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La energía literaria de Valentí Puig se ha venido sustanciando en una obra de arboladura felizmente poblada y —con varias decenas de libros publicados— de la longitud ya dichosa y variada de un festín. Si aceptamos la máxima de Joseph Joubert, según la cual es necesario que haya varias voces juntas en una voz para que esa voz sea verdadera, habrá que decir que el pulso de la escritura de Puig es del todo discernible y consistente en una trayectoria que ha tocado una copiosa cantidad de géneros —de la poesía al cuento, del ensayo al libro de viajes o el articulismo— y los ha tocado con una solidez sin altibajos. El propio Puig ha reconocido que nunca quiso cosa distinta que ser escritor, y ahí habrá que entender su energía literaria como la emanación de un magma único capaz de articularse en distintas formas: al fin y al cabo, a la manera de Pla, siempre ha creído que la escritura no es sino una manera de ordenar el pensamiento. En alguna ocasión, quizá en referencia al debate tan añejo sobre las divisorias entre literatura y periodismo, Puig ha repetido —como un orden para la vida— que «de lo que se trata es de escribir».

Nunca quiso cosa distinta que ser escritor, y ahí habrá que entender su energía literaria como la emanación de un magma único capaz de articularse en distintas formas

También, por supuesto, se trata de leer. Él mismo ha subrayado el alcance de «las viejas pasiones de leer y de escribir» como sustento de la honestidad de la labor intelectual y también como confirmación de esa labor intelectual en calidad de privilegio hedónico. Poco interesa, tal vez, hacer el elogio pormenorizado del Puig lector que ha descubierto —o desempolvado— tantos nombres para nuestro acervo, de Michael Oakeshott a Reinhold Niebuhr o, más cerca, Miguel de los Santos Oliver; ya puestos, tal vez puedan tener un recorrido de superior calado las relecturas tan estimulantes que ha hecho de Pla o de Carner, de Maragall o de Balmes, sin olvidar que él ya había metabolizado a su Johnson o su Chesterfield cuando las modas los volvieron a llevar a las librerías y a las columnas de los opinadores a favor de la corriente. No son, en verdad, datos menores a la hora de acreditar una solvencia crítica, pero si por algo destaca el Puig lector es por una cuestión de fondo: la ponderación del papel de la buena lectura a la hora de asentar criterios, a la hora de formar una opinión ilustrada, a la hora —en definitiva— de cimentar una cultura entendida según el viejo modelo occidental, conforme al cual nada surge ex novo, sino que toda cultura y toda literatura se alzan sobre el carácter perenne de esa «conversación con los difuntos». Así, frente a la depauperación, la memoria corta, la autocomplacencia y el rasero tan bajo de la cultura pop, la obra de Puig sigue fiel a los planteamientos de una cultura high brow, una concepción según la cual la cultura se nutre de continuo con el enriquecimiento que le provee la glosa de la crítica. Es también, frente a la voluntad de disrupción, el ejercicio de un sentido de la continuidad y la piedad: la misma que emana, por ejemplo, de sus estudios sobre Josep Pla.

Esa primacía del arraigo, del incardinamiento en una tradición, en la contextura intelectual de Puig, hará a su vez posible una instintividad muy aguda en el momento de evaluar —por ejemplo, en el género del ensayo— las contribuciones de peso frente a las estrellas fugaces de la intelectualidad en una coyuntura en que los medios pautan más que nunca lo que es cultura y lo que no es. Al cabo, van y vienen la novela jungiana, el nouveau roman, la micronarrativa uruguaya, el neocomunismo o el pensamiento débil, y Puig siempre ha tenido una palabra precisa que decir al respecto. Es más: quizá uno de los mejores avales morales que pueda tener Puig es el haber apostado por las complejidades de la democracia liberal y de las sociedades abiertas mientras la mayor parte de la clase intelectual europea se adhería con frenesí a utopías de perfeccionismo totalitario como el maoísmo o jugaba a la equiparación ética de cuanto sucedía de uno y otro lado del Telón de acero.

Quizá uno de los mejores avales morales que pueda tener Puig es el haber apostado por las complejidades de la democracia liberal

Si aquella batalla se ganó —aunque los reconocimientos han sido tan escasos como amplia ha sido la desmemoria—, ahora se trata de oponer contrafuertes de solidez opinativa frente a la licuefacción posmoderna del relativismo moral y la noción del «todo vale». Ahí, para Puig, de nada sirven la frivolidad y la inconsecuencia de los planteamientos utopistas: frente a los horrores empíricos del determinismo histórico, tan palpable en el recuerdo de los totalitarismos del siglo xx, la evidencia de la libertad humana hace que el futuro no esté escrito, al tiempo que, como un bajo continuo, Puig se sujeta a esa prudencia sub specie aeternitatis que es un cierto sentido trágico de la historia. Y también a la vía, precaria pero practicable, que encontramos en esas armazones intermedias —las instituciones, la familia, la fe— de que se ha sabido dotar la experiencia humana.

Como fuere, si es mucho lo que los lectores deben a Puig como temperamento informado, ecuánime y atento, la longitud de onda de sus inclinaciones sirve ante todo para trazar una cartografía de su figura de escritor, para percibir —al modo de Joubert— ese haz de voces que se han sumado y procesado hasta cuajar en una escritura y un pensamiento de originalidad irreductible. En esa coordenada, Puig se inscribe en el paisaje moral o guarda un aire de familia con la figura de lo que, de Montaigne a esta parte, tomamos por intelectual europeo: el hombre que, por decirlo con Pla, da rapports de valoración sobre cuanto sucede, partiendo para ello de una conciencia de la forma, de una aspiración a modelos de grandeza clásica y de una postura moral que dosifica con acierto el uso de la libertad con el de la responsabilidad en el ejercicio de esa hijuela ilustrada que es la opinión en un periódico. Esa vocación de observador es el venero de una curiosidad infatigable, que le ha llevado a alcanzar la estatura de pensamiento de una independencia libre de las restricciones del mundo académico.

Podría pensarse que, con la misma anchura de la libertad, en esa figura del intelectual a la europea cabe de todo o caben casi todos, si no fuera por el ejemplo de sumisiones tan nefandas que —como le gusta recordar al propio Puig— nos han dado los intelectuales a lo largo del pasado siglo xx. En todo caso, caben los escritores grandes y también los menores, las individualidades que —simplemente— tienen una visión que dar aunque no haya de tener una repercusión majestuosa. Es la responsabilidad pública de un Ortega, el liderazgo ético de un Mauriac. Es Pla en el gueto y las biografías de Emil Ludwig. Es el catolicismo de modulación tan distinta —pero siempre profética— de un Claudel y un Bernanos. Es la lucidez de Gaziel y la de Chaves Nogales. Es la entrega a la propia obra de un Azorín o la voluntad de verlo todo y de contarlo todo de un Indro Montanelli. Es la consecuencia moral de un Albert Camus, la resistencia de un Aron, la lógica conservadora de Evelyn Waugh. Es la intransigencia con la banalidad —pienso en Eliot o Rilke— de la última gran lírica americana y europea. Es la libertad gozosa y polémica de la literatura —y de la prensa— inglesa y la consideración patrimonial de la literatura francesa. Y también es, al cabo, un rasgo tan propio de Puig como cierta conciencia de modestia a la hora de evaluar la propia obra, compatible con el convencimiento inexcusable de que no es lo mismo que uno diga o no diga lo que tiene que decir. Vínculos y valores frente a idée réçue, libertad del escritor que, alla Léautaud, fuma y escribe su diario; soltura gozosa del narrador que se sienta a tramar una novela con la decencia de ponerle un principio y un final. Al fin, en ese perfil tan amplio como admirable del intelectual europeo como gran constructor de la historia cultural del continente, late la consideración alta del oficio, la dialéctica de libertad y responsabilidad, el rechazo del diktat ideológico o estético, la compatibilidad —en materia de valores— de firmeza de espíritu y moderación de formas, la apertura a las corrientes del pensamiento a la vez que la fidelidad a la propia historia de una vocación individual y la noción de pertenencia a una tradición. Quién sabe, en definitiva, si no ha llegado ya la hora de añorar a esos escritores con corbata frente a los piercings de una generación nocilla que hace mucho perdió la falsilla de la tradición. En todo caso, siempre quedará la diferencia entre el escritor vocacional, capaz de tanta entrega, frente a la figura del escritor gandul que Puig siempre ha desdeñado, con su bagaje inevitable de desasosiegos y dandysmos, ese artistazo al que —como a los niños, en palabras de Jean Clair— se le permite, per-dona y aplaude todo.

Es la consecuencia moral de un Albert Camus, la resistencia de un Aron, la lógica conservadora de Evelyn Waugh

En una opinión pública española tan nerviosa y tan volátil, de calado tan epidérmico, es posible que el articulismo de Valentí Puig pueda haber cortejado una popularidad menor que ese articulismo casticista que —por distintos motivos históricos— solo España posee como género propio a modo de anomalía en el panorama europeo. Ahí ha actuado no menos su libertad como renuncia a todo compromiso, una actitud venturosamente compensada por sus largos años de presencia en las páginas más serias y codiciaderas del periodismo patrio —abc, El País, La Vanguardia— entregado con plena puntualidad al columnismo como la vocación de dar que pensar a un lector fiel varias veces por semana. Ahí cabía encontrar a Puig siempre con un punto de sorpresa intelectual, con una inteligencia de vitalidad detonante, condensada en su capacidad de sugerencia como un realismo que busca ser amplificado.

Ese columnismo es, en parte, el ejercicio de la libertad como deber y como higiene necesaria del pensamiento. Pero también es, por ejemplo, la comprensión de la política como un teatro de pasiones humanas donde una conciencia escéptica nos hará ver la mezcla del alto ideal con la conveniencia a corto plazo, los desdenes tan crueles del poder y la acusada responsabilidad de los trabajos de gobierno. Del mismo modo, Puig enseña que, si el oficio de articulista es oficio del día a día, su acierto pasa por ser un cronista capaz no solo de contar lo que está pasando, sino también dotado de la inteligencia suficiente para abstraer la política que se oculta tras las gestualidades propias del patio del Congreso. Sin duda, si como él mismo afirma, el periodismo ha hecho a tantos escritores como ha deshecho, su articulismo —y su experiencia en la rapidez de una corresponsalía— ha sido un añadido de interés humano particularmente valioso para su literatura. Así no pocas personas han vuelto a la lealtad tan lujosa de leer a días fijos a su articulista favorito, con el extra satisfecho de saber que no ha sido un talento corruptible.

Ese columnismo es, en parte, el ejercicio de la libertad como deber y como higiene necesaria del pensamiento

Quizá haya que resaltar que, aunque solo fuera por su propia experiencia política en tiempos de ucd, Puig sabe de lo que habla cuando habla de lo público. Son cosas que se reconocen poco, pero al cabo habrá que recordar que acertaba cuando no pedía revisar la Transición, cuando no se sumaba a ninguna de tantas teorías conspiracionistas que han menudeado sobre el 11-M, cuando sabía quitar hierro al 15-M, criticaba el dogma neoconservador, instaba al pacto educativo, subrayaba el desfase de tiempos entre la política y el empresariado, advertía de la inteligencia de Benedicto XVI o de la eminencia —antes futura, hoy actuante— de China como potencia. Valga lo mismo de su eurorealismo, de su crítica a la anomia socialdemócrata o de su papel —más aplaudido que escuchado— a la hora de pensar la cuestión del bilingüismo o ese avesimbólico de las sinergias inevitables de Cataluña con el resto de España. Tal vez, en los últimos decenios, tampoco haya habido nadie capaz de pensar con el mismo rigor el papel de concordia de la Corona en el país. Desde luego, si hay quien ve en todo esto las intuiciones de un viejo tory, también podemos hablar del legado de sensatez de quien sabe —por raigambre de digna mesocracia y por una lectura de la historia de España sin fatalismos de señorito— lo costosas que son las libertades.

En años de polarización tan intensa del debate público español, la postura de un Valentí Puig que se autodefine como «un conservador de centro» difícilmente ha podido ser una estrategia de posicionamiento de producto conforme a las normas del marketing. Más bien esa ha sido una postura históricamente capaz de llevarse todas las deploraciones en España. Véase que frente a las pervivencias tan ucrónicas de un integrismo que fue tentación minoritaria —pero muy lesiva— de la articulación pública del catolicismo español, incluso se ha visto obligado a que recordar que «el liberalismo no es pecado». Entre una izquierda que acusa la crisis de la socialdemocracia y una derecha internamente tensa entre el moderantismo plausible y el maximalismo más guerrero, la opción de Puig siempre ha pasado por la asunción tan sabia de la política como arte de lo posible, más atenta a la experiencia —compleja, contradictoria, en ocasiones frustrante— de lo real que al apriorismo ideológico puro. En ningún caso, sin embargo, se trata de una entrega a los cinismos de la Realpolitik, sino de una apuesta que ha unido al modo burkeano la tradición liberal y la estirpe conservadora: la apuesta, en definitiva, por la primacía del bien común, de la meritocracia como regulador del termostato social, del cauce institucional como garantía de la política, de la responsabilidad de legislar cuando hay que legislar y de abrirse al mundo cuando la globalización no nos deja otras opciones. Reforma frente a ruptura, valores bien sedimentados de clase media frente a los simulacros de la telerrealidad y la amenaza del futuro poshumano, tecnologías que ensanchan la libertad del hombre frente a la tentación ludita, valor de la razón frente a demagogia o sentimentalismo: es curioso que ese conservadurismo de centro tenga un lastre de caricaturización tan fácil cuando está tan próximo a los tactos de la realidad.

La postura de un Valentí Puig se autodefine como «un conservador de centro»

Es una querencia muy propia de quien esto escribe —y, sorprendentemente, poco mencionada— subrayar la calidad de la prosa de Puig. Es algo que, a modo de convención, damos en llamar estilo, y que en realidad se atiene más a la unicidad de una voz, a la adecuación o la identidad total entre lo que se dice y lo que se quiere decir. Posiblemente esos valores estéticos de su lenguaje —en catalán y en castellano— puedan pasar por menos importantes que su postura moral, las intuiciones de su pensamiento, su capacidad de observación, la labor de saberse hacer leer con interés y amenidad o de catalizar para la literatura española no pocas aportaciones en cuestión de gusto o tomas de partido. Sin embargo, como él mismo demuestra en El hombre del abrigo, la calidad del pensamiento y la calidad del lenguaje se suman y coordinan y tienen a largo plazo efectos benéficos para una literatura que se ve enriquecida de modulaciones propias y distintas.

Tomar a Valentí Puig por maestro del estilo no tiene nada que ver con reducirlo a un estilo, precisamente porque la musicalidad tan característica, el raccourci, la adjetivación sorprendente y precisa o la soltura de una página novelesca no han sujetado su prosa, sino que le han hecho escribir con acierto aquello que tenía que escribir. Y en un tiempo tan átono como este, Puig demuestra hasta qué punto es responsabilidad del estilo no caer —citando a Ortega— en «esa lengua sin luz ni temperatura», sino optar por «la sabrosa complejidad del lenguaje» frente al «habla plebeya» y la «gramática infantil» de la retórica pública del día. Ciertamente, es posible que, dado el caudal de tradición por comparación más menguado en prosa catalana que en prosa castellana, los expertos estimen que su huella estilística es de una importancia relativa superior en catalán que en castellano. Eso es arqueología o filología, sin duda, y en cualquier caso habrá que recordar el antecedente planiano como una prosa que, si logra remontar el vuelo de la lengua catalana, se inserta también con los resultados más fértiles en el cauce castellano.

Quizá, de hecho, la única evolución visible chez Puig en lo que solemos dar por estilo sea su lenta decantación desde cierto rasgo de irreverencia satírica —constatable, por ejemplo, en los años ochenta pasados por el tamiz de Progres— a una sobriedad ecuánime que no hace sino afianzar la gravedad y la autoridad a que conduce, con la naturalidad del tiempo maduro, la responsabilidad del escritor. Súmese a esto la potencia de envergadura chateaubriandesca que ha adquirido —notablemente en su poesía, pero no solo en ella— al tratar de «pasiones y afectos», de la erosión del tiempo, del poder roedor de los recuerdos, de la calidad dramática de la vida de todos los hombres. Sí, ahí ya hemos pasado de Stendhal y de la sordina inglesa a la amplia respiración de un Chateaubriand. La correlación, la sintonía ajustada entre lengua y pensamiento, es lo que da crédito a un estilo: de ahí que el estilo de Puig, como el versionado propio de una partitura, participe de esa individualidad con que reconocemos a los maestros de la prosa. Al mismo tiempo, en su fraseo será trazable tanto poso de lecturas, de la literatura política barroca a la gran prosa francesa, de la soltura de la narración inglesa a la mejor crónica española.

Quizá, de hecho, la única evolución visible chez Puig en lo que solemos dar por estilo sea su lenta decantación desde cierto rasgo de irreverencia satírica

Son muchas las maneras de leer a Valentí Puig: se le puede leer como poeta de vigor hímnico, como un satírico de fiereza tan real como contenida; uno puede acercarse a sus páginas por la belleza simple de la página bien escrita y resonante, capaz a un tiempo de gran cubicaje y de finura. Está quien aprecia al escritor maduro que —con La fe de nuestros padres— entronca vitalmente con una herencia perdida y reencontrada. No pocos valoran su capacidad como analista de los movimientos de placas de la escena internacional, y estarán los que buscan al opinador sensato, al observador bien orientado de la política española, al prosista capaz de las analogías más potentes. Se pueden disfrutar sus crónicas como se pudieron disfrutar algunas terceras particularmente augustas. O bien podemos tomar Bosc endins y Matèria obscura y sopesar las virtudes de aquel escritor joven que reintrodujo en España una diarística llamada a tener tanto éxito. Hoy como ayer, es factible leerle en ese género tan idóneo en él —tan natural— como es la buena crítica de libros o el comentario cultural. Y había un placer en ese bloc de notas que durante varios años publicó domingo a domingo en abc. Como vigas maestras, tómense Moderantismo, Los años irresponsables y Fatiga o descuido de España para acercarse al presente y futuro del país; L’os de Cuvier para adentrarse en una realidad catalana de repercusión hispánica; Por un futuro imperfecto para una aproximación liberal-conservadora al estrado internacional. O acerquémonos al Puig de la nacional-burguesía declinante de La gran rutina, al narrador barcelonés de El bar del’AVE, al cuentista aplomado de los mundos ya idos de Crêpes Suzette y Un amigo: Lambert Fiol, o a la difícil suma de frescura y nostalgia de la nouvelle Primera fuga. Rescatemos del estante algunas páginas —como ese Complot donde uno cree ver la huella de Burgess, o el talento para la distancia de Mujeres que fuman— que quedan como pecios del naufragio general de los ochenta. Otro Puig pletórico será el que rebosa gravitas al prologar el Jerusalén de Waugh, el que acude al mejor conocimiento del constitucionalismo histórico español y las mecánicas clásicas de la filosofía del poder para escribir su Cuando sea rey.

Sí, son muchas las maneras de leer a Valentí Puig, y ninguna detrae de otra: en todo caso, quizá no se ha recalcado lo suficiente ese fondo de sensualidad originaria, pura aleación mediterránea, que encuentra su horma civilizatoria en las certezas tan confortables que nos da cuando habla de lo que significaron el soufflé Alaska o el pijama, de la «calidad reverente» de la trufa blanca, de las mujeres de piernas memorables, de algún paisaje de la tierra natal o de algún episodio de gloria del cine clásico. Ahí Puig es el escritor civilizado que, más que nunca, sabe de la escritura como «una de las estrategias de la felicidad», que se enfunda por la mañana el cárdigan de escribir y que retoma la vieja conseja de aquel Sainte-Beuve que recomendaba leer cosas grandes y escribir cosas agradables. Perpetua danza feliz de los libros y la vida.

Habitual como firma de periodismo literario, opinión política y dos áreas de su especial interés, la literatura y la cocina, ha publicado sus trabajos en los grandes medios españoles. Ha sido director de la edición digital de Nueva Revista, jefe del proyecto de opinión online de The Objective y articulista en diversos medios. En julio de 2017 fue nombrado director del Instituto Cervantes de Londres. Ha publicado "Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa" (2014) y "La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig" (2017). Traductor y prologuista de obras de Evelyn Waugh, Louis Auchincloss, J. K. Huysmans, Rudyard Kipling, Valle-Inclán o Augusto Assía, entre otros. Su último libro es "Ya sentarás cabeza".