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La historiografía del franquismo cuenta a partir de hoy con un nuevo título de referencia, la obra del profesor Gonzalo Redondo que será, sin lugar a dudas, una obra de peso. Planeada en cuatro volúmenes, el primero editado cuenta con más de mil páginas de gran formato y a dos columnas. La obra se plantea dentro de las vías abiertas por su investigación anterior sobre la Historia de la Iglesia en España (1931 -1939), publicada en 1993. Con la nueva serie, se dan a conocer los primeros resultados del trabajo que Gonzalo Redondo viene dedicando al estudio del franquismo desde hace años y que ha estado acompañado de una importante labor de recolección de archivos privados de aquel período. La historia del franquismo constituye en la actualidad una de las principales líneas de investigación de la Universidad de Navarra, como muestra la cuidadosa edición del libro. Si no es fácil escribir ni publicar un trabajo de esas proporciones, tampoco le faltará al profesor Redondo la atención de un determinado público, que leerá con detenimiento su obra.

Este primer tomo dedicado a la construcción del Estado español franquista consta de dos partes: los fundamentos del nuevo Estado, y el poder personal de Franco al frente del mismo. En la primera se recuerdan algunas visiones de la «España nueva» alimentada desde los años anteriores a la guerra civil —las de Víctor Pradera, Pemartín y el García Morente converso—, antes de pasar a analizar la ideología de Franco. En la segunda y principal, se recorren y plantean de forma cronológica los principales jalones de la configuración estatal franquista: lo que Redondo denomina «el espejismo de un Estado totalitario» (1939), la fuerza del nacionalismo español (1939-1941), el autoritarismo tradicionalista (1941-1943), la democracia orgánica como solución nacional para España (1943-1945) y la Ley de Sucesión como expresión de la voluntad de constitución de España en Reino (1945-1947).

Redondo acomete la cuestión debatida de si Franco dispuso o no de un pensamiento político sobre el que asentó su gobierno y el régimen. Resulta más fácil saber lo que nunca fue Franco, pero en todo caso el autor conviene en precisar que Franco fue un gobernante autoritario de ideología o mentalidad —tal vez mejor— tradicionalista. La influencia de los planteamientos intelectuales de Acción Española se hizo sentir no sólo en el Movimiento Nacional sino en el propio «Caudillo». Franco se entendía a sí mismo como un «caballero cristiano», un hombre católico tipo siglo XVI. El nombre de nacionalcatolicismo, empleado normalmente para definir al franquismo, no es más que ese tradicionalismo. El tradicionalismo de Franco le llevaba a contemplarse como un monarca absoluto, la mirada puesta en la Monarquía tradicional. Franco fue un rey caudillo, y el franquismo, una monarquía sin rey. La represión política y social que siguió a la guerra civil fue como una especie de reedición de la Inquisición de la España del Siglo de Oro (esta vez en manos del Estado, aunque la Iglesia española, por lo general, se mantuvo en silencio ante el hecho).

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Desde esta perspectiva, Redondo suaviza el carácter totalitario del Estado franquista. A la salida de la guerra, y debido al culturalismo tradicionalista de los principales dirigentes del nuevo régimen —de forma muy particular Franco—, se iba a un régimen decididamente autoritario capaz de llevar a cabo una revolución «desde arriba», la «revolución pendiente» asumida por el ideario falangista que el régimen aseguraba haber hecho suyo. Aunque pudiera parecerlo, España no fue un Estado fascista. Para el autor, «el franquismo no pasó de ser un espejismo de Estado totalitario» (pág. 119), hecho que circunscribe a los meses finales de 1939 (frente a la opinión comúnmente admitida de que los rasgos fascistoides del Estado fueron predominantes hasta 1945). El autoritarismo franquista no fue de signo fascista sino tradicionalista.

Gonzalo Redondo relativiza incluso el papel histórico del franquismo en el fortalecimiento del Estado español. Franco se habría limitado simplemente a no impulsar nada la escasa autonomía que había conseguido hasta el momento la sociedad civil frente al aparato estatal. «Por habituamiento de siglos, a muchos les pareció excelente esta actitud», afirma el autor (pág. 58). Se asiste a la consolidación del Estado sobre la sociedad, haciéndose patente el carácter «regalista» del régimen, que merecerá la protesta del primado de España, el cardenal Gomá. La denuncia que hizo de la invasión sofocante del estatismo, y de la aproximación de algunos sectores falangistas al nazismo pagano, no es sino el reverso de su apuesta por un Estado tradicional católico, por un Estado fuerte que admitiese la «potestad indirecta de la Iglesia».

Franco se empeñaría en ese propósito, en la reconstrucción de la España tradicional, de un Estado unitario, católico y autoritario, lo que no impedirá los choques con la Iglesia: tal era la fuerza del nuevo nacionalismo español y, al tiempo, la acentuación de algunos radicalismos tradicionalistas como el del cardenal Segura, que reclamaba una mayor presencia del catolicismo y de la jerarquía eclesiástica en el propio mantenimiento del Estado católico. Desde aquí se entiende también la renuncia final de Franco al derecho de patronato en el nombramiento de obispos.

Las tensiones por la orientación ideológica del Estado católico alcanzaron también a los medios culturales. En torno a la revista Escorial, y a impulsos de Ridruejo y Laín, se inicia desde finales de 1940 una cierta «apertura» orientada a la aproximación (con reservas) o recuperación (parcial) de algunas figuras como Antonio Machado y Ortega y Gasset. Los falangistas «ilustrados», a imitación de José Antonio, comenzaban a entablar un ambiguo diálogo con Ortega. La ruptura total de Ridruejo con el régimen en 1942 —coincidiendo con el retroceso político de Falange y el comienzo de la ofensiva de la ACN de P— fue exponente de un talante personal, que dio credibilidad a su figura (no a Falange).

El culturalismo católico hizo de la revista Cisneros, con el impulso inicial de Laín y Alfredo Sánchez Bella, un banderín de enganche en el camino hacia la «democracia orgánica», en cuyo espacio Gonzalo Redondo sitúa las dos opciones posibles: Franco y Don Juan. Para el autor, eran menos las diferencias que los puntos que unían a ambos personajes (después de que el autor opte por situar a Maritain bajo la sospecha de neomodernismo). Calvo Serer —presentado en estos momentos como tradicionalista, franquista y amigo de Don Juan— llegó a desempeñar en diversas circunstancias un cierto papel de intermediario (Redondo concede demasiada importancia al episodio de la carta interceptada). Los propagandistas de la ACN de P. —los católicos por antonomasia— coincidirán en la concepción de un Estado corporativo, sin discutir la persona de Franco. Gonzalo Redondo enfatiza que el Manifiesto de Lausana de Don Juan en 1945 no supone una ventana abierta hacia las libertades democráticas sino otra puerta que comunica a la democracia orgánica. La democracia orgánica como solución nacional para España (mientras en Italia triunfaba la Democracia Cristiana).

El Fuero de los Españoles (1945) sentó las bases políticas del régimen y de la propia reconstrucción de España. España para los españoles. La presión monárquica sobre Franco al término de la Segunda Guerra Mundial no estaría encaminada a ningún cambio de régimen sino tan sólo a la sustitución del jefe del Estado, a fin de contrarrestar las presiones exteriores de las potencias vencedoras. Al cerco del régimen sucedieron los esfuerzos por movilizar la sociedad civil. Redondo acerca y estima relativamente parecidos los proyectos para España de Ángel Herrera y de Ortega y Gasset a su regreso del exilio (aunque éste optó preferentemente por el silencio y poco dirá de las cuestiones españolas), al tiempo que tiene lugar la aparición oficial de los movimientos especializados de Acción Católica. Las HOAC —seguidas más tarde por la JOAC— comenzaban a dar sus primeros pasos. Pero el inmovilismo del régimen daba la mejor prueba de la solidez interna del sistema, que la condena de la ONU y sus medidas sobre España en 1946 no hicieron sino reforzar potenciando el sentimiento nacionalista español. En ese contexto, la revista Alférez, en continuidad con la línea marcada antes por el primer Escorial y la revista Cisneros, pretendió plantear una tercera vía española entre el fascismo y el liberalismo, sin dejar de reivindicar la herencia de Ortega, subraya Redondo (aunque ello no significa que los redactores y colaboradores realmente fueran orteguianos o que Ortega se reconociera en ellos).

El hito que pone cierre al período fue la Ley de Sucesión de 1947, investida de un claro significado: la constitución de España en Reino. Para Redondo, el Manifiesto de Estoril, como reacción a la ley, hacía patente que «la discrepancia de los monárquicos con Franco era considerable respecto a la persona que debía regir los destinos españoles, pero prácticamente inexistente en relación a cómo estos destinos debían ser regidos» (pág. 1.021). La cuestión de la persona no era más que una cuestión personal, no había diferencias ideológicas. La consecuencia de mayor valor de los años 1939-47 fue que España quedó configurada como Reino: «Una formulación un tanto ambigua, aunque —en líneas generales— coherente con su trayectoria histórica» (pág. 20). Latía el deseo de continuar la historia de España.

Desde este punto de llegada (y ante la ausencia final de conclusiones por parte del autor), se tornan más problemáticas algunas consideraciones planteadas por Gonzalo Redondo en la introducción de la obra. La ciencia se construye sobre hipótesis arriesgadas, pero puede confundir cualquier intento de hacer de Franco un nuevo Cánovas —el artífice de la restauración monárquica—o un nuevo Maura —el hombre de la revolución desde arriba—, como viene a sugerir de algún modo el autor. Volcar sobre el franquismo el espíritu de cierto liberalismo decimonónico (y aun posterior) sería engañoso. El franquismo, lejos de recuperar la memoria del XIX, aprovechó la crisis de fin de siglo para negar la contemporaneidad y enlazar de forma llana con los valores del Siglo de Oro. El tradicionalismo de Franco y de su régimen —tan subrayados por el autor, oponiéndolos al fascismo— es de suyo elocuente. Pero el problema es que Gonzalo Redondo reitera tanto la etiqueta tradicionalista, que al final acaba vaciada de sentido y termina por diluir las fronteras. La tipología elaborada a lo largo de las páginas no es del todo transparente: hace desfilar, entre otros, a tradicionalistas religiosos, a tradicionalistas culturales, a tradicionalistas autoritarios y —lo que resulta un contrasentido según las categorías habituales— a «tradicionalistas liberales». El tradicionalismo no es mas que el factor común que permite al autor, desde el primer párrafo de la Introducción, hacer coexistir dentro del «sistema político derivado de la guerra civil» a tradicionalistas y liberales y a «tradicionalistas secularizados o colectivistas (socialistas y comunistas)» (pág. 9).

Parece latir en Gonzalo Redondo un cierto afán de presentar al franquismo dentro de la «normalidad» de la evolución histórica española. El franquismo no habría sido un régimen muy distinto a otros anteriores de la historia de España y vino a reanudar esa misma historia de España después de la guerra civil. Ciertamente —como ha puesto de relieve la historiografía más reciente—, es urgente superar las ideas de «fracaso» o «anormalidad» con que se ha tendido a enfocar la contemporaneidad española, como fruto en buena parte de la hipercrítica del 98, responsable de una fuerte deformación de la conciencia histórica española. Igualmente, es hora de desprenderse de los mitos antifranquistas, envejecidos después de más de medio siglo. El historiador debe acercarse a cualquier período sin prejuicios, y el franquismo no debe ser una excepción. Pero, con todo, no puede obviarse que el franquismo constituye precisamente el principal factor de «anormalidad» de la historia contemporánea española y, por supuesto, del siglo XX. El fracaso de la Segunda República no obedeció al fracaso histórico del liberalismo sino a la radicalización de los extremos (anarcocomunistas y fascistas), que dio al traste con el proyecto de la generación de 1914- El contexto internacional, los dogmas ideoló-gicos y el inmovilismo de los bloques durante la Guerra Fría jugaron a favor del mantenimiento del régimen de Franco a partir de 1947. Pero relativizar su anormal permanencia diluyendo sus fronteras dentro de la historia contemporánea de España conduciría a una nueva deformación de la conciencia histórica española no menos perjudicial que la que indujo al «mito del fracaso», que se trata de superar.

El franquismo dejó a España, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, fuera del tiempo europeo, de modo muy especial en el plano político-cultural. El empeño de vuelta a estructuras viejas de siglos con ánimo de reconstruir la España eterna dentro de la sociedad española, y en nombre de una radicalidad cristiana aún mayor —según expresa el propio autor—, no permite grandes comparaciones con los regímenes decimonónicos ni es fácilmente compatible con el empleo de la etiqueta liberal dentro del régimen franquista. El respeto del pluralismo «dentro» de los presupuestos de aquella determinada España era sencillamente (por muy honradamente que pudiese alguno pensar que se respetaba el pluralismo) falta de respeto al pluralismo y ausencia de pluralismo. Es evidente, no obstante, que el paso del tiempo fue haciendo evolucionar a diversas personalidades hacia sensibilidades más liberales y que, años después, algunos políticos educados en los patios interiores del franquismo facilitarían la transición política a la democracia, una vez que las propias transformaciones socioeconómicas del tardofranquismo sentaron en gran medida las bases de esa Transición (con la que se reanuda propiamente la historia contemporánea de España). Fue la distancia progresiva dentro del franquismo entre el sistema político, esencialmente inmutable, y el proceso de modernización socioeconómica desarrollado durante los años sesenta (en consonancia con las pautas europeas), lo que rompió en dos al franquismo y acabó con el régimen. El franquismo no es una «evolución natural» de la historia contemporánea de España, que, en el fondo, entonces, tampoco se distinguiría esencialmente de la actual democracia.

Estas observaciones pueden ser efecto tal vez del método empleado por el autor. La delimitación cronológica —que implica una «inevitable simplificación de los hechos, a la búsqueda de los que se entienden como decisivos: empresa, por tanto, altamente discutible», sostiene Redondo (pág. 20)— y la posterior reconstrucción exhaustiva de esos hechos seleccionados pegada a la cronología. De ese modo es difícil atender a la totalidad de la problemática, de una problemática que evoluciona históricamente, y no se depuran suficientemente los materiales y el discurso.

Estamos, en cualquier caso, ante una obra monumental y erudita cuya importancia hace necesario esperar a su conclusión para poder realizar una apreciación global. Los tomos siguientes están dedicados: el segundo al período 1947-1956, el tercero a los años 1956-1965 y el cuarto a 1965-1975. Indudablemente, ya desde este momento hay que agradecer la generosidad intelectual y el esfuerzo puesto por Gonzalo Redondo en la empresa. El agradecimiento no provendrá únicamente de los historiadores.

Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Pública de Navarra