Hay quienes piensan que la poesía española atraviesa un momento deplorable, que no hay más allá de dos o tres buenos poetas ejerciendo su oficio. Otros, más generosos, elevan el número y hablan de cinco o seis poetas de raza. Yo creo, sin embargo, que en la actualidad hay muchos poetas de una calidad envidiable. La mayoría de esos poetas son jóvenes que, desde muy temprano, han demostrado poseer una técnica depurada y facilidad para hacer que los lectores compartan con ellos la emoción poética. Son jóvenes que han sabido leer muy bien a los clásicos y a los contemporáneos, dialogar con la tradición y, a la vez, encontrar una voz propia.
Jaime García-Máiquez (Murcia, 1973) es uno de esos jóvenes particularmente dotados para la poesía. En su único libro publicado hasta la fecha, Vivir al día (Sevilla, 1999), que mereció el prestigioso Premio Luis Cernuda, se incluyen unos cuantos poemas maduros, redondos, de esos que despiertan una sana envidia. La poesía de Jaime tiene una ternura especial, que mezcla, a partes iguales, alegría de vivir e irónica pesadumbre. Las rimas asonantes de muchos de sus poemas, manejadas con gran maestría, y un lenguaje común y claro, confieren al conjunto de su obra un tono extraordinariamente cálido y amable. En la poesía de Jaime hay fe y paradoja, confianza y desconsuelo.
Jaime García-Máiquez suele hablarle en voz baja al lector. En voz baja, pero con intensidad y sin dar cabida a las trivialidades. En su poema inédito «La rosa del desierto», que hoy presentamos, Jaime eleva un poco esa voz y, con sonoros endecasílabos blancos, compone un delicado y estremecedor himno a la hermosura milagrosa y a la invencible esperanza.
POESÍA Y VERDAD
Recuerdo la desilusión que me supusieron mis primeras lecturas filosóficas. Yo, que buscaba en aquellos libros respuestas esenciales (o cosas por el estilo), no di más que con la demostración laberíntica de algunas evidencias, razonamientos confusos que conducían penosamente a un verdad desnaturalizada y burocrática. No entendía, por entonces, cómo era posible que los más enrevesados e inteligentes razonamientos se quedaran vacíos y obsoletos frente a cualquier poema de Juan Ramón Jiménez; cómo era posible que la comprensión de la vida que buscaba en los libros no me la aportaran esos voluminosos volúmenes de filosofía y me lo dieran las temblorosas líneas de un pequeño poema de José Mateos. La respuesta, que llegó poco después de la mano de la verdadera filosofía, me la dio la definición que tenían los griegos de la belleza: el resplandor de la verdad. La poesía es una forma de conocimiento que nos muestra la verdad en un estado puro; una encarnación, digamos, en estado glorioso. Por eso, un buen poema puede enriquecernos más que todo un libro de filosofía, un tratado científico o un viaje a la India acompañado de Sánchez Dragó. Verdaderamente no hay nada que crear en el mundo, pero muchísimo por descubrir. Creo que la poesía va desvelando el misterio de las cosas, sacando a la luz parte de su verdad y mostrándonos, a través de ella, el camino más hermoso e intenso de nuestra libertad y del sentido de la vida.
LA ROSA DEL DESIERTO
A mi madre
No sé qué clase de escultor te hizo
pero, entre golpes de cincel, él supo
acariciarte y darte aquel aroma
que no requiere de piedad escrita
para seguir oliendo tras la muerte.
Brotaste del fulgor de la tormenta,
del beso enajenado de la ira,
con la soberbia majestad de un símbolo
y el lejano sonido, como seco,
del solemne oleaje de las dunas.
Tú eres la hermosa rebelión de pétalos
que no se atreve a sujetar un tallo,
el fruto misterioso que combina
desdén de flor con humildad de piedra,
arena viva y polvo florecido.
Tú eres la rosa helada que nos canta
un himno de esperanza en el silencio,
la música callada que estremece
los más tristes cimientos de la tierra
porque hay amor también en el desierto.