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Complejo, extraño y, últimamente, amenazador. El mundo no deja de girar durante la placidez del verano, aunque parece hacerlo mucho más despacio, los diarios adelgazados y la tensión olvidada en el lejano lugar de trabajo. El tiempo es un bien escaso que se reproduce con el calor estival, en una época propicia para mirar desde otra perspectiva, la de la ficción literaria, ese mundo que en el último curso se nos ha revelado más difuso e inquietante que nunca. Dijo una vez Alejo Carpentier que «los mundos nuevos han de ser vividos antes de ser explicados». Bajo una buena sombra, viven mejor, a su aire, unos personajes que la literatura hace girar a la misma velocidad que el planeta que nos sostiene en el aire. Sólo hay que mirarlos. Luego entender y, si se tercia, explicar.

Proponemos aquí una de las infinitas sendas que se abren ante un viaje de este tipo. No obstante, el lector ha de hacer el camino solo. Lo que siembre y recolecte será sólo suyo. Como dijo el mexicano José Vasconcelos, «un libro, como un viaje, comienza con inquietud y se termina con melancolía».

Un buen punto de partida sería ese gran país herido por lo que se anticipa como el mal del nuevo siglo. El rencor de quienes no lo aceptan como uno de los grandes ejes del mundo interconectado ha golpeado de firme a Estados Unidos; la envidia ajena y también, como algunas minorías pensantes de norteamericanos comienzan a plantear, cierta soberbia propia. Quizás por ellos, país multicultural por excelencia, en la cumbre de su poderío, revisa sus orígenes en busca de su esencia.

Richard Ford: «Antología del cuento norteamericano». Galaxia Gutenberg, 2002

Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores ha editado en español un libro que puede aportar mucha luz al respecto. La Antología del cuento norteamericano de Richard Ford contiene 6.5 relatos —el único formato que permite sistematizar tanto en poco más de mil páginas— escritos entre 1820 y 1999 por autores con la ciudadanía estadounidense. Ford, uno de los más brillantes novelistas actuales de EE UU, resume la esencia de dos siglos de historias en una palabra muy americana: libertad. En el prólogo, deja que sea un francés, Marcel Duchamp, el que lo explique: «En París, los jóvenes de cualquier generación siempre actúan como los nietos de algunos grandes hombres… de modo que cuando llegan a producir algo propio, hay una especie de tradicionalismo que es indestructible. Pero a vosotros, los norteamericanos, os importa un carajo Shakespeare. No sois sus nietos», dijo el poeta durante un viaje a tierras norteamericanas en los años 20.

Ford reconoce el acierto de la intuición de «la literatura americana como búsqueda constante de nuevos desarrollos», pero niega que esto implique, como piensan algunos europeos orgullosos de sus milenios de historia, un desarraigo, la ausencia de una tradición. At contrario, su propuesta es más compleja: «Si hay algo típico en los escritores y la literatura americana, es que cuando intentamos imaginar nuestros antepasados literarios y encontrar la conexión crucial con Irving y Hawthorne, Herman Melville o Mark Twain, no lo hacemos para crear a imitación de ellos, sino para encontrar aliento en individuos como nosotros mismos».

Con esta democrática y liberal filosofía como premisa, y con la muleta de una fabulosa introducción de Carlos Fuentes, la antología se abre a un caudal de historias sobresalientes. Desde el clásico artefacto mental de Poe en «Carta robada», hasta el joyeiano «El rincón feliz» de Henry James, pasando por la naturaleza que Faulkner disuelve en su peculiar estilo en «El otoño del delta» o el deslumbrante homenaje de Raymond Carver a Chejov en «Tres rosas amarillas». La diversidad permite también recorrer otros clásicos menos reconocidos, como Sherwood Anderson, que comparece con todo su desolada parquedad o Brent Harte, que descubre en «Los proscritos de Poker Fiar» un sorprendente anticipo del western cinematográfico.

Paul Auster: «Creía que mi padre era Dios». Anagrama, 2002

Y, como siempre en estos casos, lo más discutible llega en las últimas páginas. Aciertos como el de Loorie Moore, la más joven de la antología, arrolladora en la pesadilla urbana de «Como la vida», no oculta ausencias notables. Es el caso de Paul Auster, uno de los creadores más vivos de los EE UU de hoy. No obstante, el lector puede desagraviar al autor de la Trilogía de Nueva York acudiendo a su última idea, muy afín por cierto a esa apertura a lo nuevo y democrático que predica Ford. En Creí que mi padre era Dios (Anagrama), Auster ha dado la vos a la gente corriente eligiendo y editando los miles de historias que los oyentes le enviaron en un programa de radio.

Algunos de los 180 relatos resultantes son de lo más refrescante y Auster se ha instalado entre los más vendidos de su país. Todos tienen una extensión muy breve, con lo que la diversidad y la ligereza está asegurada— y en la mayoría los autores cuentan anécdotas que marcaron su vida de alguna manera, con lo que el invento de Auster deja un sabroso reguero de experiencias muy genuinamente americanas. La historia que da título al libro, por ejemplo, resulta impactante: el padre del narrador maldice a una persona que, casualmente, tallece justo después; el niño crece con la absoluta seguridad de que su padre es un ser omnipotente.

Salman Rushdie: «Furia». Debolsillo, 2006

También en los Estados Unidos, pero desde una perspectiva muy diferente, se plantea Furia, lo último del escritor maldito por excelencia del cambio de siglo, Salman Rushdie. Pese a estar ambientada en Nueva York y ser autor una de las victimas más celebres del integrismo islámico, no hay nada parecido al 11-S en la novela. Aunque late en ella, de forma más sutil, un desasosiego no demasiado lejano, el provocado por un multiculturalismo construido sobre los cimientos equivocados.

La novela describe la peripecia de Malik Solanka, un personaje sospechosamente parecido a su creador, en un mundo que le aterra. Nacido en Bombay y educado en Cambridge, Solanka llegó a ser un filósofo de cierto prestigio, enriquecido además por los derechos televisivos y comerciales de «Cerebrito», una muñeca que invento para divulga los clásicos del pensamiento. Ahora, sin embargo, vegeta en Nueva York claustrofóbico y anónimo, al que ha llegado huyendo de sí mismo, de lo que era y, sobre todo, de aquello en lo que se estaba convirtiendo, forzado por una ira incontrolable que lo sumerge en raptos de enajenación.

En la Gran Manzana convive con lo peor de un capitalismo que asegura despreciar, mientras recuerda con nostalgia las utopías descerebradas que tantos como él apoyaron hace años, sin pararse –ni entonces ni ahora- en asumir la responsabilidad por los monstruos nacidos de sus excitantes aventuras sesentaiochistas. Pero su propia imagen refleja el fracaso teñido de nihilismo que ha derivado en una devastadora incapacidad para amar, y que reacciona ante la belleza con espirales surrealistas y sabios freudianos. El dominio del lenguaje de Salman Rushdie y su poderosa imaginación no le sirve más para lamerse las heridas, en un buen ejemplo de intelectual perdido en su propio laberinto.

V.S. Naipul: «Una casa para señor Biswas». Debolsillo, 2003

V.S. Naipaul, el último premio Nobel, expresa una amargura similar, aunque no tan desagarrada. Su novela más significativa, Una casa para señor Biswas (Debate) revela, entre apuntes claramente autobiográficos, las heridas que produce el choque de cultura. La novela la narra la vida de un caribeño de origen hindú, trasunto del padre del autor, desde su nacimiento en una pobre familia campesina hasta su muerte en su casa de Puerto España, con la que el libro arranca en un efectivo flash back.

Su maduración está marcada por la lucha entre el mundo antiguo, sostenido por las tradiciones que sus mayores preservaron de la emigración desde el continente indio, y la modernidad que representaba la libre configuración del propio destino. Naipaul no admite medias tintas y opta finalmente por la segunda opción, la de la ruptura con el pasado. Para ello, el señor Biswas debe desembarcarse de las ataduras de la familia de su esposa, que los mantiene a ambos, con la simbólica construcción de una casa propia.

La descripción pretendidamente objetiva, distanciada, de Naipaul, no oculta su animadversión contra lo que considera un mundo hermético, asfixiante, fuera del cual espera la riqueza multicultural de un mundo nuevo: nada menos que la América mestiza del Caribe. Pero, aunque algún golpe de humor repiquetea cuando todo parece más sombrío, la novela presenta una visión pesimista del destino del señor Biswas, incapaz de cumplir sus sueños y reeducar el caos en que se ha convertido su vida.

David Grossman: Llévame contigo. «Debolsilo», 2002

Otra lucha, aparentemente más modesta, plantea David Grossman. Un autor de una tierra tan castigada como Israel demuestra que la esperanza es posible más allá de la amargura sin salida que transmiten Salman Rushdie o V.S. Naipaul. Su último trabajo, Llévame contigo (Seix Barral), es una novela dura, ambientada en un escenario duro: la Jerusalén actual.

Aunque David Grossman ha evitado cualquier mención al conflicto palestino, los protagonistas, dos adolescentes, tendrán que vérselas con el sórdido ambiente de la drogadicción. Juntos lucharán por rescatar a una persona débil de la lenta y dolorosa muerte de la marginalidad: la respetable alta sociedad, con los padres del drogadicto en pleno centro, prefieren mirar hacia otro lado. La ternura y la inocencia, con sus contrapartidas de dudas y dolor, logran abrir un hueco a la verdad que surge de un amor sacrificado y una causa noble. La clave para salvar al amigo es conseguir que éste comprenda el sentido de sus heridas y vuelva a confiar en la gente. Algo muy necesario por aquellas tierras. El libro demuestra, además, cómo se puede lograr la reconciliación de una familia herida: quizás debería leerlo algún que otro líder político.

Almudena Grande: «Los aires difíciles». Tusquets, 2002

Una lucha parecida sitúa Almudena Grandes en otro lugar mucho más cercano, tanto como las playas de Cádiz. Allí se sitúa Los aires difíciles (Tusquets). Sara Gómez y Juan Olmedo se encuentran y enamoran mientras intentan olvidar un pasado lleno de engaños y excesos, en el que la autora, por cierto, se recrea quizás demasiado en más de una ocasión: mal asunto cuando la prosa desatiende la trama para detenerse en el morbo.

Por lo demás, el resultado es una novela densa, que describe con minuciosidad cada recoveco de unos personajes atormentados, y con la que Grandes ha conseguido un tremendo, y sorprendente, éxito de ventas. Sorprendente porque no es ésta una obra de fácil consumo para el gran público. Aunque el ritmo engancha, sus inmensos párrafos, las intrincadas relaciones de los protagonistas con el resto de personajes y las casi 600 páginas son obstáculos a tener en cuenta. Conviene armarse de paciencia, y de una buena sombra, para hincarle el diente.

Andrea Camilleri: «La forma del agua». Salamandra, 2002

Una lectura más relajada nos llega con el italiano Andrea Camillieri, descubierto no hace mucho en España. La forma del agua es la primera novela de su comisario Montalbano, que le lanzó a la fama en su país y que ahora traduce Salamandra. El héroe se ve inmerso en un complicado caso que ha conmocionado la pequeña localidad siciliana de Vigàta: la muerte de un importante político y empresario.

Al hilo de la intriga, la sociedad de la isla se irá descubriendo como una densa trama de poder y ambición. Montalbano y sus ayudantes intentan poner algo de luz entre tanta oscuridad con más inteligencia y sentido común que fuerza bruta. La crítica política y social se desliza con suavidad sobre el entrañable carácter del protagonista, que engancha a la antigua usanza, la de los Poirot, Maigret y compañía. Y los colores y olores de la isla italiana saltan de las páginas con la vitalista luminosidad del Mediterráneo. Por no hablar de los sabores: los notables conocimientos gastronómicos de Camillieri ponen la guinda a las aventuras de un comisario muy aficionado al buen comer.

Arturo Pérez-Reverte: «La Reina del Sur». Alfaguara, 2007

Parecidos derroteros, igual de turbios y lamentablemente cercanos, transita Arturo Pérez Reverte en su última novela. La reina del sur (Alfaguara) es una voluminosa obra épica ambientada en el mundo del narcotráfico. Con ella, el autor demuestra su madurez en la estructura de la trama y la configuración de personajes. Teresa Mendoza es una ingenua joven de Sinaloa, una provincia mexicana marcada por las duras reglas de los narcotraficantes. La caída en desgracia y muerte de su novio contrabandista le obliga a huir a España, donde un cúmulo de circunstancias, unido a su gran sentido común e inteligencia, le hace prosperar en el negocio de La droga de La costa andaluza.

Su nunca olvidado origen mexicano y sus relaciones con las mafias rusas, colombianas, marroquíes y gallegas marcan el escenario de una globalización que muestra su peor cara, ésa que sólo entiende el color del dinero como criterio y la fuerza como camino hacia el respeto. Arturo Pérez-Reverte retrata los oscuros entresijos de este mundo con un fabuloso sentido del ritmo y una robusta documentación, que proporciona una verosimilitud que a veces incluso le acerca a los cánones del reportaje periodístico.

En él hay que hacer constar que el autor vuelve a caer en la fascinación por los personajes fuertes, a los que perdona todo a cambio de un estilo atractivo: Teresa Mendoza trafica con veneno, al margen de la ley, pero conserva la nobleza de su propio código de conducta y, sobre todo, ha sido empujada por un destino que nunca buscó. O lo que es lo mismo: los narcos tienen tirón como héroes románticos, sólo hay que tirar de relativismos morales varios para tapar su responsabilidad.

Émile Zola: «Obras selectas». Espasa, 2002

El estilo periodístico de buena parte de la novela recuerda por momentos las tendencias realistas que serpentean por el cuerpo de la literatura Contemporánea. Uno de los grandes precursores, Émile Zola, ha vuelto a la actualidad: en septiembre se cumplen cien años de su muerte. Espasa ha editado en su colección Austral Summa un lujoso volumen que incluye Thérèse Raquin, Germinal y Una novela experimental. En todas ellas aparece la marca del naturalismo, un estilo literario que pretendía mostrar al ser humano en !a ficción como en las cubetas de un laboratorio, de la forma más objetiva posible; el autor debía distanciarse lo máximo posible del texto y limitarse a describir las acciones de los protagonistas.

Así, Thérèse Raquin, la obra con la que Zola se inició en el naturalismo, disecciona la psicología de la pasión y el asesinato. El recuerdo de Camile Raquin, ahogado en el Serta, atormenta a su madre y a su viuda, Thérèse. Todos quieren creer que la desgracia llegó por accidente, pero la sombra de Laurent, un cínico amigo de la familia, irá desvelando una verdad mucho menos tranquilizadora, en la que la culpa, implacable, irá tomando el mando de la situación.

Germinal es una de las 20 novelas que componen el más ambicioso proyecto de Émile Zola: Los Rougon-Maquart, que se pretendía la historia natural y social de cinco generaciones de una familia bajo el Segundo Imperio. En Germinal se recrea la vida de los mineros en un contexto complejo, marcado por la injusticia social y la miseria. Europa vivía entonces una época difícil, en la que los goznes de un capitalismo aun en ciernes, muy imperfecto, hacían crujir los huesos de muchos seres humildes.

La novela experimental, por último, es un agudo ensayo en el que el autor francés, autor del legendario artículo J’Acusse, despliega todo su talento como crítico literario. Una habilidad que le valió tanta fama como enemigos, especialmente entre los escritores románticos, la diana favorita de sus comentarios más cáusticos.

Ramón M. del Valle Inclán: «Obras selectas». Espasa, 2002

Otro clásico que merece la pena revisitar es el gran Ramón María del Valle-lnclán. La editorial Espasa ha cubierto esta primavera un ominoso vacío de nuestras letras, que carecía de unas Obras Completas del inventor del esperpento. La ardua labor en la recopilación de textos de sus herederos, Javier y Joaquín del Valle-lnclán ha culminado en dos volúmenes caracterizados por el respeto a los textos originales, la exhaustividad y la estructura cronológica de las obras, que permite seguir el desarrollo de su estilo literario.

Aunque ambos tomos son excepcionales, quizás el segundo tenga mejor cabida en la maleta veraniega. Si el primero está dedicado a toda la prosa del excéntrico genio, el segundo recopila el teatro, la poesía y las incursiones en otros géneros menores. Su lectura permite un doble acercamiento a Valle-lnclán: por un lado, se puede releer a uno de los dramaturgos más originales y decisivos de nuestra historia, con obras como Luces de bohemia, una maravilla de ingenio y creatividad lingüística; por otro, descubre al poeta, el articulista de prensa, redactor de prólogos y cuentos. Además, el volumen remata en un enjundioso glosario que resume las expresiones y vocablos a los que Valle echaba mano cuando se ponía estupendo.

Carlos Pujol: «La pared amarilla». Pre-Textos, 2002

Para reponerse de las densas y poderosas páginas de los clásicos, nada mejor que un poco de poesía. Entre tanta penumbra literaria, La pared amarilla (Pre-Textos), del polifacético Carlos Pujol, es una buena oportunidad para mirar con nuevos ojos los colores que esperan en una época tan luminosa como el verano. En este breve pero delicioso poemario, Pujol rinde homenaje a su mujer, la pintora Marta Lagarriga, moldeando un monumento a la contemplación del arte.

Con un cuadro del flamenco del siglo XVIII Jan Veermer como punto de partida, despliega su inmensa capacidad para captar el matiz, la fugacidad, el suspiro estético del cuadro, que se funden con la entrañable cotidianeidad de los personajes que los habitan o podrían habitarlo. Las palabras justas, los versos precisos evocan «la luz insegura, pero fiel/que de puntillas viene a visitarnos / como un encantamiento».

Y, finalmente, auténtica poesía en prosa, llega una agradable sorpresa que también puede ayudar a equilibrar tanta agria desesperanza. En El mundo gira enamorado (Rialp), Rafael de los Ríos recupera uno de los personajes más apasionantes del siglo XX, Viktor Frankl, el psiquiatra judío de Viena que rebatió las tesis de Freud. De los Ríos hace una ágil semblanza de la época que marcó el desarrollo vital y profesional de Frankl: su deportación, en la cima de su carrera y recién casado, a un campo de concentración nazi.

Rafael de los Ríos: «Cuando el mundo gira enamorado». Rialp, 2002

Con el dinamismo de un guion cinematográfico, la vida de Frankl en Auschwitz se revela como un monumental canto a la esperanza. Sin dejarse vencer por la evidencia del horror, el psiquiatra saca fuerzas para aplicar entre los reclusos su teoría, la logoterapia, según la cual, lo que alimenta el alma de un hombre y le hace seguir adelante es la necesidad de encontrarle un sentido a su vida. Los interminables días en el campo de concentración, el sufrimiento como experiencia cotidiana se abren inesperadamente a un amor incondicional a la vida.

La anécdota que da título al libro resume todo el valor de la historia, el significado de toda una existencia. Abatido, vacío tras la liberación del horror nazi, Frankl encuentra un pendiente exactamente igual al que le regaló años atrás a su esposa, desaparecida en el Holocausto. En él, una inscripción dice: «El mundo gira enamorado». El psiquiatra de renombre mundial, el superviviente a la barbarie nazi, el personaje de este excelente libro acaricia el pendiente y piensa: «Está ligeramente abollado, pero aún así el mundo sigue enamorado».

Con lecturas como ésta, nadie debería tener derecho a la desesperanza. Sólo una mirada torcida provoca la incomprensión de lo que late en el mundo, de lo que late en los libros. «Leemos el mundo al revés y nos lamentemos de no comprender nada», dijo hace tiempo Rabrindanath Tagore.

Periodista y crítico literario