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En una de las últimas encuestas de la Universidad de Chicago para conocer las opiniones de su panel de expertos académicos sobre políticas públicas y cuestiones de actualidad, nueve de cada diez economistas entrevistados se mostraban de acuerdo con la afirmación de que «el aumento de la desigualdad está tensionando la salud de las democracias liberales».

En su respuesta, el economista del MIT (Massachusetts Institute of Technology) Daron Acemoglu resumía el sentir de esa abrumadora mayoría: «la ausencia de participación en los beneficios del crecimiento, especialmente cuando se derivan del poder político de los ricos, destruyen la confianza en las instituciones democráticas».

Resulta hoy poco controvertido vincular el generalizado aumento de las desigualdades en las sociedades ricas de las últimas décadas a las tensiones sociales y políticas que aquejan a los sistemas democráticos.

Como una amplia literatura en ciencia política, sociología y economía ha documentado, la desigualdad puede dificultar el funcionamiento de la democracia a través de varios mecanismos. Por un lado, la mayor polarización económica deteriora el capital social y la confianza interpersonal en la ciudadanía. Llegar a acuerdos sobre la necesidad de proveer bienes públicos, y sobre qué naturaleza han de tener esos bienes públicos se hace más complejo cuando las condiciones de vida de los individuos son muy diferentes entre sí.

En segundo lugar, si la democracia consiste en gestionar a través de canales institucionales el inevitable conflicto de intereses consustancial a las sociedades pluralistas, esa tarea se vuelve más difícil a medida que las diferencias de ingresos entre grupos sociales se amplían, y ese conflicto por tanto se agudiza. Con la desigualdad, las políticas públicas se vuelven políticamente más divisivas. Así, por ejemplo, establecer un seguro público de desempleo financiado mediante un impuesto sobre la renta no genera mucha controversia en una sociedad en la que sus miembros tengan ingresos similares y la misma probabilidad de beneficiarse en algún momento de ese programa, pero sí es muy probable que genere conflicto en una sociedad (desigual en nivel y seguridad de la renta) en la que solo unos pagarían ese impuesto y solo otros se beneficiarían de él.

En este artículo tratamos de discutir de forma más específica los efectos de lo que llamaremos las «nuevas desigualdades», es decir, de las formas específicas que están tomando las brechas económicas en las sociedades posindustriales contemporáneas.

Para ello, primero definimos qué hay de especial en la forma de la nueva desigualdad, y exploramos sus implicaciones en varias direcciones.

La mayor polarización económica deteriora el capital social y la confianza interpersonal en la ciudadanía

Poniendo en cuestión la idea de Kuznets de que las fases avanzadas del proceso de desarrollo económico llevan asociadas una reducción estructural de las diferencias de ingresos, a partir de los años setenta del siglo pasado las democracias avanzadas empezaron a presenciar cómo la desigualdad aumentaba de manera sistemática. Una primera diferencia era que buena parte del aumento de la desigualdad no se debía a cambios en la retribución de los factores de producción clásicos (capital y trabajo), sino que las desigualdades estaban creciendo dentro del grupo de trabajadores.

En España este nuevo aumento de las desigualdades se dilató durante dos décadas.

Primero porque el desarrollismo franquista tuvo consecuencias relativamente igualitarias, al ofrecer oportunidades de empleo industrial urbano a amplias capas de población rural pobre; y después porque la llegada de la democracia provocó un cambio brusco en las políticas fiscales y de bienestar con fuertes consecuencias redistributivas. Pero aunque llegaran tarde, las nuevas desigualdades asociadas a las transformaciones postindustriales acabaron también emergiendo en nuestro país: a partir de los noventa, los indicadores de desigualdad crecieron con fuerza en España.

¿Por qué ha aumentado la desigualdad intrafactorial, y más concretamente entre tipos de trabajadores? Evidentemente, antes de los setenta no todos los trabajadores tenían las mismas cualificaciones ni cumplían el mismo papel en la economía, pero había condiciones estructurales del trabajo que facilitaban la coordinación política de sus demandas. Su interdependencia económica (los procesos industriales hacían de los trabajadores de cualificaciones bajas e intermedias actores imprescindibles en las cadenas de producción) facilitaba la organización política de los sindicatos de clase y la existencia de instituciones de negociación colectiva que fortalecían a los trabajadores económicamente más vulnerables. Dicho de otra forma, las diferencias de cualificaciones en la industria no eran un gran impedimento para la organización del conjunto de la clase trabajadora, en la medida en que las cualificaciones de unos y otros eran complementarias, y el entorno de negociación de las condiciones de trabajo favorecía la coordinación de sus demandas.

TECNOLOGÍA Y TRABAJADORES MENOS CUALIFICADOS

A partir de la década de los setenta, varias transformaciones de naturaleza estructural hacen que esta complementariedad entre trabajadores cualificados y no cualificados se haya ido progresivamente erosionando en las economías avanzadas. En primer lugar, la desindustrialización y la transición hacia una economía de servicios y más centrada en el conocimiento permitía que la productividad de los trabajadores más cualificados se independizara de la colaboración de los menos cualificados.

La existencia de nuevas tensiones distributivas está íntimamente relacionada con la dificultad de los grandes partidos para articular mayorías alrededor de un único programa

En segundo lugar, los avances tecnológicos han logrado sustituir trabajadores menos cualificados por máquinas, y son precisamente los trabajadores no cualificados que antes complementaban a los cualificados uno de los grupos más afectados por estos cambios.

Por último, la internacionalización de los mercados de bienes y servicios y la creación de cadenas de valor global ha permitido a muchas empresas separar físicamente el proceso de producción entre diferentes países. Así, la deslocalización (que de nuevo ha afectado especialmente al trabajo menos cualificado) ha contribuido también a romper la coalición natural de intereses entre trabajadores cualificados y no cualificados a escala nacional.

Aunque el ritmo y la magnitud de estos cambios han variado en el tiempo y el espacio, las consecuencias han ido siempre en la misma dirección: un continuo deterioro del poder de negociación de los trabajadores menos cualificados, no solo porque se vuelven menos necesarios para las empresas, sino también porque su presencia en el proceso de producción es cada vez menos necesaria para que los trabajadores más cualificados sean productivos.

Las dinámicas en los mercados laborales de las economías avanzadas son en buena medida reflejos de estas nuevas tensiones. En muchos países se ha ido consolidando una brecha entre trabajadores regulares (insiders) y precarios (o outsiders). Los primeros tienden a tener niveles de cualificaciones más altos, salarios mejores, y mejores niveles de protección en sus empleos y de una mayor estabilidad laboral; mientras que los segundos tienen carreras laborales erráticas, menores salarios y menor protección social frente al desempleo u otros riesgos asociados al mercado de trabajo. Las regulaciones del mercado de trabajo, como la permisividad española con la expansión del trabajo temporal, pueden contribuir a magnificar y a cronificar estas brechas entre tipos de trabajadores, pero no son sus causas últimas, que tienen más que ver con los cambios estructurales mencionados anteriormente.

La segunda especificidad de la desigualdad contemporánea es su cada vez más visible dimensión geográfica. De acuerdo con los modelos clásicos de crecimiento, la existencia de rendimientos decrecientes al capital implica que las regiones menos desarrolladas deberían crecer más rápido que las más ricas. Dentro de áreas geográficas que compartían un marco institucional similar, la evidencia avaló hasta los años ochenta en líneas generales la existencia de este proceso de convergencia. Sin embargo, este proceso se ha frenado o incluso revertido en las últimas décadas: mientras que las grandes metrópolis crecen y atraen población, las regiones geográficamente distantes de ellas ven languidecer sus economías y ven emigrar a sus habitantes.

La explicación más parsimoniosa de este proceso tiene que ver con lo que se ha venido en llamar las «economías de la aglomeración». En la sociedad del conocimiento, el rendimiento de los factores de producción depende de complementariedades espaciales: los trabajadores cualificados son más productivos no cuando son escasos, sino cuando están rodeados de otros trabajadores también cualificados, cuando tienen a su disposición buenas infraestructuras y con fácil acceso a la inversión.

Esto hace que la actividad económica tienda a concentrarse en unos pocos nodos abundantes en trabajo cualificado, bien conectados internacionalmente y con capacidad para beneficiarse de mercados globales, y en los que se concentran las buenas oportunidades de empleo. Paradójicamente, un mundo más interconectado es un mundo en el que la geografía se vuelve más importante. La nueva economía ha traído la preocupación por lo que en el Reino Unido se han llamado «los lugares dejados atrás», en Estados Unidos «el país que se sobrevuela» o en nuestro país, la «España vacía».

DOS GRUPOS DE PERDEDORES

En resumen, podemos identificar dos grupos perdedores de esta nueva economía: los trabajadores menos cualificados y los residentes en zonas alejadas de los grandes centros económicos. ¿Cómo cambiará la demanda de políticas como respuesta a estas nuevas desigualdades?

Para entender cómo estas desigualdades se traducen en nuevas demandas, es preciso incorporar en qué medida estas nuevas desigualdades van a entrar en conflicto (o no) con las demandas de los grupos no perjudicados por los cambios y en qué medida el sistema político es esperable que privilegie unas demandas sobre otras. Así, la capacidad de estas nuevas desigualdades para alterar los equilibrios políticos dependerá de dos factores: 1) el grado de conflicto de las nuevas demandas con los grupos de población «centrales», y 2) cómo las instituciones de representación de intereses hacen más fácil o más difícil la articulación efectiva de los intereses de los nuevos grupos agraviados. Vayamos por partes.

El primero de los grupos penalizados estructuralmente en la nueva economía, los trabajadores menos cualificados, no son ni electoralmente pivotales, ni forman parte del núcleo central de ninguno de los partidos tradicionales existentes. Esto no hace que sus demandas sean políticamente irrelevantes, pero sí dificulta su asunción por los partidos y gobiernos, en la medida que entren en conflicto con los intereses de otros grupos. Y es razonable pensar que las políticas necesarias para satisfacer sus demandas sí lo hagan: unas políticas activas de mercado de trabajo más ambiciosas y una mayor generosidad en la protección social a los grupos económicamente más vulnerables exigen, inevitablemente, o impuestos más altos o un rediseño del Estado del bienestar que detraiga recursos del uso que las clases medias más acomodadas ahora hacen de él.

Este conflicto va más allá de la política fiscal o presupuestaria: una legislación laboral que promueva salarios más altos en los sectores intensivos en trabajo poco cualificado traerá consigo subidas de precios de los servicios y bienes que consumen las clases medias, y cualquier restricción a la competencia internacional con el fin de proteger a los trabajadores nacionales acarreará un encarecimiento de productos para los consumidores.

Así pues, la clave es que las nuevas desigualdades imponen un inevitable conflicto distributivo entre trabajadores menos cualificados y trabajadores cualificados. Y en nuestras democracias, no es previsible que los intereses de los primeros vayan necesariamente a prevalecer sobre los de los segundos, por varios motivos.

En un contexto de incertidumbre política, los ciudadanos valoran aquellas políticas públicas que sean socialmente transversales y por tanto electoralmente creíbles

Primero, por meros números: los trabajadores menos cualificados no constituyen una mayoría electoral en las democracias europeas. Segundo, porque, como recuerdan Iversen y Soskice, un elemento central que ha configurado la identidad política de las clases medias contemporáneas es su dimensión aspiracional: los electorados de las sociedades capitalistas han apoyado políticas económicas orientadas a garantizar la inversión y el crecimiento porque al beneficiar a las clases medias la movilidad social hace que todos sean potenciales beneficiarios de ellas. Y tercero, porque la desigualdad económica tiende a ir de la mano de una cierta desigualdad política: los perdedores de las nuevas transformaciones económicas están peor organizados, son menos influyentes mediáticamente y tienen menos recursos materiales y culturales para lograr que sus preocupaciones ocupen la agenda política.

Pero que estos grupos no logren imponer sus preferencias en el juego democrático no significa que su progresiva insatisfacción con el equilibrio político existente sea irrelevante. Al contrario, la existencia de estas nuevas tensiones distributivas está íntimamente relacionada con las dificultades de los grandes partidos para articular amplias mayorías alrededor de un único programa político, lo que podría explicar al menos parte de la actual desafección ciudadana hacia el sistema político, la creciente volatilidad electoral y la inestabilidad programática y de liderazgo de los grandes partidos.

Es esperable que las consecuencias de la dificultad para canalizar estas demandas varíen en función del sistema electoral y del sistema de partidos asociado a él. En los sistemas proporcionales que facilitan la creación de nuevos partidos, estas nuevas divisiones económicas provocarán una mayor fragmentación partidista: la incapacidad de los partidos tradicionales de articular propuestas atractivas para los nuevos «perdedores» abre una ventana de oportunidad para la aparición de nuevos partidos.

Aún no está nada claro en qué medida estos nuevos movimientos políticos emergentes (partidos verdes, de derecha radical o izquierda alternativa) estén logrando construir una agenda programática coherente de defensa de los intereses de estos grupos frente a los de los votantes más «centrales», pero lo que sí parece evidente es que el éxito de estos partidos se nutre desproporcionalmente de la insatisfacción de determinadas capas de la población con el equilibrio económico-político actual.

REGLAS INSTITUCIONALES Y ELECTORALES

En los sistemas mayoritarios, que de forma casi mecánica fomentan una competición electoral entre dos grandes partidos, la aparición de estas nuevas brechas distributivas va acompañada de una mayor tensión dentro de los grandes partidos tradicionales. Las contiendas por el liderazgo de estos partidos se vuelven más polarizadas, y han de acomodar esta nueva pluralidad de intereses económicos: lo vemos en los debates internos de los partidos laborista y conservador en el Reino Unido y en el seno de los Demócratas y Republicanos en Estados Unidos. En estos sistemas, una posible victoria de los sectores rupturistas dentro de un partido puede ayudar a que su agenda pase a primer plano, especialmente cuando la polarización política hace que los segmentos más moderados de los partidos se vean obligados a avalar electoralmente a su candidato «populista», incluso cuando discrepen de su agenda económica.

La traducción de las nuevas desigualdades en la competición política dependerá, por tanto, de las reglas institucionales y electorales que regulen la oferta partidista, pero las demandas distributivas de los grupos agraviados por las nuevas desigualdades deberán afrontar una realidad política en la que los intereses de los grupos no agraviados siguen siendo centrales. Dicho de otra forma, la vulnerabilidad electoral de estos perdedores, que es en cierto sentido estructural por los motivos mencionados más arriba, hará que sus demandas serán tanto o más efectivas cuanto más logren presentarlas como atractivas para capas más amplias de la sociedad.

Es así como hay que entender que muchas de las nuevas políticas demandadas por estos grupos tomen la forma de políticas universales, incluso cuando este tipo de intervención no es el más efectivo ni el más eficiente para mejorar el bienestar de los grupos más afectados por las nuevas transformaciones económicas.

Un buen ejemplo de esto es la centralidad de la cuestión de las pensiones en el actual debate político. Parece evidente que, desde el punto de los grupos más directamente afectados por las nuevas desigualdades, deberían existir políticas de gasto mucho más coste-efectivas para mejorar su bienestar: políticas de formación, de acceso a la vivienda, ayudas directas a las familias, transferencias a hogares con niños… Sin embargo, la protección de las pensiones permite expandir la coalición de potenciales beneficiarios de estas políticas, lo que aumenta su probabilidad de éxito dentro de los partidos y gobiernos de diferente signo.

En un contexto de nuevas vulnerabilidades económicas y de creciente incertidumbre política, los ciudadanos valoran especialmente aquellas políticas públicas que sean socialmente transversales y por tanto electoralmente creíbles; y están seguramente dispuestos a pagar un precio en términos de progresividad. Es así como podemos entender la aparente paradoja de que a medida que las desigualdades crecen, no lo hace la demanda por políticas netamente redistributivas, y sí la de políticas de «seguro» que pueden de hecho contribuir a mantener o consolidar las brechas económicas existentes.

Queda por analizar qué tipo de respuestas políticas generarán las nuevas desigualdades de naturaleza geográfica. En este caso, la situación de debilidad estructural de los «perdedores» de estos cambios es menos evidente: la gran mayoría de los sistemas electorales de nuestras democracias tienden a privilegiar los intereses concentrados espacialmente, y muchos de ellos están de hecho explícitamente diseñados para dar más peso en las instituciones representativas a los residentes en áreas menos pobladas y por tanto más alejadas de los grandes nodos beneficiados por las economías de la aglomeración.

No parece razonable esperar una fácil corrección de las nuevas desigualdades a través de la demanda social por nuevas políticas públicas, al menos en el corto plazo

Cabría pensar que cuanto más sobrerrepresentados estén los territorios «perdedores», mayor será su capacidad de obtener contraprestaciones en forma de transferencias a los residentes o infraestructuras. España, con una de las tasas de malapportionment mayores de Europa (es decir, donde la relación entre número de votantes y de representantes varía más en función del territorio) debería ser el contexto más propicio para observar la emergencia de estas formas de compensación geográfica, que además ya tienen un cierto recorrido en nuestra historia reciente. No es casual que España sea líder mundial en infraestructuras físicas (trenes de alta velocidad, autovías, aeropuertos) alejadas de los grandes conglomerados urbanos.

Sin embargo, y como también nuestra experiencia muestra, no está nada claro que estas políticas territorializadas logren revertir los procesos de divergencia económica, por dos motivos. Primero, porque no es evidente que en el seno de estos territorios, los grupos previsiblemente más afectados por las economías de la aglomeración —los jóvenes que se ven forzados a emigrar a las grandes ciudades— se beneficien de estas políticas. Y segundo, porque no disponemos de mucha evidencia acerca de la capacidad del gasto en transferencias e infraestructuras de limitar o revertir los procesos de concentración de la actividad económica ya en marcha.

Conocer las formas concretas que están tomando las nuevas desigualdades es clave para entender la naturaleza de los conflictos políticos con los que están aprendiendo a convivir nuestras democracias. A pesar de que las diferencias entre las condiciones de vida de los grupos más acomodados y más vulnerables están aumentando, el hecho de que los nuevos perdedores en el mercado de trabajo no sean una mayoría electoral clara y que además sean organizativamente débiles provoca dos cosas: en términos de competición electoral, dificultad de los partidos para promover agendas inclusivas ambiciosas y polarización y fragmentación electoral que esa dificultad indirectamente genera; en términos de políticas, y auge de propuestas que no son muy eficientes a la hora de corregir las nuevas desigualdades, pero que son las únicas con capacidad de concitar apoyo transversal entre la ciudadanía.

Las nuevas desigualdades territoriales, por su parte, sí pueden bajo determinados contextos institucionales promover una demanda clara de compensación hacia las zonas «dejadas atrás», pero somos escépticos sobre la capacidad de estas políticas de corregir unas dinámicas económicas que son mucho más poderosas.

En definitiva, bien porque no es previsible que los perdedores de las nuevas desigualdades se vuelvan electoralmente centrales, o bien porque las políticas territoriales que demandan en las áreas geográficas castigadas por la concentración de la actividad económica son inefectivas para revertir los procesos de aglomeración, no parece razonable esperar una fácil corrección de las nuevas desigualdades a través de la demanda social por nuevas políticas públicas, al menos en el corto plazo.

José Fernández Albertos es investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC. Dulce Manzano es profesora de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid).