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A modo de introducción quiero advertir que no pretendo en estas líneas reproducir el programa de reformas de la Justicia que presenté a la sociedad española, la mayoría de las cuales no llegaron a convertirse en leyes, durante los años que estuve al frente del Ministerio de Justicia. Eso habrá de quedar para un debate más técnico que desgraciadamente sigue aplazado en España.

Creo que en un monográfico como este, dedicado a la regeneración democrática, más que las necesarias reformas estructurales de la Justicia, conviene analizar el más relevante punto que en mi análisis de la realidad jurídica y judicial española justifica una urgente innovación. Me refiero a la politización de la Justicia, un problema de graves consecuencias para toda democracia liberal digna de tal nombre, al menos desde que Montesquieu enunció el principio de la separación de poderes.

Esta politización debe, con todo, ser delimitada en sus distintas facetas, de las que sobresalen dos: de un lado, el traslado del enfrentamiento partidista que se produce en el ámbito parlamentario al órgano de gobierno del Poder Judicial como consecuencia de la elección de sus miembros por el Congreso y el Senado. De otro, la presión que determinados políticos ejercen sobre los órganos judiciales con el fin de intentar condicionar sus decisiones y que en los últimos tiempos, por parte de los políticos separatistas catalanes, se ha traducido en actos auténticamente insurreccionales.

LA INFLUENCIA DE NEWTON

El primer punto afecta de lleno al principio de separación de poderes y a la regulación de la interactuación entre los mismos. El espíritu liberal que inspira el principio de separación de poderes desde el siglo XVIII no lo reduce al mero aislamiento de unos poderes respecto a otros, sino que introduce un matiz muy importante de equilibrio y contrapeso entre ellos, entre toda clase de poderes, para que ninguno se vuelva asfixiante o hegemónico en una sociedad y en un Estado democrático, donde deben existir espacios amplios de acción e intercambio, espacios, en definitiva, de libertad. No en vano, estamos ante una noción que le debe mucho al sistema gravitacional descrito por Newton, altamente influyente en la época de Montesquieu. La imagen de unos cuerpos que orbitan unos en torno de otros o alrededor de un tercero, sin inmiscuirse en sus trayectorias, pero haciendo sentir su masa, desde una respetuosa distancia en la que la interacción de todos coloca a cada cual en su sitio natural y otorga estabilidad al conjunto. No se trata, pues, de una simple indiferencia, de un aislamiento ciego.


El espíritu liberal que inspira el principio de separación de poderes no lo reduce al mero aislamiento de unos poderes respecto a otros, sino que introduce un matiz de equilibrio y contrapeso entre ellos.


Es importante aclarar que cuando hablamos de la llamada politización, como consecuencia de la elección parlamentaria de su órgano de gobierno, esta no afecta a la independencia de cada juez y cada magistrado. Estos tienen garantizada constitucionalmente su independencia, no solo frente a los otros poderes del Estado, sino incluso frente a los órganos superiores del propio Poder Judicial que solo podrán corregir sus decisiones mediante el sistema de recursos legalmente establecido, pero jamás interferir en su autonomía de decisión. La politización afecta al órgano de gobierno de la Justicia, al Consejo General del Poder Judicial, pero su influencia en el funcionamiento de la misma es inmenso, más por las facultades de nombramientos del Consejo que por las disciplinarias.

Vamos a abordar el problema analizando conjuntamente la titularidad del Poder Judicial y la necesaria legitimidad democrática que el Consejo, como todo órgano constitucional, debe tener.

El titular del Poder Judicial, como de todos los poderes del Estado, es el pueblo español. Cuando se afirma que jueces y magistrados son «titulares» del Poder Judicial no se puede interpretar como excluyente del principio de soberanía nacional establecido en el artículo 1 de la Constitución y reiterado, en lo que a la justicia se refiere, en el 117. Jueces y magistrados son titulares del Poder Judicial como un diputado lo es del Legislativo o un ministro del Ejecutivo, pero al igual que estos, están sometidos a la soberanía nacional de la que emanan todos los poderes del Estado.

Viene esto a cuento porque uno de los argumentos más recurrentes de los partidarios de que los miembros del Consejo sean elegidos en su totalidad por las Cámaras y no parcialmente por jueces y magistrados, es que nadie que no represente al titular de la soberanía está legitimado para elegir a los componentes de un órgano constitucional. Es como —sostienen utilizando intencionalmente la caricatura— si al ministro de Defensa lo eligieran los militares o al de Fomento los ingenieros de caminos.

Pero lo cierto es que la fórmula de elección parcial del Consejo por jueces y magistrados está amparada por el artículo 122 y es, por tanto, tan constitucional como la elección parlamentaria de la totalidad de sus miembros que también ha sido declarada constitucional por nuestro Tribunal de Garantías; aunque, eso sí, advirtiendo de la posibilidad de incurrir en inconstitucionalidad sobrevenida si se constituía el Consejo como una tercera cámara a modo de reflejo de las Cortes Generales.

No sigamos, pues, el camino de la discusión jurídica. Vamos a lo práctico. Lo cierto es que la opinión pública tiene una extendida impresión de que la participación de los partidos políticos en la conformación del Consejo ha traído como consecuencia una efectiva politización de la Justicia. Analicemos cómo podemos revertir la situación y si la solución se puede alcanzar solo con reformas legales o si es necesario, además y sobre todo, un cambio radical en el uso de las facultades que la Constitución atribuye a las Cámaras y que, en definitiva, ejercen los partidos políticos.


Los jueces y magistrados tienen garantizada constitucionalmente su independencia, no solo frente a los otros poderes del Estado sino frente a los órganos superiores del Poder Judicial.


Hay que empezar por decir que, con el texto constitucional en la mano, al Parlamento no puede excluírsele de forma absoluta de la elección del Consejo. El artículo 122 exige que al menos ocho de sus veinte miembros sean de procedencia parlamentaria. Para elegir los otros doce hemos probado distintas fórmulas —elección solo por jueces, elección solo por el parlamento y fórmulas mixtas— sin que ninguna haya acabado con la percepción de politización de la Justicia. En un caso por el protagonismo absoluto de los partidos y otro porque las asociaciones judiciales parecieron auténticas correas de transmisión de los mismos partidos dada su profunda ideologización. Un ilustre catedrático llegó a proponer que estos doce jueces del Consejo fueran elegidos por sorteo entre los integrantes de la carrera judicial, argumentando que este método aleatorio está constitucionalmente aceptado tanto para constituir un órgano judicial —el Jurado— como para un instrumento tan determinante de nuestro sistema democrático como son las mesas electorales.

Desde mi punto de vista el problema no está tanto en el sistema de elección como en el uso, y abuso, que del mismo han hecho los grupos políticos. Cuando la Constitución exige una mayoría de tres quintos para la elección de los miembros del Consejo no invita a un reparto proporcional al número de diputados y senadores entre los grupos parlamentarios, que es lo que se ha hecho hasta hoy. No quiere la Constitución que haya consejeros de uno u otro partido político. Lo que a mi juicio quiso el constituyente es que esos jueces y juristas de reconocido prestigio fueran designados todos por una amplísima mayoría parlamentaria. Que fueran todos de todos, no unos de un grupo y otros de otro. Sé que es mucho más difícil un acuerdo sobre la totalidad del Consejo que un reparto proporcional al resultado electoral, pero creo que es a eso a lo que nos obliga la Constitución. Y lo mismo habría que decir en cuanto al nombramiento de magistrados del Tribunal Constitucional. En otros nombramientos en los que no cabe el reparto, por ejemplo el Defensor del Pueblo, sí se han conseguido estos necesarios consensos.


El problema no está tanto en el sistema de elección de jueces del Consejo del Poder Judicial como en el uso, y abuso, que del mismo han hecho los grupos políticos.


Y hay un segundo cambio de comportamiento que es absolutamente necesario introducir en las relaciones entre la política y la judicatura, en este caso post nombramientos. La relación entre los miembros del Consejo elegidos por las Cámaras y los diputados y senadores que los eligieron debe terminar ahí, en el acto de elección. No es que, desde luego, no haya mandato imperativo entre elector y elegido, es que los partidos políticos, al igual que el Gobierno, deben abstenerse absolutamente de intentar influir o condicionar las decisiones de los consejeros. Son muchas las democracias en que no solo los órganos de gobierno judiciales sino incluso componentes de tribunales son designados por el poder Ejecutivo, pero jamás un presidente de los Estados Unidos de América se atrevería a intentar participar en una decisión del Tribunal Supremo. Al menos hasta hoy.

Creo, por tanto, que si corregimos, con sinceridad y compromiso, estas conductas contrarias al espíritu constitucional contribuiremos a terminar con la percepción ciudadana de una Justicia politizada mucho más que con nuevas reformas legales que no impedirían la continuación de estas prácticas perversas.
Queda, por último, el más grave problema de la Justicia en España hoy: el ataque sistemático a su independencia por parte del separatismo catalán.

El absoluto desprecio por la división de poderes de los partidos secesionistas ya se advirtió en las llamadas «leyes de desconexión». En el modelo de Estado que se configuraba en estos textos la Justicia quedaba literalmente sometida al Poder Ejecutivo, no solo en el proceso de nombramientos sino también en el funcionamiento.

No es de extrañar, por tanto, que quienes desprecian la independencia judicial hayan sostenido, durante el tiempo que ha durado el juicio por el intento de rebelión, una sistemática campaña contra el instructor primero y el Tribunal después. Este desafío ha llegado al punto de amenazar al propio Tribunal Supremo aprobando una resolución parlamentaria donde se anunciaba una insurrección civil e institucional en el supuesto de que la sentencia fuera condenatoria. No hay precedentes en una democracia europea, salvo las de aquellas que dejaron de serlo por la acción de quienes las amenazaban, de un ataque semejante al Estado de Derecho.

Lo cierto es que estas amenazas no solo no han conseguido su objetivo sino que, antes al contrario, nuestro Tribunal Supremo, y con él el Poder Judicial en pleno, han salido fortalecidos y prestigiados ante la opinión pública. Pero esta realidad no puede hacernos olvidar la gravedad del ataque sistemático que, con la participación activa de organismos públicos autonómicos, ha tenido la Justicia en los dos últimos años.

CARRERA JUDICIAL Y VIDA POLÍTICA

Son más los temas que, a propósito de la percepción ciudadana de politización de la Justicia, deberían ser abordados. Pienso en el ejercicio de funciones políticas por parte de los miembros de las carreras judicial y fiscal. Nadie duda no solo del derecho, sino incluso de la conveniencia para la sociedad que personas que se han formado en el ejercicio de funciones jurisdiccionales decidan en un momento dado servir a los ciudadanos asumiendo responsabilidades políticas. Ese no es el problema. El problema surge cuando terminan su vida pública y se reincorporan a la actividad judicial. Por mucho que consigan mantener su independencia, el hecho de haber estado durante un tiempo sometidos a la lógica partidista, y a la disciplina partidaria, generará una sospecha perturbadora sobre sus decisiones ulteriores. Tenemos multitud de ejemplos y vemos cómo los medios de comunicación a la hora de opinar sobre una resolución judicial recurren, antes que a la resolución misma, al currículo de su autor. Y si ha tenido responsabilidades de cualquier nivel en gobiernos, nacional o autonómico, ese hecho marca, o incluso explica, la resolución misma. Puede ser injusto limitar el derecho a la participación en cargos públicos con derecho a retorno a las plazas judiciales, pero el problema está ahí.

Podríamos extendernos sobre otros factores que contribuyen a esa percepción de Justicia politizada, pero creo dejar apuntados los más importantes. A modo de epílogo me gustaría dejar clara una idea. Podemos, incluso debemos, estudiar todas las reformas legales que contribuyan a garantizar la independencia de nuestros jueces y magistrados. Pero por encima de nuevas leyes, lo que necesitamos es un cambio de conductas.

Los partidos políticos, en beneficio del prestigio de nuestra democracia, siempre frágil como todas las democracias, deben renunciar a prácticas que, aunque tengan encaje legal, perturban y desacreditan el principio de la separación de poderes. El legislador constituyente fortaleció extraordinariamente el papel de los partidos, y por lo tanto del Poder Ejecutivo, en nuestro sistema político. Ello tenía pleno sentido porque veníamos de cuarenta años de prohibición de su funcionamiento y era absolutamente necesario fortalecerlos como instrumento fundamental para la participación política. Cuarenta años después, una democracia madura como la nuestra funcionará mejor si los poderes del Estado alcanzan el equilibrio y contrapeso entre ellos que les permita estar cada uno en su sitio natural, sin inmiscuirse en las trayectorias de los otros y otorgando estabilidad al conjunto. Lo que Newton nos descubrió sobre los planetas hoy sabemos que es lo que necesita nuestra democracia.

Abogado. Exministro de Justicia.