El pasado día 31 de mayo, en el pabellón de Actividades Culturales de la Feria del Libro de Madrid, se celebró el acto de entrega del quinto Premio Troa, «Libros con valores», otorgado a José Jiménez Lozano por su novela Se llamaba Carolina. Los motivos que llevaron al jurado a conceder el premio quedaron expuestos en el dictamen final en los términos siguientes: «Por el retrato veraz y sin maniqueísmos de una época todavía viva en la memoria de los españoles, por la importancia concedida a la escuela y a la figura del maestro, por la reutilización de materiales literarios universales y por la extraordinaria riqueza de su lenguaje».
José Jiménez Lozano, que se autodefine a sí mismo como «escribidor», ha cultivado diversos campos de esa tarea de «escribir», que le ha llevado desde la poesía al periodismo y del reportaje y el ensayo a la creación narrativa, a través de una prosa depurada de perfiles clásicos. Sin olvidar su autoría intelectual, junto a su amigo el sacerdote José Velicia (1931-1997), de ese gran proyecto cultural, artístico y religioso llamado «Las edades del hombre» promovido por la Iglesia de la Junta de Castilla-León. José Jiménez Lozano (1930, Langa, Ávila) además de su larga carrera como periodista en el diario señero El Norte de Castilla donde ejerció desde simple colaborador a los cargos de subdirector y director, ha cultivado los géneros de poesía, ensayo y novela, actividades por las que ha recibido numerosos galardones como el Premio Nacional de las Letras españolas en 1992 y el Cervantes en 2002. El último reconocimiento a su labor, concedido por la Fundación Troa a su novela Se llamaba Carolina muestra la juventud de un escritor veterano que, en plena actividad, agradece «un premio que me alegra por muchas razones pero desde luego porque en cierta manera me rejuvenece ya que se me concede a los pocos días de cumplir 87 años y me otorga un poco más de confianza en mí mismo, y en mi propia escritura, que siempre he necesitado».
La novela nos remite a un pasado, todavía no muy lejano en el tiempo, los años cuarenta de la posguerra civil, tal como se vivieron en una localidad cualquiera, ni grande ni pequeña, de la Castilla profunda, que el autor ha conocido, desde su nacimiento e infancia en Langa y Arévalo (Ávila) a su vida en Alcazar én, ya en la provincia de Valladolid. Los habitantes del pueblo mantienen una cierta actividad cultural, de modo particular cuando reciben a lo largo del año las visitas periódicas de cómicos, titiriteros y compañías de circo ambulante, que interrumpen la monotonía diaria y se convierten en temas de conversación en tertulias y comidillas.
Uno de los platos fuertes de cada temporada corresponde a una compañía de teatro que representa nada menos que la famosa tragedia de Shakespeare Hamlet, príncipe de Dinamarca. El problema suscitado en esta ocasión se refiere a que, debido a una avería inesperada, el vehículo que transporta a los actores no se encuentra en condiciones de cumplir su compromiso en la fecha prevista. El director, solicita a las fuerzas vivas de la localidad ayuda para cubrir los papeles más importantes: el del propio Hamlet y, sobre todo, el de Ofelia. Deciden recurrir a una joven de familia distinguida, que había cursado estudios en el Madrid de la guerra y con cierta experiencia en el escenario llamada Carolina, que acepta finalmente el encargo para satisfacción de los organizadores. La figura de Carolina, que ya se había perfilado como uno de los personajes de mayor envergadura hasta el momento, se convierte en la gran protagonista del relato, aunque siempre rodeada de una amplia galería de personajes cuyos rasgos humanos, defectos, virtudes, inclinaciones, fallos y aciertos, Jiménez Lozano describe con una prosa fluida, llena de ternura e ironía, no exenta de sentido del humor campechano y castizo. Veamos, pues, el episodio menor, pero significativo, de uno de los extras, Honorio, el del quiosco del pueblo, que debía intervenir en el drama shakesperiano con la frase: «Ni un ratón se ha movido» y que introdujo su propia versión, ante el delirio de los espectadores: Ni un ratón se ha «moneao»… y reforzó su aporte con el añadido«ni ha asomao el hocico». Palabras que fueron incorporadas al léxico popular y utilizadas cuando venían a cuento en conversaciones jocosas. Jiménez Lozano atribuye el relato de la historia de Carolina, grande o pequeña, pero entrañable siempre, a un narrador que se declara admirador de ese personaje femenino, encantador y dulce, enigmático una veces y de sinceridad transparente otras, del que recibió de niño algo más que clases particulares para aprobar los exámenes del instituto. El afecto hacia su profesora, amiga y consejera, que permanece vivo en el recuerdo de aquel chico, ya convertido en adulto, le lleva a reconstruir episodios de un pasado que no volverá. ¿Dónde situar el circo o el teatro ambulante de meritorias compañías que en los años cuarenta representaban teatro clásico, ante el impacto arrollador del cine? Una cierta nostalgia, suave y sin estridencias, se percibe en los personajes, situaciones y cuadros de costumbres que sirven de marco ambiental a los episodios que forman el retablo de las maravillas de una Carolina que, gravemente enferma, se despide de su alumno con una nota en la que le anuncia su retirada a un sanatorio, que se supone antituberculoso. El narrador no se resigna. Reclama, al cabo de los años, la vuelta de Carolina, a la que supone ya curada, con emocionadas palabras que cierran la novela y dejan una huella profunda en el ánimo del lector:
Ya me explicarás lo que me queda por saber del mundo y de nosotros, Pero, ahora, ponme antes que nada una nota de cita, como los billetitos escritos para ir yo a tu clase, diciendo que me esperas y que no te has ido ni te vas a ir ya nunca a ningún sitio.