en los años noventa y la generalización de una comunicación extensiva y barata. Para otros, el capitalismo global ha generado todo tipo de males que afectan negativamente al clima, perjudican el medioambiente, agotan los recursos, generan desigualdades en la distribución de la riqueza, etc.

Reflexionar a qué se enfrenta el capitalismo global en el futuro no es fácil. Además de los prejuicios a favor o en contra que arrastramos, el propio concepto de capitalismo global se ha degradado hasta perder el sentido. A menudo, quienes lo atacan o alaban no hablan de lo mismo.

EL CAPITALISMO PURO NO EXISTE

Para empezar, lo que llamamos sistema capitalista, incluso si nos limitamos a señalar con ese nombre a las economías en las que se asegura la propiedad privada, el cumplimiento de los contratos y el libre comercio, no existe en estado puro. Existen economías más o menos libres, en las que los medios de producción son privados, hasta cierto punto. Hay regulaciones, mediación por parte de los gestores públicos, y un abanico de instituciones, nacionales, internacionales, públicas, privadas, que marcan límites al establecimiento de contratos y aplican excepciones a la propiedad privada y al libre mercado. Es decir, hay factores que, de alguna manera, explican que el «capitalismo» de 1910, de 1960 y el actual no sean lo mismo. Por eso es complicado hablar de la decadencia del capitalismo global.

Si nos planteamos cuál es el marco que define este sistema económico, para tratar de encuadrarlo, tampoco hay consenso. Según el artículo de los profesores Bower, Leonard y Paine en la Harvard Business Review (2), tendríamos que hablar de aspectos como, por ejemplo, la existencia de un gobierno legítimo, un sistema judicial en el que haya rendición de cuentas, predominio de la ley y transparencia. Pero en ese caso ¿se podría hablar de sistema capitalista bajo la dictadura del general Pinochet? ¿Es correcto hablar de economía capitalista china?

La idea de estos autores es que gracias al desarrollo de estas instituciones, y a la existencia simultánea de determinadas condiciones políticas y sociales, como estabilidad y paz, tolerancia a la diversidad, la comprensión y defensa del sistema de mercado o un marco ético compartido, el capitalismo global ha generado prosperidad, crecimiento, innovación y riqueza. ¿Es realista pensar que todas esas circunstancias se han dado a la vez y por completo en algún país durante mucho tiempo? Sin embargo, los autores también exponen en su artículo que, además de consecuencias positivas, el capitalismo global tiene efectos negativos. Entre ellos tenemos la desigualdad, la explotación, el daño medioambiental, el agotamiento de los recursos naturales o la inestabilidad financiera.

Estas consecuencias negativas, unidas a fuerzas exógenas como la propia evolución biológica, y a otras fuerzas que clasifican como parcialmente exógenas, y que son tan delicadas y complejas como el fundamentalismo religioso, el etnocentrismo o el nacionalismo, tienen efectos disruptivos que se retroalimentan en un círculo vicioso. De acuerdo con esta hipótesis, esta es la base del deterioro del capitalismo global. De nuevo, es necesario poner sobre la mesa que estos efectos negativos se dan con mayor o menor intensidad, y no al 100% en ninguna nación.

Sin embargo, la elección de los efectos negativos y positivos del capitalismo global desde este punto de vista, no es objetiva. Simplemente haciendo el ejercicio de eliminar el factor  «capitalismo» podemos plantear hasta qué punto los beneficios y los desafíos descritos se habrían producido. Un razonamiento parecido consiste en observar la evolución de los países que no son capitalistas, como Corea del Norte, la antigua Unión Soviética o la China anterior a la apertura relativa actual.

¿Hay desigualdad, daño medioambiental o agotamiento de los recursos en países comunistas? ¿Se reduce de alguna manera el fundamentalismo religioso o el nacionalismo en  aquellos países que no son capitalistas?

UN SISTEMA CAMBIANTE, DINÁMICO E IMPREVISIBLE

La descripción de quienes estudian con pesimismo la deriva del capitalismo global refleja, desde mi punto de vista, el vértigo que produce la constatación de que el sistema económico es cambiante, dinámico e imprevisible. Es un síntoma del miedo atroz que produce al ser humano del siglo XXI la consciencia de su limitación. Pero pensemos que, en los primeros veintiún años del siglo pasado, ya había tenido lugar una guerra mundial, y la situación económica del viejo continente era desesperada. Todavía les aguardaba la crisis global producida como  consecuencia, entre otras cosas, del crack bursátil de 1929 y una segunda guerra mundial, todo ello antes de llegar a la mitad del siglo. También hubo alborotos económicos en la segunda mitad: las crisis del petróleo de 1973 y 1978, la crisis del rublo o la de las punto com. Naderías, comparado a la primera parte del siglo.

Probablemente esa memoria histórica en las economías occidentales ha llevado a agarrarse a la estabilidad y la creación de riqueza que arrancó en los años sesenta. Un crecimiento asociado a innovación tecnológica, mejora en las condiciones de vida también para las clases menos favorecidas, que nos llevó a soñar que éramos capaces de prever y evitar cualquier catástrofe. Por eso, defiendo que el pesimismo actual se sostiene sobre la conciencia de la realidad: estamos dándonos cuenta de que cada paso que hemos dado en el camino de la previsibilidad nos ha lastrado.

Por ejemplo, el refuerzo de instituciones supranacionales que «vigilaron» la recuperación de la Segunda Guerra Mundial con éxito, que evolucionaron, crecieron y se ocuparon de que todos los países que quisieran se pudieran incorporar al sistema. Ahora bien, cuanto mayor era el tamaño de la institución, cuantas más economías se incorporaban, mayor era la necesidad de control, regulación, normativa, y a la vez, mayor exigencia por parte de los países recién incorporados de que su realidad estuviera representada. La Unión Europea o el Tratado de Bolonia son una muestra. Cuanto más heterogéneos son los países, más difícil es acordar límites al déficit público, o más complicado es llegar a una definición única de la calidad de los estudios universitarios.

La base del problema sigue siendo la idea de Mundell de que la estabilidad monetaria y la soberanía monetaria son fuerzas opuestas. Los miembros de la eurozona lo sabemos muy bien

Este fenómeno es más delicado aún en el ámbito financiero, donde se han disparado las alarmas que señalan la decadencia del capitalismo global. La base del problema sigue siendo la idea de Mundell de que la estabilidad monetaria y la soberanía monetaria son fuerzas opuestas. Los miembros de la eurozona lo sabemos muy bien. Cuantos más países pertenecientes a la eurozona hay, más dispares son los intereses de cada nación soberana y más problemas hay a la hora de tomar decisiones colegiadas. La crisis de 2008, por ejemplo, sacó los colores a países como el nuestro, frente a democracias más jóvenes que se habían comportado mucho mejor que nosotros y no estaban dispuestos a financiar la ineptitud de los políticos del sur de Europa.

¿Quiere esto decir que el capitalismo global está verdaderamente en peligro? No creo. Más bien sugiere que la evolución de las instituciones, en el sentido hayekiano, nos muestra las aristas de nuestras propias decisiones. Queremos que la estabilidad y la paz sean para siempre y para ello nos ceñimos a soluciones conocidas, al control de instituciones supranacionales, sin prestar atención a lo demás. Pero con ese empeño logramos que se desmorone esa estabilidad y vuelvan las fricciones políticas y sociales. Las recetas en economía no  funcionan. A nadie se le pasó por la cabeza que todo ese  entramado venía con una factura. Y no me refiero exclusivamente al coste de las propias instituciones, que se han transformado en gigantes burocráticos insostenibles y cada vez más ineficientes. Sino a la dispersión de la atención de los gestores nacionales. Como la Unión Europea se ocupa, no hace falta que el Gobierno preste atención a tal cuestión, no nos van a dejar caer. Y mientras tanto, las bases que sustentan el verdadero capitalismo, y que aseguran que el rozamiento que siempre ha producido la globalización se absorba sin mucho dolor, se han descuidado. Esto explica que no sepamos ya qué es capitalismo global, si está en crisis o si somos nosotros quienes estamos en crisis.

¿Qué podemos hacer? Tal vez, aprender a elegir  atendiendo a los costes de oportunidad. Para ello hay que reflexionar acerca de quiénes queremos ser. ¿Somos nacionalistas y renunciamos a la estabilidad de la moneda? ¿Somos  socialistas y renunciamos al crecimiento económico  sostenido? ¿Preferimos un mercado intervenido y renunciamos a ser competitivos? ¿Queremos capitalismo o queremos Estado?

1) Frieden, Jeffrey A. (2007), Capitalismo Global, Madrid: Crítica.

2) Bower, J., Leonard, H., y Paine, L. (2011), «Global Capitalism at Risk: What Are You Doing About It?», Harvard Business Review. Septiembre.

Doctora en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid y profesora de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad CEU-San Pablo.