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La universidad española vive desde hace años en una permanente dicotomía: tiene a muchas personas que se ocupan de ella, que reflexionan sobre ella, que analizan con rigor sus diversos aspectos, que proponen innovaciones para su progreso, pero no parece tener en cambio una dirigencia política que se ocupe suficientemente de su presente y su futuro. Más allá de declaraciones retóricas de la importancia de la institución para el futuro del país, lo cierto y verdad es que la mayor atención se ha producido para efectuar severos recortes en su financiación y en su personal a partir del contexto de la crisis económica de 2008. Se hace, pues, muy difícil resultar original en una materia que tantos y tan buenos expertos tiene en los diversos ámbitos de la vida universitaria, y que tan certeros análisis han proporcionado sobre la misma en los últimos veinticinco años.

Una materia de gran trascendencia para la vida nacional en la que hay instituciones velando por su desarrollo integral, como la CRUE, o tratando de analizar su realidad, como la Fundación Conocimiento y Desarrollo, el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas de la Universitat de València, el Observatorio del Sistema Universitario de la Universitat de Barcelona o la Fundación BBVA, entre otros.

Por todo ello, me permitirán que más que un análisis pormenorizado, para el que además no hay espacio en este formato de artículo, realice unas someras reflexiones personales después de mis cuarenta años en la Academia y de mi paso por un rectorado y por la presidencia de la CRUE.

Muchas de las veces en las que se habla mal de la universidad española es porque existe un gran desconocimiento, que da lugar a tópicos que parecen imposibles de desarraigar de la opinión pública

Y lo haré tratando de evitar dos actitudes que, a mi entender, hacen daño a la universidad española por igual: hablar siempre mal de ella y hablar siempre bien de ella. Muchas de las veces en las que se habla mal es porque existe un gran desconocimiento de la universidad española que da lugar a tópicos que parecen imposibles de desarraigar de la opinión pública; mientras que en las ocasiones en que se habla demasiado bien a menudo se oculta una cierta resistencia para efectuar cambios de un cierto calado en la institución.

PROPIEDAD DE LOS CIUDADANOS

Me gustaría empezar haciendo dos precisiones que, a menudo, no se tienen suficientemente en cuenta. La primera es que la universidad no es un gasto ni un privilegio, sino una inversión social imprescindible para construir un Estado del bienestar que luche contra las desigualdades a través de la economía del conocimiento. Por eso, la universidad debe ser una institución al servicio de la renta individual pero también para la construcción de la ciudadanía y para el progreso del conjunto de una sociedad.

Y la segunda precisión tal vez puede parecer una obviedad, pero creo que es preciso recordarla: la universidad española no es propiedad de los universitarios, ni de los gobiernos, sino de los ciudadanos. Por eso debemos defender su autonomía y combatir el corporativismo adoptando siempre una actitud reformista proclive a la innovación y al cambio que deben identificar a la cultura académica y científica.

La universidad española actual vive en una triple realidad. La primera nos dice que disponemos del mejor sistema universitario que hemos tenido a lo largo de la historia de nuestro país. Un sistema labrado desde hace siglos pero que, en los últimos cuarenta años, ha experimentado un avance histórico exponencial situándose entre los mejores del mundo. La prosperidad de la sociedad española en las últimas cuatro décadas no se puede explicar sin la contribución de la universidad que la ha nutrido de millones de profesionales de todo tipo y condición. Un avance en el que han participado tanto los gobiernos y la sociedad española como, muy especialmente, las comunidades universitarias.  Por eso no me parece casualidad que en todas las encuestas de opinión  los universitarios aparezcan entre los colectivos mejor valorados por los ciudadanos.

La posición de la universidad española en los rankings internacionales más reconocidos es la razonable y aquella que le corresponde en función de los recursos que recibe y el entorno sociotecnológico en el que se encuentra y, contrariamente a lo que en ocasiones se afirma, muestra que la calidad del conjunto de nuestro sistema universitario es relativamente buena, aun cuando no se cuente con universidades en los primeros puestos en algunos de estos rankings globales que, como todos sabemos, tiene de suyo un mar de posibles matizaciones a realizar acerca de sus intenciones y sus resultados.

Si bien es cierto que este año tampoco ninguna de las universidades españolas se ha podido situar en el top 100 del ranking de Shanghái (obvio aquí las numerosas críticas que se pueden hacer a la naturaleza y contenido de este ranking), también es preciso recordar, en cambio, que se vienen ubicando en los últimos años unas 40 de nuestras 50 universidades públicas en el top 1.000 de este ranking y 13 en el top 500, lo que supone que un 80% de nuestro sistema universitario público se encuentra en el rango de las que se hallan entre el 5% de las mejor posicionadas del mundo, recordando que el número total de las existentes en el planeta se cifra en unas 20.000.

En una publicación del Foro Económico Mundial en la que se habla de «los países que ofrecen a sus ciudadanos la mejor educación superior», su autor, Kai Chan, identifica en ella a España como el séptimo país del mundo por el porcentaje de su número de universidades en el top 1.000 de las mejores universidades del planeta. De hecho, en el último ranking de Shanghái de 2020, de las quince mayores economías por PIB del mundo, solo Australia y el Reino Unido tienen más universidades en ese top que España (39 públicas y una privada).

En este punto conviene recordar, una vez más, que es bien clara la correspondencia entre las mejores universidades según los rankings internacionales y el nivel de los recursos con los que cuentan. Como se señalaba en una publicación al respecto en la revista Interciencia, las universidades situadas entre las ciento cincuenta mejores en el ranking de Shanghái disponen de unos presupuestos por estudiante significativamente mayores que los que tienen nuestras universidades, del orden de 4 a 5 veces mayores. Siendo una triste realidad que España invierte un 20% menos en estudiantes que la UE-23 y la OCDE.

Un joven español tiene el 20% más de posibilidades que un estadounidense de estudiar en una de las mil mejores universidades del mundo

En cualquier caso, un joven español tiene un 17% de posibilidades de ir a una universidad bien situada en los rankings, mientras que un alemán dispone de un 13% y un estadounidense de un 8% (los británicos son los primeros con un 25% y los españoles los séptimos). Es decir, un joven español tiene el 20% más de posibilidades que un estadounidense de estudiar en una de las mil mejores universidades del mundo. De hecho, el 93% de los estudiantes de las universidades públicas están en esa élite de universidades. Y como bien dice igualmente Kai Chan: «Lo más importante para el ciudadano promedio de un país no es si tiene universidades entre las diez primeras del mundo, sino más bien la calidad de las universidades a las que probablemente sus hijos asistan». En definitiva, tenemos uno de los diez sistemas más equitativos del mundo, y eso creo que todos lo debemos celebrar aunque, desde luego, no esté exento de importantes mejoras.

Estos datos vienen a constatar dos evidencias importantes. La primera es que en España hemos sabido afrontar con éxito la equidad social en el acceso de nuestros jóvenes a una vida universitaria de calidad. Hecho que, como todo el mundo reconoce, es uno de los más eficaces mecanismos de ascenso en nuestras democracias. En los últimos cuarenta años, la universidad española ha experimentado un gran crecimiento y ha contribuido claramente a la necesaria cohesión social y territorial de España. Hemos pasado de los apenas 700.000 universitarios de los años 70 a los cerca de millón y medio que actualmente se forman en nuestras 84 universidades (50 públicas y 34 privadas). Esta vertebración académica del territorio nos ha permitido ayudar sobremanera al desarrollo regional y a superar el objetivo de tener un 40% de la población entre 30 y 34 años con estudios superiores que marcaba el programa europeo 2020.  Aun así, debemos reconocer que tenemos un 7% menos de jóvenes que acceden a la vida universitaria que la OCDE y un 6% menos que la UE-23.

La segunda evidencia es que también vamos consiguiendo una mayor excelencia docente, como bien lo prueba que nuestros egresados y nuestros investigadores sean muy bien aceptados en todas las partes del mundo y que en general sean bien acogidos por profesionales y empresas según las sucesivas encuestas de empleabilidad de La Caixa. Ello demuestra que, en general, existe una formación más que aceptable en nuestras universidades.

Los rigurosos informes que anualmente presenta CRUE sobre la universidad española en cifras, testimonian un claro avance en la mejora del rendimiento académico en nuestras instituciones académicas en todas las ramas del conocimiento del orden del 20% en el transcurso de los últimos cinco años. Y esa mejora notable de la formación con la metodología de Bolonia ha tenido lugar pese a tener menos dinero que antes de esa nueva realidad académica y mucho menos que otros países que han puesto bastantes más recursos para aplicarla.

En resumen, las universidades españolas han vivido un amplio y profundo proceso de transformaciones durante el período democrático. Han aumentado significativamente su número. Se han duplicado los estudiantes. La investigación ha crecido a niveles nunca alcanzados en nuestra historia contribuyendo claramente al progreso económico, social y territorial de España. La calidad académica es cada vez mayor. Y, finalmente, todo ello lo han realizado al mismo tiempo que democratizaban sus estructuras y órganos de gobierno y de participación. Siendo mérito de muchos, no tengo duda alguna de que el mayor protagonista de estos cambios ha sido el personal universitario.

La segunda gran realidad en la que vive la universidad española es bastante menos complaciente porque nos dice que en los últimos años la situación se ha ido deteriorando cada vez más. No es esta la ocasión para levantar un memorial de agravios, pero en aras de que resulte creíble mi afirmación, es preciso establecer cuatro constataciones.

La primera es que hemos perdido en financiación pública un 21% entre 2008 y 2019. Es verdad que no todo es dinero, pero todavía es más cierto que casi nada importante se puede hacer sin dinero. Como nos recordaba en uno de sus últimos informes la Fundación CyD, España dedica un 18% menos de recursos a la educación superior en términos de porcentaje de su PIB (1,28) que la media de la OCDE (1,56).

Una segunda constatación es que hemos tenido en los últimos ocho años una enorme baja de efectivos en las plantillas de las universidades públicas que urge recuperar para poder renovarlas con savia nueva y rejuveneciéndolas. Entre 2008 y 2019 hemos perdido un 4% del personal universitario. Y como consecuencia de esta lamentable situación, en el ámbito del profesorado las universidades se han visto obligadas a utilizar de forma incorrecta las figuras del asociado o del visitante, creando una gran bolsa de jóvenes profesores con remuneraciones vergonzosas, a quienes además no se les ofrece ningún futuro académico.

Un tercer testimonio nos dice que, en referencia a los precios de las matrículas de las universidades públicas, somos el cuarto país más caro de Europa detrás de Gran Bretaña, Irlanda y Holanda, teniendo en contrapartida un gasto en ayudas al estudio que únicamente llega al 40% de la media de los países de la OCDE. O, dicho de otra forma, las ayudas al estudio representan un 0,11% del PIB en España frente a una media del 0,31% del PIB en la OCDE.

Después de Portugal, somos el país de la UE  que menos gasta en I+D, y eso significa menos investigación, menos innovación, menos competitividad, menos empleo

De esta manera, la elevación del precio de las matrículas de los últimos años, sin la correspondiente elevación en las becas y ayudas al estudio, ha hecho que en la financiación universitaria el peso de la aportación de las familias y de las propias universidades se haya elevado, alejándonos del modelo de menores tasas y más becas y ayudas al estudio de la Europa continental y del norte en el que nos veníamos situando. Modelo que se fundamenta en la aceptación de la educación superior como un bien social colectivo y no solo para los individuos, idea central que pretende facilitar una mayor igualdad de oportunidades. Esperemos que las medidas de mejora que ha introducido el actual Gobierno español en este asunto hayan venido para quedarse, aunque nos parece que, en general, todavía existe mucho camino por recorrer en precios de matrícula y en ayudas al estudio, especialmente en el caso de algunos gobiernos autonómicos. Y, en cualquier caso, la posible reducción de las tasas académicas no debe ir nunca a costa de los presupuestos universitarios porque sería desvestir un santo para vestir otro.

Y una cuarta prueba se refiere al retroceso en ingresos para la investigación en nuestras universidades, que está siendo abrumador. Según el último informe de la CRUE, entre 2008 y 2015, tales ingresos han descendido en un 30% en la financiación privada y 21% en la pública, cifras que no parecen haber mejorado en absoluto en los últimos cinco años. Después de Portugal, somos el país de la Unión Europea que menos gasta en I+D. Y eso significa menos investigación, menos innovación, menos competitividad, menos empleo y la puesta en peligro de numerosos grupos de investigación de excelencia después de los años y esfuerzos que ha costado construirlos.

Pero hay también una tercera realidad que hemos de abordar con urgencia: la reforma de la universidad española. Como toda institución centenaria, precisa mejorar la calidad de sus prestaciones. Y ello debemos hacerlo teniendo presente tres frentes de actuación: las personas, las funciones a realizar y la manera de organizar la universidad.

Y no menos presente debemos tener que dicha reforma debe hacerse despolitizándola con respecto a los intereses partidistas, evitando el cortoplacismo y construyendo un consenso en torno a un modelo que devenga estructural y ampliamente aceptado para que dure en el tiempo y tenga estabilidad suficiente para dar sus frutos. Un modelo que debe ser construido acertando en el diagnóstico, dejando a un lado los falsos problemas, acordando estrategias comunes y poniendo a trabajar conjuntamente a todos los agentes: universidades, gobiernos, empresas y sindicatos.

Creo que nuestra universidad debe ser la columna vertebral del progreso de España al ser capaz de aumentar y sostener la calidad de vida de los españoles. Lo que significa que debe contribuir a las siguientes funciones: conseguir un crecimiento económico inteligente, sostenido e integrador; lograr aumentar el empleo de calidad; luchar contra las desigualdades sociales; fomentar el mérito y la igualdad de oportunidades; ayudar a la cohesión social y a conseguir el equilibrio territorial; y colaborar en detener el cambio climático y alcanzar la sostenibilidad energética.

Me parece muy importante que seamos conocidos por nuestras universidades y no solo por tener buenos cocineros y buenos deportistas

 Pero también me parece muy importante que la universidad española contribuya a mejorar la reputación internacional de España y a que seamos conocidos por nuestras universidades y no solo por tener buenos cocineros y buenos deportistas. Me gustaría pensar que no es una utopía que España sea reputada en el mundo entero por ser un centro mundial de una rigurosa investigación y de una formación de calidad.

Para responder a todos esos ambiciosos objetivos que la sociedad nos señala, los universitarios debemos situarnos ante nuestras propias responsabilidades de crear ciencia, tecnología y cultura; de generar talento con una formación de calidad, permanente y polivalente; de fomentar un espíritu ciudadano crítico, creativo, riguroso y emprendedor, capaz de levantar empresas, dirigir las instituciones y desarrollar los derechos humanos gestando una ciudadanía comprometida con la sociedad.

Desde esta perspectiva, hay que poner con urgencia sobre la mesa bastantes cuestiones que los universitarios debemos mejorar en el funcionamiento interno de nuestras instituciones. Déjenme que señale solo algunas que considero más importantes. Precisamos más financiación pública y privada. Se necesita un plan plurianual de financiación que atienda a las necesidades de cada universidad, así como a los resultados logrados sobre los objetivos señalados. Un plan que permita una adecuada planificación estratégica a nuestras universidades, garantizando la debida suficiencia financiera para el desarrollo de su actividad, y que facilite en especial la necesaria captación y atracción de talento, lo cual, sin los recursos debidos, resulta imposible. En este sentido, creo que debemos explorar con mayor detalle los contratos-programa con financiación basal y por objetivos a conseguir.

Debemos igualmente seguir adaptando mejor nuestras ofertas curriculares a la demanda social para aumentar la inserción laboral de nuestros egresados. Es necesario un razonable ajuste de nuestra oferta de títulos buscando una respuesta más adecuada a las demandas de la sociedad y de un mercado mucho más dinámico y cambiante, es decir: a las peticiones de los ciudadanos, las instituciones y las empresas.

Ello requiere pensar en intensificar la flexibilidad de los currículos y en mejorar y definir mejor las prácticas internas y externas; al igual que las competencias transversales, como, por ejemplo, el trabajo colaborativo en grupos, la estrategia multidisciplinar o el dominio de otras lenguas. Elementos de un conjunto cuyo fin último es la construcción de unos títulos que contengan métodos didácticos que incorporen la enseñanza virtual, la online y la dual a partir del concepto de aula extensiva capaz de ofrecer diversos servicios pedagógicos a los alumnos. También precisaremos abordar la transformación digital como un cambio sustancial en lo organizativo y en lo cultural dentro de la vida universitaria.

En este objetivo de revisión de la oferta académica bueno es recordar, sin embargo, el esfuerzo que en esta dirección se ha venido realizando y que sin duda debe continuar e intensificarse. Con la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior, nuestras universidades lograron mejorar el ajuste de su oferta de títulos con la demanda de los mismos, reduciendo el porcentaje de títulos que se ofertaban con menos de veinte alumnos, que pasó de un 18% de las titulaciones ofrecidas en el curso 2008- 2009 al 12% en el curso 2015-2016. Por último, en este asunto de la oferta y demanda de estudios, no debemos olvidar la necesidad de aumentar el número de graduados que continúen con sus estudios de máster: España, con menos de un 15%; UE-23, con un 21%; y OCDE, con un 23%. Todo ello, por supuesto, recordando que hay una serie de estudios estratégicos que deben estar a salvo de la demanda empresarial o social concreta porque se consideran en sí mismos esenciales para el armónico desarrollo de la Humanidad.

Necesitamos un gran acuerdo consensuado sobre un nuevo estatuto del Personal Docente Investigador (PDI) que lleve a cabo una ambiciosa reforma para mejorar la política de profesorado

 Y no menos necesitamos un gran acuerdo consensuado sobre un nuevo estatuto del Personal Docente Investigador (PDI) que lleve a cabo una ambiciosa reforma por parte de las autoridades gubernamentales para mejorar la política de profesorado consiguiendo que sea global, moderna y dinámica, capaz de forjar unas plantillas potentes de docentes e investigadores que puedan liderar la necesaria modernización permanente de las instituciones universitarias y formar a los dirigentes del mañana. En buena medida, las universidades han estado prisioneras de la falta de una mejor definición de una adecuada carrera profesional para el profesorado y, sobre todo, de los recursos económicos que les permitieran asumir su plena corresponsabilidad para diseñar sus propias políticas con respecto a las plantillas académicas.

El resultado final es bien conocido: progresivo envejecimiento del conjunto del profesorado permanente que impide el necesario relevo generacional; pérdida dramática de talento nacional; precarización de determinados colectivos de profesorado (especialmente los falsos asociados) que han llegado a formar un verdadero proletariado académico; enormes dificultades para atraer talento internacional; y, por último, numerosas trabas a la movilidad de docentes e investigadores entre las universidades de la propia geografía española.

Pues bien, ante esta poco halagüeña situación, la iniciativa que parece poner en marcha el Ministerio me parece que representa una gran oportunidad. A saber: la posibilidad de fijar una nueva carrera profesional que continúe siendo transparente, basada en el mérito y la capacidad, que se articule mediante una entrada de gente joven doctora, con ganas de construir su propio proyecto como docentes e investigadores y que disponga de oportunidades de inserción en los claustros universitarios que no dependan de su capacidad de resistencia económica para conseguirlo sino de su esfuerzo y talento.

Ello permitiría el necesario relevo generacional, así como la forja de buenos profesores con el tiempo suficiente de dedicación a la docencia y a la investigación. Igualmente, se daría solución al problema de la inmoral situación de determinados ámbitos del profesorado y al hecho lamentable de llegar a la consolidación académica a edades demasiado provectas. Finalmente, se posibilitaría la concurrencia de profesores extranjeros en nuestras aulas.

La entrada de estas nuevas adquisiciones, con concursos públicos abiertos y transparentes, debe permitir a cada universidad asumir su propia responsabilidad, producto de su autonomía, a la hora de seleccionar las mejores candidaturas para su propio proyecto académico e institucional.

Aquí, a mi juicio, como sucede en la gran mayoría de los países europeos, resulta muy importante que el inicio de la carrera académica no exija una acreditación previa para presentarse a los concursos, pues ello ha sido, en parte, lo que ha conducido al callejón sin salida actual. Esta figura de entrada en la carrera profesional me parece absolutamente necesaria y por ello debe tener unas condiciones laborales dignas y un futuro posible, siempre sujeto al interés objetivo de cada universidad, que debe ser, en última instancia, la que se arriesgue en la selección de un profesorado con el que deberá competir por el prestigio académico en un marco universitario global.

 Como sucede en otros entornos europeos, necesitamos asimismo un significativo aumento de la inversión pública y privada en investigación

 A partir de este inicio en la carrera académica, la consolidación debe continuar exigiendo una acreditación externa previa, rigurosa y homologable a la del resto de países de nuestro entorno por lo que se refiere a las exigencias de capacidad tanto docente como investigadora. Esta acreditación debería permitir la consolidación como profesor titular de universidad. Soy de los que defienden que el núcleo del profesorado de nuestras universidades públicas debe estar formado por profesores permanentes, porque ello garantiza mejor la libertad de cátedra y la continuidad de los proyectos docentes e investigadores que vertebran cada institución universitaria. Finalmente, el reconocimiento de una amplia y contrastable labor de calidad en la formación de estudiantes y de excelencia en la producción y transferencia de conocimiento, debe conllevar a que los profesores titulares de universidad puedan presentarse a un concurso público, igualmente abierto y transparente, de catedrático.

En cuanto a la empleabilidad de los egresados, las universidades hemos asumido progresivamente un mayor protagonismo, pero debemos todavía aumentarlo mucho más. Es bien cierto que no tenemos que ser el INEM, pero adquirimos sin duda una clara responsabilidad sobre el futuro laboral de nuestros estudiantes. La formación universitaria proporciona una mayor facilidad de empleo, por lo que la universidad, lejos de alejarse de la cultura del emprendimiento, se configura en la actualidad como uno de los ecosistemas que favorecen su mayor calidad con mejores valores. Una formación de nuestros universitarios que debe ser obviamente integral para la creación de ciudadanos y no meramente utilitarista pensando solo en el ejercicio de una profesión.

Como sucede en otros entornos europeos, necesitamos asimismo un significativo aumento de la inversión pública y privada en investigación. Cuando el objetivo para Europa tras la cumbre de Lisboa es que se alcance el 3% del PIB en investigación (1% público y 2% privado), por el momento en España únicamente llegamos al 1,21, representando solo un 57% de la UE-28 que es del 2,07, cuando el sistema universitario supone casi el 75% del total de la investigación española. Y precisamos también mejorar en nuestro mecenazgo, para lo cual es imprescindible una ley que lo regule adecuadamente y una cultura empresarial que vea en la universidad una forma de invertir en su propio progreso y de obtener mayores beneficios para el mañana.

Precisamos también reforzar con urgencia nuestra capacidad de transferencia de conocimiento hacia el tejido productivo e institucional. Debemos fomentar la transferencia de conocimiento para una mayor innovación. Necesitamos más patentes, más spin-offs y más start-ups. Nuestros buenos indicadores en investigación no tienen todavía una correspondencia mínima con la transferencia de conocimiento que desarrollan nuestras entidades académicas.

Somos la décima potencia investigadora del mundo y ocupamos el lugar veintidós en innovación. Así, por ejemplo, si hablamos de producción de patentes no llegamos a representar el 1% de la producción mundial. Ahora bien, para contextualizar debidamente este dato, hemos de recordar que está muy relacionado con el nivel y las características del entorno tecnológico y del tejido productivo en el que nuestras instituciones desarrollan su labor, ya que si bien en nuestro país el peso de las actividades basadas en el conocimiento ha ido creciendo en nuestra economía productiva –como bien indican diversos informes–, todavía dista de los países más desarrollados, donde el peso de estas actividades es mayor, siendo por ello más fácil transferir y valorizar el conocimiento que producen sus instituciones académicas. Esperemos que los tramos de transferencia para el PDI que CRUE y el Ministerio aprobaron hace más de un año, ayuden a una mayor transferencia de conocimiento de la universidad a la sociedad porque este es uno de los grandes problemas que España tiene para continuar progresando y no perder el ritmo de los países más punteros.

Hemos de reconocer sin ambages que la internacionalización de nuestra universidad no está al nivel que le correspondería

Hemos de reconocer sin ambages que la internacionalización de nuestra universidad no está al nivel que le correspondería. Es verdad que en el programa Erasmus somos el destino más atractivo para los estudiantes europeos y el tercer país por número de envío de discentes a otros países continentales, pero nuestra movilidad académica hacia el exterior es más baja que la de otras naciones desarrolladas. De este modo, el porcentaje de estudiantes extranjeros en sus aulas es superior al nuestro, especialmente en los grados, donde el diferencial es importante si nos comparamos con otros países europeos como Reino Unido o Francia. Eso significa que debemos aumentar nuestra capacidad de atraer estudiantes extranjeros, especialmente latinoamericanos, y mejorar la salida de los estudiantes españoles.

Y para ambas cosas debemos incrementar y mejorar nuestra docencia en inglés, pero también facilitar en mucha mayor medida las estancias de profesores españoles en centros foráneos y captar más talento internacional aumentando la presencia de profesores de otros mundos académicos y creando las condiciones laborales necesarias.

Solo diez universidades españolas superan el 5% de profesores extranjeros, mientras Francia tiene como media un 14% y Reino Unido un 20%. Se trata, por tanto, de una tarea de Estado de carácter pluridisciplinar que requiere un nuevo marco normativo para poderse desarrollar.

Debemos, finalmente, reformar nuestro sistema de gobierno para hacerlo más ágil y operativo, teniendo como bases la transparencia y la rendición de cuentas. No debemos confundir autonomía con autogobierno. Según el último informe de la Asociación Europa de Universidades, elaborado en 2017 para 29 países europeos, España ocupa el lugar 24 en autonomía universitaria referida a financiación, gestión académica, organización y personal. Hemos de ganar en autonomía y perder en regulación para que los claustros universitarios sientan la presión de tener que tomar decisiones acertadas para el futuro de sus instituciones. Ahora, como casi todo viene regulado, en realidad los claustros no sienten que el futuro de su universidad dependa de ellos y de su trabajo orgánico-institucional. Ahora todo parece ser «culpa» de los gobiernos cuando hablan los rectores, y «culpa» de los rectores cuando habla la comunidad universitaria.

Necesitamos más autonomía en la contratación del profesorado, captación de talento, contratación de Personal de Administración y Servicios (PAS), selección de nuestra oferta de estudios y retribución de nuestro personal. ¿Saben ustedes cuánto le queda a un rector de libre disposición en sus presupuestos para hacer política universitaria propia? Pues no más allá del 5% en cualquier universidad pública española.

MÁS AUTONOMÍA REAL Y MENOS REGULACIÓN

Así pues, manteniendo un marco legal mínimo a nivel estatal y autonómico, debemos permitir que cada universidad pueda definir su modelo de gobernación ajustándolo al tipo de universidad que quiera ser mediante la reforma de sus propios estatutos. Creo que hay una hipótesis que puede formularse así: más autonomía real y menos regulación es igual a más responsabilidad y más implicación de los universitarios.

Actualmente, rectores y comunidades universitarias saben que casi todo depende en última instancia de los políticos y sus políticas. Durante mi ejercicio de rector, a menudo me he sentido más el vicerrector de los secretarios generales de universidades que el máximo dirigente de mi comunidad, a pesar de haber sido elegido por voto popular ponderado. La autonomía universitaria debe pasar de estar consagrada en la Constitución a ser una realidad en la vida académica. Debemos ir hacia un sistema de gobierno menos tutelado que mantenga la participación de la comunidad universitaria y de la sociedad (soy un firme defensor de los consejos sociales si cumplen sus funciones, como, entre otras, buscar recursos); sin tener que sacrificar por ello la eficacia, la eficiencia, la operatividad y la agilidad de gestión, cualidades que se precisan para enfrentarse con éxito a la actual misión académica en un marco de competencia con otros sistemas universitarios mundiales que se muestran bastante más ágiles. No hay sistema de gobierno perfecto, pero el nuestro es sin duda mejorable.

En resumen: más y mejor financiación; más personal docente e investigador con reconocibles horizontes profesionales y buenas retribuciones; más autonomía, calidad y flexibilidad en la gobernación; mayor adaptación entre oferta y demanda de titulaciones; más docencia polivalente; más transferencia de conocimiento; mayor preocupación por la empleabilidad de los egresados y mayor internacionalización. De hecho, si hasta la fecha la universidad española ha ido manteniendo el tipo ha sido gracias al esfuerzo de las familias haciendo frente al aumento de las matrículas y al esfuerzo de las universidades y los universitarios dedicándose a suplir las bajas de personal para ofrecer la misma calidad y los mismos servicios a la sociedad y a los estudiantes, además de múltiples ayudas complementarias para estos últimos.

 No se puede pedir que juguemos en la Champions League y que los presupuestos sean de equipos de tercera división

Todos sabemos que esta situación es difícilmente soportable y que la universidad española no puede esperar ni un día más. No podemos alcanzar una democracia de calidad y mantener nuestro Estado del bienestar con una universidad precarizada en inversiones, en financiación basal y en personal. Se debe exigir a los universitarios el puntual cumplimiento de sus esenciales funciones, pero para ello se necesita dotar a la universidad de los recursos precisos más allá de la retórica política habitual sobre su capital importancia, que contrasta palmariamente con la poca atención que recibe.

No se puede pedir que juguemos en la Champions League y que los presupuestos sean de equipos de tercera división. No debería ser necesario seguir repitiendo que no habrá un buen futuro para España si no hay un buen futuro para nuestra universidad. No debería ser necesario volver a repetir que precisamente por eso la universidad es una cuestión de todos y por eso la universidad es una cuestión de Estado.

Sí, una cuestión de Estado, porque los universitarios debemos ayudar a alcanzar las metas que considero que son las más importantes para el progreso futuro de España. Primero: sostener un crecimiento económico inclusivo, así como el desarrollo social y el auge territorial de España. Segundo: continuar la senda de progreso civil de los principales países de Europa a través de asegurar el Estado del bienestar. Tercero: afrontar con garantías la sociedad del conocimiento y no quedar derrotados por la galopante e imparable globalización. Y cuarto: mantener la cohesión social asegurando la promoción social a través del mérito y la igualdad de oportunidades.

Creemos que es necesaria una nueva Ley de Universidades, como solicitó la CRUE en el Congreso, con la anuencia de los principales agentes sociales

Por todo ello, creemos que es necesaria una nueva Ley de Universidades, tal y como solicitó la CRUE en el Congreso de los Diputados hace dos años con la anuencia de los principales agentes sociales. A mi criterio, esa nueva ley debería consensuar el mantenimiento de los siguientes equilibrios desde una perspectiva reformista de la universidad española.

Primero: mantener el equilibrio entre el acceso de los estudiantes y el aumento de la excelencia académica del sistema universitario español. Segundo: preservar la participación de la comunidad universitaria, pero aumentando y mejorando la presencia de la sociedad. Tercero: promover la participación de la comunidad universitaria, pero con un rectorado con más poder y una gestión con menos horizontalidad y más verticalidad. Cuarto: aumentar la eficacia y la eficiencia de la universidad española, pero manteniéndola como un sistema dedicado al bienestar que no deje de lado la lucha contra las desigualdades, la promoción de los individuos, la cohesión social y el desarrollo regional. Y quinto: aspirar a un mayor prestigio internacional, pero sosteniendo la idea de que es más importante la calidad del conjunto del sistema universitario español que el hecho de que haya dos o tres universidades entre las cien primeras.

En definitiva, no estamos tan mal, pero debemos y podemos estar mucho mejor porque tenemos potencial para ello y no existe ninguna maldición bíblica que lo impida. Y, sobre todo, porque el progreso sostenido de la sociedad española lo demanda. Después de mucho tiempo en que ha sido la propia universidad la que lo ha solicitado, pienso que ha llegado la hora del acuerdo social para pedir a la política, es decir, a nuestros parlamentarios, que consensúen sin más dilaciones un Pacto de Estado por la enseñanza superior en España. Creo que con ello ayudaremos a asegurar el futuro de las próximas generaciones de españoles.

Catedrático de Historia Moderna, exrector de la Universitat de Lleida y expresidente de la CRUE.