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Si estrujáramos a fondo las palabras y los preceptos de la Constitución hasta dejarla en la pura médula, es posible que en ella no encontremos otras sustancias que la persona, la ley y el juez. La cuestión consiste en saber si, en efecto, funcionan como sustancias. Porque, nuestra Constitución, como todas es. ante todo, el proyecto de una esperanza en el vigor de sus principios: la persona individual aspira a desplegar su riqueza interior en la comunidad, sabiéndose libre, incluso para agruparse: su posición en la comunidad la encuentra diseñada en una ley que han elaborado sus representantes; la garantía de que esa ley se ha de cumplir, se la brinda ese juez que siempre está al fondo.

A los catorce años -casi- de vigencia, sería aleccionador intentar un recuento de cómo han respondido los principios. Y dilucidar un problema más acuciante todavía: confrontar el funcionamiento de aquéllos con el pulso de la esperanza que. me temo, es sumamenie débil. Sin ninguna connotación ética, y menos aún religiosa, los acontecimientos de esa «casi» quincena nos han precipitado contra el frontón del examen de conciencia. Procuraré decirlo en las menos palabras posibles: hasta qué punto tiene derecho la persona, protagonista de la Constitución, a resignar sus esperanzas sólo porque los principios y las instituciones que los encarnan, hayan funcionado mal; o, en casos límites, no hayan funcionado.

Del inmenso e inmarcesible repertorio de preguntas que este panorama brinda, voy a limitarme al juez.

Si nos conformamos con las definiciones legales que circulan, casi desde la Constitución de 1812 hasta el artículo 117 de la de 1978, el juez, como integrante de !a Administración de Justicia, de la Justicia y, hoy, del Poder Judicial, juzga y hace ejecutar lo juzgado, aplicando la Ley – o el ordenamiento jurídico- a través de un proceso delimitado por la pretensión de tutela que le formula una parte y por la oposición que a la misma formula la contraria. Responde el poder judicial al esquema tripartito de los poderes del nuevo Estado, articulado sobre el pensamiento de Montesquieu y de Locke más que por estos pensadores.

Conforme a este esquema, el juez está sujeto a la Ley, en cuanto expresa la voluntad general del titular de la soberanía; pero sólo a ella. Cuantas relaciones se generen bajo la cobertura de la ley, aunque dimanen de la actuación de los restantes poderes, quedan sujetas a la fiscalización judicial. Este escueto principio resume una ardua y tenaz conquista en el seno mismo del Estado de Derecho. La lucha por esta conquista está lejos de haber terminado. Los logros que ha conseguido no han hecho otra cosa que abrir horizontes más dilatados. Precisamente los que ya insinúa el artículo 24.1 de la Constitución al consagrar como derecho fundamental de todos el de obtener plena y eficaz tutela judicial de cualquier derecho o interés legítimo.

En toda contienda entre particulares; entre un ciudadano y el poder; o. incluso, entre los mismos poderes, siempre aparece como figura apaciguadora, precisamente porque dispone de posiSi bien el juez no puede traspasar la ley, puede -y debe- interpretarla según la Constitución, agotando la exégesis del precepto aplicable al caso para tratar de acomodarlo a aquélla bilidades de solución, un juez. Una sociedad que se dice avanzada y que, sin renunciar a sus avances, quiere sentirse arropada por el Estado de Derecho, tiene que plantearse, de una vez. qué espera y qué puede esperar de un juez. El juez es un funcionario muy «sui generis» -pero funcionario al fin- de quien se solicita el último amparo, aun a sabiendas de que lo que él decida ha de detenerse ante la ley. Esta frontera no es aceptable, sin más, en el Estado de Derecho. De una parte, el evidente desprestigio de la ley, correspondiente al deterioro no menos patente de los legisladores. reduce esta norma básica de! ordenamiento, a poco mis que a un mandato del ejecutivo que necesita revestirse con la sanción parlamentaria, cualquiera que sea la materia sobre que verse y declinando desde la propia elaboración su vocación de permanencia ordenadora. De otra parte, hay -o debe haber- una conciencia clara de que, a pesar de todo, el juez- funcionario no puede suplantar la voluntad del titular de la soberanía.

Constitucionalidad

De la tensión entre la expansión y el límite ha nacido, sin duda, el juicio sobre constitucionalidad de las leyes, confiando así en que la norma de normas será siempre suficiente para contener aJ legislador dentro de los grandes principios que vertebran el Estado. Juicio confiado a jueces no integrados en el poder judicial, cuya independencia queda garantizada, básicamente, por su mandato temporalmente limitado y, ni que decir tiene, ausente de todo vínculo imperativo.

La conciencia social más perspicaz ha intuido ya el profundo sentido que tiene la proclamación constitucional de que las normas de todo rango, del legislador, del ejecutivo, incluso las resoluciones que especifican su aplicación a los casos litigiosos, integran un auténtico ordenamiento, en el que los principios ordenadores, con fuerza normativa, iluminan, explican y depuran el resto de las normas. Entre ellos hay que resaltar todo el sistema de derechos y libertades fundamentales, piedra angular del Estado.

De entrada, el juez es el primer custodio de los derechos y libertades fundamentales; el amparo que debe dispensarles no puede detenerse ante la ley por imperativo -y bien apremiante, por cierto- del artículo 53 de la Constitución.

Enseguida hay que señalar que. si bien el juez no puede traspasar la ley, puede – y debeinterpretarla según la Constitución, agotando la exégesis del precepto aplicable al caso para tratar de acomodarlo a aquélla (artículo 5.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). Sólo cuando ello no sea posible, el juez planteará la cuestión de inconstitucionalidad de la ley que ha de aplicarse necesariamente, ante el Tribunal Constitucional, El juez no puede traspasar la ley, pero puede poner en cuestión su validez, lo que supone un primer juicio de constitucionalidad no influido por los criterios políticos o de oportunidad que puedan haber suscitado – o haber eludido- el recurso directo; sino por imperativo de la coherencia interna y de la pretensión de vigencia del ordenamiento.

En ambos casos, el juez resulta el primer custodio de la Constitución; y en el segundo, además, el impulso que pone en movimiento al Tribunal Constitucional y garantiza que, en ningún caso y en ningún tiempo, una ley inconstitucional va a cobijar, como de contrabando, situaciones jurídicamente insostenibles.

Derecho Comunitario

Pero lo es también del derecho comunitario europeo. En cuanto debe garantizar su aplicación con prevalencia sobre el ordenamiento nacional; y, sobre todo, en cuanto puede – y en el caso del juez supremo, debe- plantear ante el Tribunal de Justicia de Luxemburgo, las cuestiones de prejudicialidad previstas en el Tratado de Roma (art. 177), para que éste pronuncie con carácter vinculante el sentido, alcance y vigencia de la norma comunitaria a aplicar en el litigio. El proceso que el juez dirige y encauza para resolver sobre la pretensión de tutela que se le ha formulado está concebido como el cauce idóneo para garantizar un fallo conforme al ordenamiento; la parte más sustancial del proceso se ha constitucionalizado; los llamados presupuestos procesales, la imparcialidad de! juez y el derecho de defensa en su más amplio sentido, se configuran como el contenido de derechos de todos, integrados, a su vez, en el derecho global a la tutela judicial. Y, naturalmente, bajo la salvaguardia de la Constitución.

Me he referido a los aspectos más salientes de ese derecho a la justicia; la plenitud y eficacia de ¡a tutela que por los jueces debe ser dispensada ha transformado cuantitativa y cualitativamente la función judicial. En las palabras tradicionalmente utilizadas para definir el Poder Judicial se ha insertado una realidad más rica, más profunda y enormemente más compleja. Es cierto que el juez sigue juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, pero el juicio tiene otras pautas: la ley siempre, pero no sólo la ley; hacer ejecutar lo juzgado implica una transformación de la realidad juzgada que se impone incluso a las determinaciones de los restantes poderes del Estado, Estos sienten agudamente el alcance de la fiscalización judicial. No siendo ésta en modo alguno política y procediendo de una organización «no elegida» por los ciudadanos (aun cuando sí, no se olvide, designada por ellos para tal cometido).

tiene, sin embargo, un notorio alcance político, sobre todo en los juicios sobre constitucionalidad de las leyes. El problema, hasta ahora no resuelto, de acomodar esta realidad nueva a la vida efectiva de personas, grupos e instituciones, es, exactamente, el problema de la judicialización del Estado -hecho vigente y, además, normativo- evitando, empero, que el Estado se convierta en un gobierno de los jueces.

No se trata de eliminar las tensiones que se producen entre el control judicial y las decisiones de los poderes activos. Tensión y vida democrática son hechos complementarios e inseparables. Se trata de aceptarlas y proyectarlas hacia una realidad superior, el Estado. Y de que penetre en la mente de sus representantes, elegidos o designados, en la circulación de su sangre, valga la expresión, su condición exclusiva y excluyeme, como simples mandatarios del titular soberano del poder, ante quien son permanentemente responsables.

Para retomar la pregunta que dejé insinuada al principio y buscarle alguna respuesta, tengo que I afrontar la dura y áspera corteza de los hechos, descendiendo de la esfera de los óptima.

Selección

Una función judicial como la que la Constitución exige y promete a los ciudadanos necesita, por lo menos, asegurar la selección y formación de los jueces (en la que incluyo, la toma de posesión de su independencia) y la disponibilidad del proceso adecuado.

No es menester ahondar excesivamente en el Título VI de la Constitución, en lo que explícitamente dice y en lo que presupone la afirmación del art, 122.1, según la cual el CGPJ es el órgano de gobierno del mismo, para deducir que únicamente a este órgano constitucional puede estar encomendada la selección, formación y perfeccionamiento delos jueces. Es, quizá, su última razón de ser. A este respecto, conviene recordar que el Consejo se integra en el Estado con la misma amplitud y por idéntico título que el Gobierno y las Cortes Generales, Sin embargo, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio de 1985 ha sustraído al CGPJ la competencia para seleccionar los jueces.

Ni el ejecutivo ni los legisladores parecen tener excesiva prisa, aquél en presentar proyectos de ley o directamente legislar sobre la institución procesal, abordando con decisión la estructura de un proceso constitucional moderno. Sin ello, es inútil cualquier aspaviento sobre la organización judicial. Es imposible concebirla sin saber qué y cómo tiene que actuar.

La Ley de 1985 cuyos objetivos no eran otros que rectificar el sistema de elección de los vocales del CGPJ y poner en efectividad la jubilación anticipada de los jueces, se ha visto ya corregida en tres ocasiones. Esos objetivos tan alicortos, como era de esperar, no han servido para albergar en el viejísimo esqueleto del poder judicial, aquella espléndida y compleja realidad. Y hoy, esa anciana osamenta cruje ya de forma alarmante.

Nunca y en ningún régimen han tenido interés los poderes activos en ocuparse en serio de la Justicia. La única diferencia respecto del Estado constitucional de nuestros días es que el desinterés no puede adquirir naturaleza en los actuales hábitos de vida pública. Esta es la única esperanza para la Justicia. Los intentos por apoderarse de ella resultan demasiado toscos. Y, por fuerza, periclitarán tarde o temprano. Sin embargo, es ya urgente Ja beligerancia en este campo, no sea que cuando las máscaras caigan, el desencanto, para mí el peligro más grave y también más apremiante, se ha ya adueñado ya de la augusta e indefensa señora.