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Parece que fue Alexis de Tocqueville en el capítulo VI de la primera parte de La denwcracia en América (1835) el primer estudioso y político que afirmó que en Inglaterra la Constitución no existe. «En Inglaterra, dice, se reconoce al Parlamento derecho para modificar la Constitución. En Inglaterra, por lo tanto, la Constitución puede cambiar continuamente o, mejor dicho, no existe. El Parlamento es a  la vez cuerpo legislativo y cuerpo constituyente».

Treinta dos años más tarde, Walter Bagehot publicó en forma de libro sus ensayos sobre la Constitución inglesa, que han sido desde entonces el texto de cabecera de estudio sos, políticos y soberanos de aquel país. La Constitución Inglesa de Bagehot, un ilustre periodista y pensador, no es, por supuesto, un texto legal, sino una obra política que describe el funcionamiento del «gobierno» en el Reino Unido. En él se examina, dice el autor, una Constitución viva, «una Constitución que está efectivamente vigente». En la primera página de su obra, Bagehot reconoce que sobre la Constitución inglesa se ha escrito mucho. Pero justifica la conveniencia y aún la necesidad de un libro como el suyo con unas palabras de Stuart Mill: «siempre queda mucho por decir de todos los grandes asuntos».

Como si quisiera corroborar las palabras de Mill y siguiendo a Bagehot, Vernon Bogdanor, un don de Oxford, profesor  de «Govemment» en esa Universidad, ha publicado hace muy pocos meses un excelente manual universitario sobre uno de los capítulos principales de esa «no escrita» Constitución británica. En él se estudia la Corona y su lugar y sus funciones en el sistema político inglés.

El autor ha escrito otros libros de Ciencia política y Derecho constitucional, probablemente centrados todos ellos en tomo a instituciones inglesas. En este se advierte que las referencias a otras estructuras y experiencias políticas, salvo las británicas (comprendidas entre ellas las de la Commonwealth) son muy superficiales. En esta obra, a España se la menciona solo tres veces, de pasada, y como una monarquía más de Europa, sin ninguna referencia a su singularidad. El «hispanismo» del autor es más bien corto. En algún lugar (pág. 241) afirma que «la colonización española en América del Sur, la francesa en Canadá y la holandesa en Suráfrica no fueron ni tan amplias como la inglesa ni lo bastante entusiastas (sic!) para hacer posible una «Commonwealth» o comunidad de naciones». Aduce como prueba de la superioridad cultural de la «Comunidad» británica que cuando se reúnen sus Jefes de gobierno no necesitan intérpretes. Bogdanor, que ha escrito un buen libro que será útil para estudiosos y políticos de otras monarquías, como la misma española, no ha reparado en que los Presidentes iberoamericanos, el  filipino, y el  Rey de España cuando se encuentran  en las cumbres iberoamericanas se entienden bastante bien en castellano.

Una primera consideración que se deduce de la lectura de Bogdanor, es que la monarquía británica es una institución viva y eficaz. Es un símbolo operativo de la identidad nacional. No es solo una referencia comúnmente aceptada, ni mucho menos la guinda que remata la tarta. Es la fuente de legitimidad de los distintos poderes y, junto con el Parlamento, representa a toda la nación. El poder ejecutivo corresponde al gobierno, o más precisamente al «Gabinete» realmente dirigido por el Primer Ministro, con todas las delegaciones legislativas que suele recibir del Parlamento, y que son mucho más amplias que en otros países. Pero sigue vigente la observación de Disraeli en 1872 de que «los principios de la Constitución inglesa no contemplan, de ninguna menera, la ausencia de una efectiva influencia del Soberano».

Bogdanor recoge un texto de Bagehot que considera capital como explicación práctica de la relación entre rey y gobierno. «Un rey de buen sentido y sagaz no querría tener otros poderes que el derecho a ser consultado, el derecho de aconsejar y el de advertir. Encontraría que no disponiendo de otros, podría usar de estos con gran eficacia. Diría a su ministro: la responsabilidad de estas medidas es de usted. Lo que usted crea mejor es lo que habrá que hacer. Lo que usted decida tendrá mi completo y efectivo apoyo. Yo no me opongo. Es mi deber no oponerme. Pero observe que yo le hago  esta advertencia…» «Suponiendo, sigue Bagehot, que el rey tenga razón, como frecuentemente ha de ocurrir, y que posea, como es normal en los reyes, cierto don para expresarse con eficacia, el ministro habrá de tener en cuenta lo que ha oído. Puede que no siempre las palabras del Soberano cambien el curso de sus decisiones, pero siempre habrán causado una profunda impresión en su ánimo». Los reyes además suelen tener más dilatada experiencia que sus ministros. Jorge v dijo alguna vez: «yo no soy un hombre muy inteligente, pero si habiéndome encontrado en la vida con tantos talentos eminentes no hubiera sacado nada de ellos, sería un completo idiota».

Particular interés para el funcionamiento de las monarquías constitucionales tiene el capítulo 3, sobre la influencia del rey, las prerrogativas de la Corona y la relación con el Primer Ministro.

Un lector español no puede omitir una observación histórica. Dice Bogdanor que la dinastía inglesa es la más antigua de Europa, salvo quizá la danesa, porque se remontaría al siglo IX. La española  proviene con impecable continuidad de los primeros reyes de Asturias, o sea de principios del vm. Alfonso Iy una hermana de Pelayo son los cuarenta y algo abuelos de Don Juan Carlos. A principios del IX el primer conde independiente de Barcelona, Vifredo el Velloso, es también antepasado suyo, igual que los más antiguos príncipes de Aragón y de Pamplona. En la dinastía española confluye la sangre de los reyes de los más antiguos Estados cristianos de la Reconquista. Antonio Fontán.

Fundador de Nueva Revista