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Xosé Manoel Núñez Seixas. Catedrático de Historia contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela. Autor de Volver a Stalingrado. El frente del Este en la memoria europea (1945-2021), Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin.


Avance

La identidad nacional se adscribe a las llamadas comunidades imaginadas, caracterizadas por una serie de rasgos (lengua, historia común, valores compartidos, territorio habitado de referencia, etc.). El autor traza un itinerario por distintas perspectivas a lo largo de la historia hasta llegar a aproximaciones más actuales, como la de Anthony Smith, según la cual las naciones son gastronomía, porque son los cocineros (los nacionalistas) quienes escogen ingredientes (lengua, historia, cultura…) para elaborar el plato. Aunque no siempre las recetas funcionan, dado el carácter inconcluso de las identidades nacionales, en el que los individuos no son sujetos pasivos de las elites nacionalistas sino que también construyen, desde abajo, sus propios imaginarios y referentes nacionales.

La investigación se centra actualmente en otras dimensiones —señala Núñez
Seixas—, como la cultural, que considera que además de constructos políticos, las naciones son imaginarios y propuestas culturales; la dinámica, que considera a las identidades nacionales como procesos en constante renegociación; la emocional, que tiene en cuenta el papel de las emociones y los símbolos, lo cual confiere a las identidades nacionales cierto carácter sagrado, «religiones políticas» de ahí que muchas personas se hayan sacrificado por su nación en guerras; o la híbrida que, desde un punto de vista territorial, imagina las identidades como una superposición y mezcla de referentes espaciales.

De todo ello cabe concluir que la identidad nacional tiene, por un lado, un carácter escurridizo, como demuestra el hecho de que muchas personas dicen tener muy clara cuál es su identidad nacional, hasta que se les pregunta por ella y se les pide que definan qué entienden por tal. Y tiene, por otro lado, un carácter tan maleable y omnipresente como capaz de combinarse con distintas ideologías y credos. Así, los internacionalistas bolcheviques recurrieron a la nación desde 1917, y los anarquistas españoles apelaron en 1936 a la nación española como sujeto «racial» que se opondría al fascismo. Pero es precisamente en ese carácter poliédrico y escurridizo —apostilla Núñez Seixas— donde reside el mayor interés de la identidad nacional.


Artículo

Todos los seres humanos se adscriben a varias identidades colectivas más allá de la familia, sean de género, étnicas, lingüísticas, profesionales, locales, nacionales… Cada persona se considera única, pero comparte una serie de rasgos diacríticos con otras de su entorno. Ninguno de los vínculos establecidos más allá de la familia es natural, ni mucho menos inevitable. Las identidades vecinales o locales pueden variar si la persona cambia de residencia, y pierden importancia en un mundo donde podemos tener amigos a través de las redes sociales a miles de kilómetros, y no conocer a nuestros vecinos.

Más allá de esa interacción con otras personas, hay identidades colectivas que pertenecen al ámbito de lo intersubjetivo. Son comunidades afectivas de baja intensidad cotidiana, pero persistentes, y que adquieren importancia episódica según las coyunturas. Y son comunidades imaginadas, parafraseando a Benedict Anderson, porque una persona se identifica con ellas de acuerdo a una serie de rasgos diacríticos variables (lengua, historia común, valores compartidos, territorio habitado de referencia, pertenencia a una misma comunidad política…). Jamás podrá conocer a todos los miembros de esa comunidad. Pero imaginará y sentirá que comparte con ellos un espacio social de preferencia, unos rasgos culturales y una lealtad político-ciudadana, además de unos mitos o símbolos, una visión general del pasado colectivo, un espacio de referencia y elementos de la vida cotidiana, desde los horarios hasta el sentido del humor o los hábitos culinarios.

Geología vs. gastronomía

Las identidades nacionales pertenecen al ámbito de las comunidades imaginadas. Van más allá del ámbito local y de la interacción cotidiana: ni el patriota más viajado puede conocer a todos sus connacionales. En algunos casos, esas comunidades nacionales se superponen o se definen con base en rasgos supuestamente objetivos, de naturaleza étnica, cultural o religiosa; incluso, se pueden definir por lo que la Ilustración alemana denominó espíritu del pueblo o Volksgeist. De acuerdo con esos presupuestos, la nación sería como las piedras. Geología, según la metáfora de un gran estudioso del nacionalismo, Anthony Smith. Y las personas nacerían ya integradas en una comunidad con orígenes definidos, una historia compartida y una predeterminación a seguir ese curso de la historia, hablando un idioma y participando de unas costumbres y valores. Los muertos determinarían lo que los vivos han de hacer y sentir colectivamente. La nación de los defensores del Antiguo Régimen.

En otros casos, esas identidades nacionales y sus naciones serían producto de la gastronomía, siempre según Smith. Se construían y elaboraban, no existían desde tiempo inmemorial. Y se vincularían a un pacto originario entre iguales, entre personas que participan de la polis. En teoría, esa nación no vendría impuesta por la historia, la lengua o la cultura, valores supuestamente objetivos, sino que tendría origen en la voluntad de los individuos de formar parte de ella. Factores volitivos, no holísticos. La nación de los revolucionarios liberales norteamericanos y franceses, de Sieyès y Robespierre, que Ernest Renan denominaría un plebiscito de todos los días. La nación se convertía en titular de la soberanía, en referente de la legitimidad política. Incluso si no todos los ciudadanos participaban de la comunidad política, eran iguales ante la ley. Y por la nación se movilizaban como un ejército de ciudadanos. Del mismo modo, los defensores del Antiguo Régimen pronto comprendieron que la nación había llegado para quedarse. Ya no bastaba con las antiguas lealtades dinásticas y religiosas, sino que el monarca tenía que cimentar su legitimidad en algo más. En ser cuerpo de la nación, encarnación del colectivo, con el que compartiría cada vez más soberanía.

Las nuevas naciones liberales se inventaron, a menudo, sobre el molde de las antiguas lealtades dinásticas y religiosas, y adoptaron mitos de origen anteriores

Nación volitiva y nación objetiva. Ethnos contra polis. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja, y el tránsito entre el Antiguo Régimen y el orden liberal también lo fue. Las monarquías habían apelado ya desde antes de 1789 al cuerpo de sus súbditos como un ente dotado de cierta homogeneidad cultural, con apelaciones a una historia común, para lo que fundaron academias y museos: así, de paso, cimentaban su legitimidad frente a la Iglesia y la nobleza. El concepto de patria, fidelidad a un territorio o cuerpo político, se confundía con lealtad a la corona y a ciertos valores asociados al territorio. Del mismo modo, las nuevas naciones liberales se inventaron a menudo sobre el molde de las antiguas lealtades dinásticas y religiosas, adoptaron mitos de origen anteriores, y aceptaron que una lengua debía ser común a toda la comunidad política para su mejor funcionamiento.

La hibridez entre demos y ethnos, entre cuerpo de la nación liberal ciudadana y factores objetivos como la historia o la cultura, tuvo origen en la propia Revolución Francesa, como antes en la norteamericana. El demos de la nación liberal se tiñó progresivamente de características orgánico-historicistas, dotándose de un relato de los orígenes, de héroes y villanos, invasores e invadidos, gestas y períodos de decadencia. Las historias nacionales del siglo XIX y principios del XX siguieron en ello. A menudo, señala Anne-Marie Thiesse, los distintos relatos nacionales se asemejan a un método IKEA: cada constructor de nación utiliza contenedores similares dentro de una amplia panoplia, añadiéndole colores y nombres distintos -un Vercingetórix o un Viriato, los caídos de Verdun o los del Isonzo-, además de cánones literarios, estándares lingüísticos, monumentos, himnos y banderas.

Del Estado a la nación y viceversa

A principios del siglo XIX pocos sujetos nacionales existían en Europa, esto es, personas imbuidas de un fuerte sentido de identidad nacional, partícipes de una comunidad imaginada que fuese más allá de sus ámbitos locales. Se era de su pueblo, se hablaban variantes locales de idiomas cuya norma culta pocos conocían, se practicaba una religión, se era súbdito de un rey o un príncipe local. Cuando el mundo se reorganiza en naciones que aspiran a ser Estados, o en Estados que se convierten en Estados nacionales, había que nacionalizar a las poblaciones, hacer de los campesinos, franceses, alemanes o checos, en distintos momentos. Según la metáfora de Ernest Gellner, Estado y nación ahora se casaban: a veces llegaba primero al altar el Estado y reconvertía sus fundamentos de legitimidad, tornándose nación. Instrumentos para ello serían la escuela y la educación, el servicio militar, la integración económica del territorio mediante la creación de un mercado nacional único, la promoción de la comunicación social mediante la extensión de las comunicaciones; se difundirían relatos sobre un origen común, valores compartidos y modelos a imitar, héroes y símbolos, mediante monumentos y manuales escolares.

La nación podía ser promesa de libertad, pero también semilla de conflicto, como en las áreas de poblamiento étnico entremezclado y superpuesto

Otras veces la nación llegaba al altar antes que el Estado, pertenecía a uno o varios imperios multiétnicos, o estaba disgregada entre principados y reinos. La movilización de los constructores de la nación crearía organismos culturales, periódicos, asociaciones políticas, sindicatos, a través de la sociedad civil, pasando por fases: de la agitación cultural a la movilización de masas, como definió el historiador Miroslav Hroch. En muchos casos esa movilización dio lugar a un Estado, lo que a menudo sucedió por factores contingentes: cataclismos geopolíticos como el fin de la Primera Guerra Mundial, u olas revolucionarias como la Primavera de los Pueblos (1848). En muy pocos casos se celebraron plebiscitos y procesos democráticos, como Noruega en 1905, que coronó a un rey foráneo para figurar en el mundo de las naciones-Estado como una monarquía. La ecuación, sin embargo, no siempre fue fácil: en algunos Estados compuestos que quisieron convertirse en Estados nacionales, uno o varios de sus territorios opusieron cierta resistencia y abrigaron proyectos nacionales propios. En varias áreas de Europa había regiones disputadas, cuyo poblamiento étnico era entremezclado y superpuesto. La nación podía ser promesa de libertad, pero también semilla de conflicto.

Las aproximaciones más recientes a la historia de las identidades nacionales coinciden en subrayar que las naciones son, siguiendo la metáfora de Smith, básicamente gastronomía. Son los nacionalistas, los cocineros, quienes escogen ingredientes (lengua, historia, cultura…) para elaborar las naciones. En algunos casos hay ingredientes más cercanos, precondiciones favorables que vienen del pasado: idiomas específicos y con estándar literario más o menos asentado, monarquía fuerte identificada con la comunidad, precedentes de autogobierno, victorias o derrotas colectivas frente a un otro nacional. Eso facilita la construcción de un imaginario nacional, de un discurso y de unos lemas movilizadores, desde Bohemia a Cataluña o Finlandia.

El papel de los de abajo

No obstante, los constructores de nación, los cocineros, no siempre pudieron diseminar sus recetas contando con que una población fiel las recibía y consumía, en procesos de nacionalización fuertes o débiles, fallidos o exitosos, gestionados desde arriba, por élites nacionalistas. Por el contrario, las identidades nacionales son procesos dinámicos y siempre inconclusos, pues son resultado de una continua negociación, en la que los individuos no son meros recipiendarios de repertorios identitarios impuestos o propuestos desde arriba, por élites nacionalistas o decisiones de Estados nacionalizadores, sino que también construyen sus propios imaginarios y referentes nacionales desde abajo. Y a menudo ven la nación, la comunidad imaginada, como una realidad difusa, a través de prismas locales y regionales, en distintas escalas espaciales. Si los estudios sobre los procesos de construcción nacional desde la década de 1970, principiando por el clásico de Eugen Weber Peasants into Frenchmen (1976), analizaban la difusión de la alfabetización, del servicio militar, de los manuales escolares o la construcción de ferrocarriles y redes de telégrafo, desde hace tres décadas el grueso de la investigación se concentra en otras dimensiones.

En primer lugar, la dimensión cultural. Las naciones, además de constructos políticos, son en buena medida imaginarios y propuestas culturales, que deben ser estudiadas desde arriba y desde abajo: los procesos de apropiación simbólica, de interiorización de la identidad nacional como parte de la identidad personal, de los horizontes de expectativas de los individuos, sus valores y sus inquietudes. El punto de intersección entre identidad personal, individual y nacional constituye todavía una variable poco explorada de los estudios sobre el nacionalismo.

En segundo lugar, las identidades no son objeto de reificación, sino que se conciben como procesos dinámicos, en constante renegociación; procesos de identificación puestos en marcha por personas individuales y grupos, cuyos intereses y sentimientos se ven reflejados y sublimados en los valores de la nación. No se trata de un recipiente que se llena de un contenido mediante la nacionalización, a través de la escuela y el servicio militar, o la difusión de ceremonias y relatos, y cuyo nivel de éxito o fracaso podemos determinar mediante variables cuantitativas. En el fondo de ese recipiente hay personas con bagajes culturales y comunitarios propios, de distintas naturalezas, también de índole territorial. El reto para las ciencias sociales es entender la nación desde abajo, mediante nuevos métodos y fuentes, lo que plantea dificultades mayores cuanto más nos retrotraemos en el tiempo: en el siglo XIX sólo una minoría expresaba sus sentimientos nacionales, de forma implícita o explícita, por escrito.

Los momentos álgidos de enfrentamiento y polarización identitaria hacen emerger sentimientos dormidos. Es el caso de Ucrania frente a la invasión de Putin

En tercer lugar, en esos procesos de identificación, las emociones, a menudo vehiculizadas a través de los símbolos, desempeñan un papel fundamental, tamizando los marcos cognitivos de los individuos y sus decisiones. Si las identidades nacionales poseen un plus de prevalencia o una particularidad con respecto a otras identidades territoriales o políticas, es sin duda su carácter de sacralidad, derivada a su vez de su imbricación con narrativas fuertes y densas, más que las locales y regionales.

De ahí que a menudo se les haya definido como religiones políticas (R. Lepsius), cuya significación va más allá de su adscripción a la soberanía, al poder político y la defensa de la comunidad. Las identidades nacionales refunden emociones (religiosas, familiares, locales) en un molde propio. De ahí que muchas personas se hayan sacrificado por su nación en guerras y protestas, por ver en la defensa de la nación una extensión de su familia y su hogar.

 La amplia gama de un concepto escurridizo

En cuarto lugar, también desde un punto de vista territorial, cabe imaginar las identidades nacionales de forma híbrida, como una superposición y mezcla de referentes espaciales. A menudo, las personas sienten intensamente su condición nacional, pero también se adscriben a otras esferas comunitarias o territoriales sin establecer necesariamente una jerarquización entre ellas. Se puede ser español y catalán, gallego o vasco, como se puede ser español y de Bilbao o de Triana. Y a menudo las características que se atribuyen a una u otra esfera son parecidas: muchas personas pueden ver en la región, o en su terruño, un referente más fuerte de identificación y de emoción, porque para ellas es su manera concreta de sentir la identidad española. Lo mismo ocurre con las identidades nacionales alternativas dentro de un mismo Estado-nación. Los momentos álgidos de enfrentamiento y polarización identitaria hacen emerger sentimientos dormidos o de baja intensidad. Sea una guerra contra un enemigo exterior –Vladímir Putin y su invasión han hecho más por la identidad nacional ucraniana que treinta años de políticas nacionalizadoras—, un conflicto secesionista interior —el octubre catalán de 2017—, la irrupción masiva de poblaciones consideradas extrañas o inasimilables, presentadas por algunos nacionalistas como una amenaza a la cohesión de la nación; o la apropiación de la bandera, el vocabulario o lemas patrióticos por una facción política como estrategia de movilización y de diferenciación entre buenos y malos patriotas.

A muchos les deja indeferentes

Finalmente, cabe recordar que la identidad nacional no es algo inevitable, ni un elemento determinante en la vida de muchas personas, tal vez de la mayoría. Una variable a menudo desechada por los estudios sobre el nacionalismo, pero que ha cobrado actualidad últimamente, es la indiferencia nacional. Es decir, la falta de interés por la nación y sus dilemas que caracterizaría a muchas personas. Podían ser en el siglo XIX campesinos iletrados cuyo horizonte era local, o miembros de minorías religiosas que vivían a caballo de varios imperios, cosmopolitas viajeros o apóstoles del internacionalismo. Podrían ser hoy algunos académicos y universitarios, los funcionarios de organizaciones internacionales, o simplemente personas que aceptan como un hecho consumado que se expresan mejor en un idioma o tienen más afinidad con sus connacionales por compartir experiencias de socialización —experiencias de nación— similares, pero que no están dispuestas a hacer de la defensa de esa identidad su mayor prioridad política.

Muchas personas dicen tener muy clara cuál es su identidad nacional, hasta que se les pregunta por ella y se les pide que definan qué entienden por tal

Cabe, con todo, preguntarse dónde está el límite entre la indiferencia nacional y la identidad nacional débil o fría, cuántos de aquellos indiferentes pueden ser movilizados en nombre de la nación, aunque para defender otros intereses (la república, la igualdad social, el bienestar…); y hasta qué punto esos indiferentes no reproducen en su vida personal formas de nacionalismo trivial (M. Billig).

La discusión en este punto es interminable. Pues muchas personas dicen tener muy clara cuál es su identidad nacional, hasta que se les pregunta por ella y se les pide que definan qué entienden por tal. Quizá somos todos nacionalistas de alguna manera, inconsciente o trivial, fría o caliente. O tal vez la nación es un repertorio de movilización polivalente, un contenedor fácil de llenar de distintas expectativas e ingredientes, lo que la hace tan maleable y omnipresente como capaz de combinarse con distintas ideologías y credos. Los internacionalistas bolcheviques recurrieron a la nación desde 1917, y los anarquistas españoles apelaron en 1936 a la nación española como sujeto “racial” que se opondría al fascismo. En su carácter poliédrico y escurridizo reside el interés de la identidad nacional.

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela. Autor de “Volver a Stalingrado. El frente del Este en la memoria europea (1945-2021)”, Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin.