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JULIÁN MARÍAS (1914-2005), filósofo, académico y escritor. Discípulo de Ortega y Gasset, es uno de los pensadores españoles más relevantes del siglo XX. Entre sus numerosas obras se cuenta el ensayo Tratado sobre la convivencia.


Avance

La exigencia primaria de la concordia es la veracidad, indica Julián Marías. Las opiniones son múltiples y pueden ser erróneas; si son errores sin más, visiones desacertadas, omisiones de algo que se pasa por alto, exageraciones de algo verdadero, la veracidad no padece gravemente y tiene remedio: se puede mostrar el error y hacer que se corrija y rectifique. Otra cosa es la mentira, la desfiguración deliberada y consciente de la verdad, la perversión de la palabra. Eso hace un daño irreparable, viola los derechos de la realidad, causa heridas incurables a la convivencia —subraya—. «Si se examinaran con algún detalle los grandes males que han afligido a la humanidad, se vería cómo en el origen está casi siempre la mentira».

En la convivencia cabe el desacuerdo, pero es posible la concordia siempre que se respeten la libertad y la verdad y se eviten los fanatismos. Estos aparecen cuando alguien «inventa una realidad inexistente» y se aferra a ella sin admitir otra posibilidad. La condición de la concordia es el escrupuloso respeto a la verdad, a la estructura de la realidad; la concordia no se identifica ni con la homogeneidad ni con la unanimidad. Los quebramientos de la concordia tienen dos condiciones: la actitud totalitaria, la idea de que todo es políticamente relevante; y el incremento del poder de los medios de comunicación, que hace posible que los virus «prendan» y se extiendan a grandes porciones de una sociedad, considera Marías.

En España tenemos un ejemplo histórico de convivencia cívica y pacífica: la Transición a la democracia, tras los cuarenta años de dictadura. Se logró, explica Julián Marías, gracias al respeto a la realidad, el respeto al otro, y el considerar que para la convivencia no es precisa la unanimidad, ni siquiera un acuerdo absoluto. En ese proceso tuvo un importante papel el cuidado de la palabra, «la calidad de lo que se dijo». Lo contrario de lo que ocurrió en la Guerra Civil, en la que «los dos bandos no podían soportar lo que decían los otros». Se produjo una irracional intolerancia a la retórica de los adversarios, que se convirtieron en enemigos implacables. En tanto que en la Transición, subraya el filósofo, con pocas excepciones, «se habló con mesura, corrección, miramientos, respeto a la verdad. Desde las palabras del Rey en los primeros momentos hasta la conducción del enorme proceso de transformación, la veracidad y la cordura imperaron».


[Extractamos a continuación algunos párrafos de Tratado sobre la convivencia]

No solo la libertad es consecuencia de la verdad, de su descubrimiento y aceptación. Lo es igualmente la concordia. Conviene no confundirla con la unanimidad, ni siquiera con el acuerdo. La diversidad de lo humano, la índole conflictiva, excluye la homogeneidad, la unanimidad, que siempre es impuesta, precisamente a costa de la verdad, de su desconocimiento o falsificación. El desacuerdo es muchas veces inevitable. Pero se puede confundirlo con la discordia.

Esta es la negación de la convivencia, la decisión de no vivir juntos los que discrepan en ciertos puntos, en algunas cuestiones en que el acuerdo no parece posible. Las diferencias no pueden llevar al olvido de los elementos comunes, en los que se funda precisamente la posibilidad de la convivencia. Y esta palabra española me parece preciosa: en muchas lenguas no existe, y la sustituye la voz «coexistencia», que es cosa muy distinta.

Coexiste todo lo que existe juntamente y a la vez. Las cosas coexisten, y el hombre con ellas; convivir es vivir juntos, y se refiere a las personas como tales. Es decir, con sus diferencias, con sus discrepancias, con sus conflictos, con sus luchas dentro de la convivencia, de esa operación que consiste en vivir juntos.

Tratado sobre la convivencia. Ed. Martínez Roca. 2000.

Esto es precisamente la concordia, cuya condición es el escrupuloso respeto de lo que es verdad, es decir, de la estructura de la realidad. Lo cual excluye la homogeneidad, la unanimidad, que rara vez existe; y otro tanto el desconocimiento de los factores comunes, desde la condición humana hasta la contemporaneidad, es decir, la pertenencia a un mundo que, si no es uno, está en presencia y dentro de un sistema de relaciones mutuas; y por supuesto, todas las unidades, históricas, sociales, culturales, no menos reales que la diversidad y las diferencias. (pp. 9-10)

Por qué se rompe la convivencia

Ha sido frecuente en la historia la imposición de las vigencias mayoritarias, la opresión de los discrepantes, el no reconocerlos y respetar sus diferencias, la posibilidad de convivir con ellos. Algunos restos de esta actitud perduran en nuestro tiempo, pero está siendo sustituida por otra, que en cierto modo la invierte: son los discrepantes los que intentan imponerse, y esto en dos formas o grados. En algunos casos, mediante la ruptura de la convivencia, es decir, negándose a convivir como porciones de unidades superiores y con diversidad. En otro, de forma más extremada, pretenden imponer su variedad particular a esas unidades -acaso al mundo entero-, con riesgo de su destrucción y ruina, con el máximo desprecio de lo que es la realidad efectiva, y por tanto de la verdad.

Lo que suele llamarse «integrismo» o «fundamentalismo» es el ejemplo actual de esta actitud. Es la inversión de la forma tradicional de abuso: no el de las mayorías, sino el de las minorías. A la injusticia y la violencia se añade la inverosimilitud; no solo la falta de razón, sino la inversión de la racionalidad. Es la versión más atenuada de tomar la parte por el todo.(p. 11)

Origen de las discordias

Casi siempre, esa desvirtuación de la realidad, que engendra el descontento y el malestar, es decir, la falta de verdadera instalación, y con ello el desasosiego, es algo inventado por algunos, de origen individual, contagiado a otros y que finalmente arraiga, se convierte en la interpretación vigente, dificilísima de superar.

Este es el origen de la inmensa mayoría de las discordias que afectan a nuestro planeta. Los hombres han luchado entre sí desde que el mundo es mundo, casi siempre con gran torpeza, frecuentemente con gran violencia y crueldad. Pero no se trataba propiamente de discordias, sino de ambiciones, intereses, afán de predominio. Las guerras entre naciones eran conciliables con la admiración mutua; las luchas en su interior eran conflictos entre partes que no se excluían.

Ha sido menester llegar a tiempos cercanos para que aparezcan los fenómenos de distorsión de la realidad que estoy mencionando. Los quebramientos de la concordia —que es de lo que se trata— tienen dos condiciones: una de ellas, la actitud totalitaria, la idea de que todo es políticamente relevante; la otra, el incremento del poder de los medios de comunicación, lo que hace posible que los virus «prendan» y se extiendan a grandes porciones de una sociedad, o al conjunto de ella.

Se trata, pues, de lo que acontece a la verdad; cuando se la desconoce o se la niega, no solo se pierde la libertad y se es siervo de la falsedad, sino que ello acarrea la destrucción de la concordia, de la capacidad de convivir conservando todas las diferencias, las discrepancias ocasionales; en suma, el conjunto de las diversas y verdaderas libertades. (pp. 13-14)

Partidos políticos, divergencias y coincidencias

Hay partidos distintos y divergentes, que tienen —o deben tener— programas distintos, que proponen  los ciudadanos, pero hay una zona amplísima de cuestiones en que deben coincidir, porque se trata de problemas comunes y que requieren medidas coherentes. El hecho de que la única misión de un partido sea “oponerse” a otro es una perversión de la democracia. Sobre una amplia zona de coincidencias deben aparecer las discrepancias, las contraposiciones, que se deben discutir, justificar, con hechos y razones, usando la libertad de expresión. (P. 190)

La fórmula del fanatismo

El único acuerdo posible es la aceptación de la realidad, el respeto a ella. Se pueden tener opiniones diversas respecto a una cosa, pero mientras se la tiene delante, ella misma impone su estructura, obliga a concordar parcialmente, establece un torso con el cual hay que contar, al que se pueden añadir matices que no son necesariamente inconciliables. Lo malo es que cada uno “invente” una realidad inexistente y se aferre a ella sin admitir otra posibilidad. Es la fórmula misma del fanatismo, que a su vez es una de las variedades de envilecimiento del hombre. (p. 116).

Condiciones de la concordia: Veracidad

La exigencia primaria de la concordia es la veracidad. Acabo de decir que las opiniones son múltiples y pueden ser erróneas; si son errores sin más, visiones desacertadas, omisiones de algo que se pasa por alto, exageraciones de algo verdadero, la veracidad no padece gravemente y tiene remedio: se puede mostrar el error y hacer que se corrija y rectifique. Otra cosa es la mentira, la desfiguración deliberada y consciente de la verdad, la perversión de la palabra. Esto hace un daño irreparable, viola los derechos de la realidad, causa heridas incurables a la convivencia. Si se examinaran con algún detalle los grandes males que han afligido a la humanidad, se vería cómo en su origen está casi siempre la mentira. (p. 176)

La voluntad de no hacer daño

Otra condición imperativa de la convivencia es la voluntad de no hacer daño. Se pueden defender los propios intereses, intentar que las cosas se orienten de modo favorable a ellos, alcanzar poder e influjo, anteponer lo propio a lo ajeno. La imperfección humana hace que otra cosa sea ilusoria. Pero lo inaceptable es hacer daño a los demás, procurar su mal, no solo impedir su triunfo, sino herirlos y empeorar su situación. (p. 177)

Deponer la agresividad

Otra condición de la concordia y la convivencia es la reducción al mínimo de la agresividad. Hay gentes que no pueden hablar sin agredir, insultar, calumniar. Hacen profundas heridas personales, que suelen enconarse y dificultar la convivencia. A esas palabras se suele responder con otras igualmente exasperadas y agresivas, y ese es precisamente el principio de la discordia (p. 177)

La palabra puede generar discordia

Lo que no puede aceptarse es que alguien se despache a su gusto a costa de la dignidad de otros, o de la realidad misma, que es lo más respetable de este mundo, y todo siga como antes, sin sanción ni consecuencia.

Se pensará quizá que todo eso es “cuestión de palabras”, a última hora sin mayor importancia. Creo todo lo contrario: las cuestiones de palabras son las más graves y peligrosas. Por mi edad he asistido a la génesis desarrollo y consecuencias —tan largas— de la guerra civil. Y estoy persuadido de que su causa, más que cuestiones “de hecho”, fueron las cosas agresivas, irresponsables, falsas, que se dijeron a ambos lados; fueron las que llevaron a que hubiese dos siniestros “lados” fratricidas y destructores.

Los que habían de ser “los dos bandos” no podían soportar lo que decían “los otros”. Cuestiones de palabras sí, por las que llegaron a matarse acaso 300.000 españoles. Se produjo una violenta e irracional intolerancia a la retórica de los adversarios, que se convirtieron en enemigos implacables. (p. 123)

La cordura de la Transición

Lo que hizo posible el asombroso acierto de lo que se llama la “transición”, el paso sin violencia ni odio de una larga situación insostenible a otra profundamente distinta fue la calidad de lo que se dijo. Con pocas excepciones, que pronto quedaron reducidas a sus proporciones reales, se habló con mesura, corrección, miramientos, respeto a la verdad. Desde las palabras del Rey en los primeros momentos hasta la conducción del enorme proceso de transformación, la veracidad y la cordura imperaron (p. 124)

Intolerancia y respeto a la realidad

No se debe ser intransigente ni intolerante. La política, en particular, no debe serlo… Pero esa actitud, que es inteligente y noble, que favorece la convivencia, tiene algunos límites, que conviene recordar. Hay algo que no se puede sacrificar, porque significa una violencia ejercida sobre algo que tiene los sumos derechos; la realidad. Esta es irrenunciable, y si se le es infiel, las consecuencias son gravísimas.

La razón es que la realidad “no desiste”. Los deseos humanos o la voluntad pueden hacerlo… La realidad tiene una estructura que hay que reconocer y aceptar; si se la desconoce o niega, “se venga” a su manera, con un sistema implacable de resistencias. Pero la realidad no es solo física: es también humana, personal, social, histórica. Sus estructuras son más complejas, y por eso más difícil de descubrir y precisar, pero no por ello son menos efectivas. Y el error respecto a ellas, o la falta de respeto, se pagan con desastres (p. 28).