Juan-Eduardo Cirlot (1916-1973) es uno de los poetas en lengua castellana más interesantes del siglo xx. Le pasó lo mismo que a Cavafis y a Pessoa: tuvo que morirse para que los estudiosos empezaran a valorar su poesía, oscurecida por su tarea como crítico de arte, que fue muy aplaudida en el tiempo que le tocó vivir. Discípulo del musicólogo y etnógrafo Marius Schneider -el célebre autor de El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura antiguas (Barcelona, CSIC, 1946) y de La danza de espadas y la tarantela (Barcelona, CSIC, 1948)-, Cirlot paseó por Cataluña y por España el brillo de unos ojos lúcidamente alucinados, haciendo gala en todo momento de un envidiable sentido de la independencia y de una aristocracia de espíritu poco frecuente en estos días.
Sea en rotundos endecasílabos castellanos, sea en permutaciones gráficas o aliteraciones fonéticas de gusto arcaico y vanguardista a la vez, Cirlot continúa en sus versos el camino trazado por el antiguo bardo céltico, un camino de amor y de belleza «para la nada y donde nunca». Son caracteres rúnicos los suyos, surgidos de no sé cuál hechizo antiquísimo que los fijó desde el principio al metal o a la roca, asegurando así su permanencia. Cada letra reclama su pasado ideográfico y pictográfico, un pretérito sacro de espadas, cruces góticas y dragones. Entre los escasos, pero magníficos, poemas de «línea clara» de Cirlot figura el que ofrezco a continuación; puede leerse en Poesía 1966-1972, edición de Leopoldo Azancot, Madrid, Editora Nacional, 1974, páginas 128-129.
MOMENTO
Mi cuerpo se pasea por una habitación llena de libros y de espadas y con dos cruces
góticas;
sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of Plantagenets and
Valois, aparte de un resumen de la Ars Magna de Lulio.
Las fotografías de Bronwyn están en sus carpetas, como tantas otras cosas que
guardo (versos, ideas, citas, fotos).
Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de mayo de 1971, y lo
supiera de antemano,
no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema «La Quete de Bronwyn»
que está en imprenta.
En rigor, no creo en la «otra vida», ni en la reencarnación, ni tengo la dicha
(menos aún) de creer
que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.
Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no
sé dónde ni cómo,
posiblemente ser en cualquier existente como ahora soy en Juan-Eduardo Cirlot.
Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte -¡ah, cómo la desearía!- si
pudiera
creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar
e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido de los ojos y boca de
Rosemary Forsyth
me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en esta vida no he sabido
o no he podido
trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,
aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde nunca.
Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis músicos favoritos
(éstos son Scriabin, Schonberg y otros)
no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.
Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y de mis campañas
con Lúculo, Pompeyo o Sila,
y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas en los tiempos
románicos,
y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando, entonces, en el siglo
XI,
regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.
Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues cuando fui en
Egipto vendedor de caballos,
ya era un hombre conocido por «el triste».
Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo del cuerpo,
y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más tarde
cedió a las hijas de los hombres y se hizo hombre,
ese ángel es el peor de los dragones.