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Si me pregunto por las razones que me empujaron a interesarme por el tema que para resumir denomino «la moral en política», veo sobre todo dos, cada una de ellas relacionada con una parte diferente de mi vida. Bulgaria, en donde crecí, había entrado en 1944 en la órbita de la Unión Soviética, y el país fue sometido progresivamente a un régimen totalitario dominado por el Partido Comunista. ¿En qué momento fui consciente de ello? Creo que, en mi caso, el año 1956 marca una ruptura. Fue de entrada el año en el que terminé mis estudios secundarios y me matriculé en la universidad, en la disciplina que se corresponde con lo que en Francia llamamos «letras modernas», y que en la Universidad de Sofía designábamos como «filología». Era pues el momento en el que se suponía que entraba en la vida adulta y adquiría cierta autonomía de pensamiento. Pero el año también estuvo marcado por dos acontecimientos políticos de peso. El primero, en el mes de febrero, fue la difusión del «informe secreto» que Nikita Jrushchov, jefe tanto del Partido Comunista como del Estado soviético, presentó al vigésimo congreso de este partido sobre los crímenes de Stalin y del estalinismo. Hoy en día cuesta imaginar el impacto que tuvo este texto, como mínimo en personas que, como yo, no sospechaban la envergadura del desastre. Se había adorado a Stalin como a un semidiós, antes y después de su muerte, en 1953, su momia descansaba por toda la eternidad —creíamos— en el mausoleo al pie del Kremlin, y de repente nos enterábamos, por la fuente más autorizada posible, de que este personaje era uno de los peores criminales de nuestro tiempo. Retrospectivamente podemos constatar que el «informe secreto» de Jrushchov distaba mucho de revelar toda la verdad del estalinismo, pero en aquel momento, al me-nos para los inocentes como yo, el golpe fue duro. De repente se derrumbaba un mundo. Y yo me decía que sin duda iba a empezar una nueva época.

Tardé mucho en ser consciente de otro grave defecto de aquel régimen, a saber, la confusión entre moral y política.

El segundo acontecimiento tuvo lugar en otoño del mismo año. Por vías indirectas —emisoras de radio extranjeras y rumores diversos— nos enteramos de que en otra «democracia popular», Hungría, se había iniciado un nuevo proceso. Aunque seguían llamándose comunistas, los dirigentes húngaros emprendieron audaces reformas, sobre todo abandonar la alianza militar que formaba el conjunto de países del bloque soviético, el llamado «pacto de Varsovia», y proclamar la neutralidad de su país. A finales de octubre Hungría estaba en plena efervescencia. Nosotros, los búlgaros, seguíamos la evolución de los acontecimientos día tras día. Después, a principios de noviembre, llegó el fin. Era evidente que la tentativa de autonomía y de liberalización era más de lo que los dirigentes soviéticos estaban dispuestos a soportar. Los tanques rusos entraron en Budapest y aplastaron de forma sangrienta toda veleidad de resistencia. El efecto que nos causó esta represión fue devastador. Habíamos imaginado que el discurso de Jrushchov en el vigésimo congreso llevaría a un cambio progresivo de nuestras sociedades hacia la democracia. Nuestra ilusión se desmoronó. Se demostró que los desastres de los años anteriores no eran consecuencia de una deriva criminal del jefe Stalin ni del «culto a la personalidad» de que era objeto (como pretendía Jrushchov), sino que eran producto del propio sistema comunista. El hombre que había denunciado los crímenes de Stalin acababa de ordenar al Ejército Rojo que invadiera Hungría. Por entonces yo tenía diecisiete años y debía sacar las conclusiones que se imponían para mi propia vida.

Los bellos ideales estaban relegados a la categoría de simples herramientas, de revestimiento cómodo destinado a facilitar la sumisión de la población.

Nuestra existencia bajo el régimen comunista tenía muchos inconvenientes, en primer lugar, la permanente escasez de productos de primera necesidad para casi toda la población, y en segundo lugar la privación de las libertades individuales más básicas para una parte más restringida de la población. Esto lo veía claro ya en aquella época, aunque tardé mucho más en ser consciente de otro grave defecto de aquel régimen, a saber, la confusión entre moral y política. Para ser más exacto, aparentemente el régimen reivindicaba determinados valores absolutos —igualdad, libertad, dignidad humana, desarrollo personal, paz y amistad entre los pueblos—, y se suponía que todas las medidas políticas concretas derivaban de estos nobles principios y nos conducían a ellos. Apuntaban a un fin sublime, al futuro radiante y a la sociedad comunista ideal. Pero enseguida entendimos que toda esta construcción no era más que una fachada destinada a camuflar el verdadero orden, que era muy diferente. El auténtico fin era dominar completamente el país, y su único límite eran las directrices que lanzaban los jefes del Partido Comunista soviético. Todos los poderes se concentraban en manos de un pequeño círculo de dirigentes que no toleraba el más mínimo pensamiento herético. En cuanto a los bellos ideales, estaban relegados a la categoría de simples herramientas, de revestimiento cómodo destinado a facilitar la sumisión de la población. En lugar de una política inspirada en valores universales, se trataba de instrumentalizar esos elevados ideales al servicio de los objetivos prácticos más mezquinos.

La consecuencia de esta confusión era la grave erosión de todo el ámbito de la moral. A este respecto debían distinguirse varios grupos en el seno de la población. Para empezar, el de los miembros del equipo dirigente y sus familiares y amigos, que gozaban de numerosas ventajas y cuyo discurso comportaba dosis variables de credulidad y de cinismo, según tuvieran más o menos fe en la ideología que profesaban. Otro grupo estaba formado por la parte de la población que, de buen grado o a la fuerza, había adoptado los valores oficiales e intentaba ajustarse a ellos en su conducta, vigilando a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a los amigos del grupo del que formaban parte, y denunciando a las personas que suponían que se apartaban de la línea ortodoxa. Por último, el tercer grupo estaba formado por personas que habían renunciado a hacer carrera uniéndose al Partido Comunista, que obedecían las órdenes, pero sin entusiasmo, que daban importancia a los ámbitos que escapaban al control ideológico —vida privada, amistades, amor y contacto con la naturaleza—, y que por lo tanto vivían en una especie de exilio interior. Los miembros de este último grupo intentaban vivir dignamente, pero sólo dentro de un marco privado. En público debían ofrecer garantías al régimen y dar muestras de su fidelidad al dogma. Así pues, en las conversaciones con los amigos o en su lugar de trabajo, debían evitar en la medida de lo posible todo tema político y aprender a recurrir a evasivas. El precio que pagaban era cierta marginación social. Cuando intentaba imaginarme mi existencia futura, me veía en este último grupo, aunque nada estaba garantizado.

No veía lugar para una vía a medio camino entre el silencio resignado y la revuelta estéril, en la que estás seguro de perder.

Que yo sepa, por aquel entonces no había opositores declarados al régimen. Si los había, debían de estar pudriéndose en la cárcel o en uno de los campos de concentración dispersos por el país, colonias penitenciarias de siniestra reputación. A decir verdad, ni se me pasaba por la cabeza la idea de tomar esta dirección, porque esta actitud me parecía totalmente desesperada. No veía lugar para una vía a medio camino entre el silencio resignado y la revuelta estéril, en la que estás seguro de perder. Unos años después los disidentes trazarían esta otra vía, pero, en aquella época, en Bulgaria no había disidentes. Ya no recuerdo si en aquel mismo año, 1956, había llegado a mis oídos el rumor de que un famoso escritor soviético, Borís Pasternak, había dado varios pasos en esta dirección haciendo circular ilegalmente una obra que se habían negado a publicarle. Es posible que la noticia traspasara las fronteras por vías no oficiales.

Lo sagrado no había abandonado el mundo, pero ya no era común a todos. Cada uno podía elegir lo que a su juicio era sagrado para él.

Desde aquella época lejana, el tema del lugar de la moral en la vida pública nunca se ha apartado de mí. Tiempo después me di cuenta de que, en la sociedad comunista posterior a la muerte de Stalin, por grande que fuera la presión que la sociedad ejercía sobre los individuos, había sido posible, no desafiar el poder del partido-Estado, por supuesto, pero sí asumir la adhesión personal a determinados valores elegidos por uno mismo: no doblar siempre el espinazo, negarse rotundamente a delatar, favorecer la lealtad con las personas en detrimento de la sumisión a las reglas oficiales, callarse si era preciso, pero jamás decir falsedades. Nunca sabré cuál habría sido exactamente mi trayectoria en el contexto búlgaro, porque, apenas dos años después de haber terminado mis estudios, dejé mi país natal y me trasladé a Francia. Pero no he olvidado la experiencia de vivir en un régimen totalitario. Incluso me da cada vez más la sensación de que ha desempeñado y sigue desempeñando un papel fundamental en la construcción de mi actual identidad, de que esa experiencia es la que explica buena parte de mis decisiones y de mis gustos. Sin duda es una de las razones que hoy en día me empujan a observar más de cerca las vidas que yo no viví, vidas de resistencia moral, no violenta, al orden dominante.

Mi primera sensación al llegar a mi nuevo país, donde desde entonces han transcurrido más de dos tercios de mi existencia, procedía de constatar que había desaparecido la permanente vigilancia de todos por parte de todos. Ya no teníamos que procurar no transgredir los límites de lo permitido. El perímetro de las libertades individuales era incomparablemente más amplio. Ya no era indispensable ser hipócrita todo el tiempo, andarse con rodeos respecto de tus sensaciones y fingir. La amenaza de sanción se había alejado. A primera vista, había desaparecido también la confusión entre moral y política. El régimen democrático que descubría no proponía ni una utopía ni un camino hacia la salvación. Consistía más bien en gestionar asuntos comunes, en principio en interés de todos. Los valores absolutos me parecían reservados al ámbito individual y privado: se elegía libremente la orientación religiosa, se implicaba uno a fondo en una actividad artística, se ponía en práctica una actividad social elegida por propia iniciativa y se podía —si se quería— sacralizar las relaciones íntimas que se mantenían, el amor a un hombre, una mujer, un hijo, un familiar o un amigo. En cuanto a los compromisos políticos, podían ser apasionados, pero raramente tenían un carácter solemne, porque se sabía por experiencia que eran cambiantes. Lo sagrado no había abandonado el mundo, pero ya no era común a todos. Cada uno podía elegir lo que a su juicio era sagrado para él.

Otra diferencia me llamaba la atención. Es cierto que moral y política tienen en común el hecho de orientar nuestra conducta con los demás seres humanos, pero, aparte de esto, casi todo lo demás las opone. En principio, la acción política consiste en hacer lo que conviene más a los intereses de un grupo concreto (un país, un partido o cualquier colectivo humano). La acción moral excluye todo interés particular y reivindica principios universales. La primera se juzga por sus resultados. Es buena si ha alcanzado sus objetivos. La segunda se evalúa a partir de las intenciones de quien la lleva a cabo. El hombre que fracasa en su intento de ayudar al prójimo no es menos virtuoso que el que lo logra. La virtud personal del político importa poco. Puede ser desagradable con los que lo rodean, o defender determinada medida sólo para impulsar su carrera. Lo que le pedimos es simplemente que esas medidas sean ventajosas para nuestro grupo. Por el contrario, la acción moral sólo funciona en primera persona del singular. Moralmente sólo puedo exigirme a mí mismo. A los demás debo darles. Por lo tanto, quien hace moral para los demás sin someterse a ella es doblemente inmoral, consigo mismo y con los demás. En todo caso, la situación había cambiado respecto de mi pasado de europeo del Este. Ya no se trataba de la confusión entre moral y política, de su constante instrumentalización, sino de la progresiva desaparición de la moral del discurso público. Pero es preciso concretar y matizar esta constatación.

Con el paso del tiempo he acabado pensando que es imposible quedarse satisfecho con esta repartición algo mecánica, que relega toda idea del bien al ámbito privado y sólo reserva al ámbito público la gestión eficaz de los asuntos cotidianos. Es cierto que la democracia no ofrece acceso al bien soberano, no exige que los hombres de Estado sean modelos de virtud o profetas de una utopía, pero no es verdad que le sea indiferente su conducta moral. Los ciudadanos del país son seres humanos con necesidades materiales y espirituales, desean que los individuos que, en un momento dado, representan el Estado abran perspectivas, señalen un horizonte e identifiquen el sentido global de la actividad pública que han emprendido. Ahora bien, a este respecto no se puede fingir durante mucho tiempo. Si Francia sigue respetando al general De Gaulle, no es porque se crea que todas sus iniciativas eran buenas, sino porque parecía ser un hombre que actuaba en nombre de un ideal, el bien común de su patria, que estaba por encima de sus intereses personales. Entre la política sometida a la utopía o a la moral y la que se limita a gestionar los asuntos en curso, hay lugar para una política que ofrezca un ideal que todos podamos compartir. ¿O son sólo las circunstancias de crisis y de guerra las que hacen resurgir en los hombres estas cualidades de rectitud moral?

Quien hace moral para los demás sin someterse a ella es doblemente inmoral, consigo mismo y con los demás.

Por lo demás, un valor escapaba a la división individualista: la propia democracia. Entre las dos guerras mundiales, muchas veces la habían acusado de ser un régimen blando, enzarzado en infinitas palabrerías parlamentarias. Fascismo y comunismo se presentaban como soluciones de recambio, de calidad superior. Nada de eso era ya posible en los años sesenta, pese a la popularidad del Partido Comunista francés y a la efervescencia izquierdista de 1968. Tanto el partido como los grupúsculos habían echado agua democrática en su vino utopista. Al margen de los desacuerdos entre partidos políticos, casi todos reconocían las insuficiencias de las sociedades construidas según el modelo soviético, y se animaba y admiraba a los disidentes del Estado. La oposición al totalitarismo podía considerarse un valor trascendente, común a todos, y justificaba la adhesión al principio democrático.

Esta situación cambió a raíz de un acontecimiento imprevisible, aunque muy deseado, la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, y durante los dos años siguientes el desmantelamiento de todos los regímenes comunistas tanto en la Europa del Este como en la Unión Soviética. Para sorpresa general, este importante cambio, este final de la guerra fría, se produjo básicamente sin derramamiento de sangre. Las fachadas de los regímenes anteriores se desmoronaron como castillos de naipes. La victoria de la democracia sobre el totalitarismo tuvo dos efectos. Por una parte, confirmó la derrota de las doctrinas que se erigían como rivales de la democracia y consagró la superioridad de este régimen. Además, al mismo tiempo el movimiento democrático llegó a otras partes del mundo, al sudeste asiático y a América latina. Pero, por otra parte, convirtió en anacrónica la justificación de la democracia por comparación con las dictaduras, totalitarias o militares. Al no tener ya enemigo ideológico, la democracia perdió una parte de su identidad, esa aspiración a determinados valores que destacaban por contraste.

Paradójicamente, el final de la guerra fría tuvo dos efectos parecidos al otro lado del antiguo telón de acero, especialmente en Rusia. El ideal comunista había sido una mera petición de principio, pero ilustraba la necesidad de vivir de acuerdo con un ideal. Se había presentado una ficción como si fuera una realidad cercana, y para gran parte de la población desempeñaba ese papel. Con la caída del imperio soviético se inició un doble proceso. Por una parte, la verdad sustituyó a la mentira, lo que permitió dejar atrás ilusiones y falsas excusas. Pero, por la otra, la nueva situación dejó fuera la referencia a valores trascendentes. Se creyó que vivir de acuerdo con un ideal era siempre y exclusivamente producto de la ingenuidad o de la hipocresía, que lo mejor era asumir el destino común, vivir en función del interés personal, intentar satisfacer los deseos inmediatos y aceptar que el dinero era la única llave de la felicidad. El primer efecto del cambio tenía que ver con el contenido de las representaciones colectivas, y el segundo, con la estructura propia de cada existencia.

Al no tener ya enemigo ideológico, la democracia perdió una parte de su identidad, esa aspiración a valores que destacaban por contraste.

El libro El fin del hombre rojo, de Svetlana Aleksiévich, capta bien estos dos efectos del cambio que sobrevino. Durante años, esta periodista entrevistó a representantes anónimos de la sociedad ex soviética, lo que le permite presentar un cuadro complejo y matizado de la angustia que se apoderó de esta población. La propia autora describe así la naturaleza del cambio: «Estábamos dispuestos a morir por nuestros ideales. A luchar por ellos […] Todos los valores se desmoronaron salvo los de la vida. De la vida en general. Los nuevos sueños son construirse una casa, comprarse un coche bonito y plantar groselleros […] Ya nadie hablaba de ideales. Hablábamos de créditos, de porcentajes y de letras de cambio. Ya no trabajábamos para vivir, sino para “hacer” dinero, para “ganar” dinero». Los valores se han refugiado en el ámbito privado, y tienen sobre todo que ver con la vida material. Un hombre explica a la periodista: «Durante más de setenta años, nos repitieron machaconamente que el dinero no da la felicidad […] Pero bastó con proclamar desde lo alto de una tribuna: “¡Comerciad, enriqueceos!”, y lo olvidamos todo». Una mujer añade: «Ahora ya no se puede hablar con nadie de cosas espirituales, aparte de con los popes […] ¿Cuál es nuestro ideal, aparte del salchichón?». Ya no se prohíben los discursos religiosos, pero son un tema personal. A muchos de estos testigos les da la impresión de que han pasado de Caribdis a Escila. El pasado era terrible (los recuerdos de la violencia totalitaria siguen frescos), pero el presente está vacío, y todas las aspiraciones humanas han quedado sustituidas por el frenesí consumista. En el mundo de los valores hemos pasado del espejismo comunista al desierto capitalista.

El cambio es menos espectacular en el mundo occidental, ya que el papel del ideal —aunque fuera falso— no estaba tan hipertrofiado, pero sigue una trayectoria similar. La rivalidad entre los dos adversarios, democracia y totalitarismo, era un acicate para las virtudes políticas. En su ausencia, el espacio público se vació todavía más de sus valores y los relegó, en el mejor de los casos, exclusivamente a la vida privada. Este cambio incomodó a muchas personas, en especial a algunos militantes de extrema izquierda, que reorientaron sus energías hacia la acción humanitaria, hacia organizaciones no gubernamentales como Médicos Sin Fronteras y Médicos del Mundo. De esta manera, la vida pública recuperaba el contacto con el mundo de los valores. Sin embargo, esta actividad de asistencia y de ayuda —que anteriormente representaba la Cruz Roja— no tardó en parecerles insuficiente. Algunas veces el sufrimiento de poblaciones lejanas respondía a causas naturales, terremotos, inundaciones o erupciones volcánicas, pero con más frecuencia lo habían provocado iniciativas humanas: guerras, dictaduras o persecuciones. Entonces se puso de manifiesto que para ayudar a las víctimas de los desastres no bastaba con limitarse a proporcionar medicamentos y comida, sino que había que neutralizar las causas humanas inmediatas, defender los derechos humanos y el régimen democrático, si era preciso por la fuerza. El hundimiento de la superpotencia soviética dejó el campo libre a intervenciones de la superpotencia estadounidense y de sus aliados. Occidente recuperaba un ideal trascendente, al menos en política exterior: promover la democracia y los derechos humanos en todo el mundo. Ya no se trataba de socorrer, sino de curar, es decir, de corregir los modos de vida que consideraban responsables de esas deficiencias.

La guerra es un “medio” tan poderoso y devastador que anula los nobles objetivos que la han motivado.

La opción de llevar el bien a los demás, si es necesario mediante la fuerza militar, se inscribe en un esquema de mesianismo político muy habitual en Occidente, cuyas manifestaciones anteriores fueron, en el siglo xix, el colonialismo (llevar la civilización superior a los que no la conocían y liberarlos de sus costumbres primitivas), y, en el siglo xx, el comunismo en su versión soviética (crear en todas partes la sociedad ideal). A los ideólogos que promovieron la nueva forma de política impregnada de valores se les llamó, paradójicamente, neoconservadores (cuando son hostiles al conservadurismo), y proceden tanto de la izquierda como de la derecha política. Las acciones que resultan de ellos recibieron denominaciones cambiantes, ya que no tardaron en considerarse eufemismos de una realidad que no quiere decir su nombre. Así, «derecho de injerencia» (en la que la palabra derecho adopta el mismo significado que en la expresión «el derecho del más fuerte»), «responsabilidad de proteger» (que permite intervenir militarmente en un país extranjero para eventualmente derrocar al gobierno y sustituirlo por otro) o «misión para garantizar la seguridad mundial», reivindicada por los presidentes de Estados Unidos (una misión que deriva de su superioridad militar). Estas intervenciones, que, desde el final de la guerra fría, constituyen la mayoría de las acciones militares que emprenden las potencias occidentales, reciben también denominaciones formadas por alianzas de palabras de significado contrario, como «guerras humanitarias» o «militarismo democrático».

Sin embargo, las intervenciones no han conseguido el resultado deseado. Los países que las han sufrido, ya sea Irak, Afganistán o Libia, no se han convertido en democracias ejemplares, ni en campeones de los derechos humanos. La razón es sencilla: la guerra es un «medio» tan poderoso y devastador que anula los nobles objetivos que la habían motivado. La destrucción de personas y bienes no es menos dolorosa cuando se supone que las bombas caen del cielo para defender el bien. Y lo que es peor, la guerra da a la población que la sufre un ejemplo de violencia muy alejado de los valores democráticos o humanitarios que se reivindican. A consecuencia de estas intervenciones, las razones para atacar objetivos occidentales no se han debilitado, sino que se han multiplicado, y pueden encontrarse incluso en las poblaciones inmigrantes de los propios países occidentales.

La destrucción de personas y bienes no es menos dolorosa cuando se supone que las bombas caen del cielo para defender el bien.

También en estos países occidentales se producen efectos negativos. En nombre de la lucha contra un enemigo implacable, los gobiernos están dispuestos a legalizar la tortura y a limitar las libertades civiles de las que gozan los ciudadanos. Además, cuando un gobierno declara una guerra, empuja a su población a unirse a él, lo cual acalla las críticas y elimina las dudas y los matices. En 2014 la inmensa mayoría de la población rusa estuvo de acuerdo con las intervenciones rusas contra Ucrania, la población israelí con las intervenciones contra los palestinos, y la población francesa con las intervenciones contra el Estado Islámico. Raramente se empatiza con el punto de vista del adversario. La guerra supone una escuela de maniqueísmo. Las intervenciones occidentales en curso no son una excepción a la regla. Nuestro pueblo es un apasionado de la libertad y defiende la dignidad humana, dicen los dirigentes de los países que causan la guerra, pero nuestros enemigos sólo saben sembrar la muerte, violar y decapitar. Nuestros muertos tienen una familia que llora por ellos, pero los suyos son cifras y abstracciones. Pero ¿estamos seguros de que «nosotros» nos comportamos siempre de manera civilizada, mientras que «ellos» representan la barbarie? Las víctimas no desaparecen por el hecho de que las describamos como consecuencia de «atropellos» o de «daños colaterales». Nuestros drones matan simultáneamente a combatientes y a sus vecinos.

¿Son una respuesta a las ejecuciones de rehenes que difunden en Internet? Son ellos los que mantienen discursos inflamados, pero, llegado el caso, nosotros estamos dispuestos a pegar fuego a su país. Es difícil demostrar que intervenciones de este tipo ilustran los valores morales que defendemos, y no nuestros intereses.

Si atendemos a los asuntos internos de las democracias liberales, tampoco encontramos demasiada relación con un ideal elevado. Empezando por lo más banal, la acción de sus dirigentes queda comprometida si nos damos cuenta de que utilizan su posición pública para obtener favores personales, para beneficiar a sus familiares y amigos a cambio de otros servicios o para cualquier otra forma de corrupción. Sabemos que muchos políticos, en Francia y en otros países, se han visto implicados en diversos delitos más o menos graves, que van desde ocupar una vivienda en principio reservada a familias humildes hasta el fraude fiscal, pasando por el favoritismo con familiares o amigos acomodados que a cambio podrán prestarles servicios. Otros son inculpados por comportamientos ilícitos. Pero incluso cuando no cometen delitos, la mayoría de los políticos está muy por detrás de lo que se espera de ellos. A menudo da la impresión de que sólo les mueve la voluntad de conquistar y mantener el poder, o parecen no pensar más que en la rivalidad con otros dirigentes de su partido o con sus adversarios políticos, o sólo les interesa la eficacia de las medidas que proponen, cuando nos gustaría creer que los anima un cierto ideal, que tienen un objetivo más elevado que el equilibrio presupuestario o la reducción del déficit (aunque sean indispensables). El espectáculo que ofrecen durante las campañas electorales, cuando se sienten obligados a hablar lo peor posible de sus rivales, tampoco contribuye a realzar su imagen.

¿Estamos seguros de que “nosotros” nos comportamos siempre de manera civilizada, mientras que “ellos” representan la barbarie?

El efecto de estos comportamientos es la falta de consideración general por las élites políticas, la degradación de las funciones que asumen, la creciente indiferencia de la población por los asuntos públicos y en último término el rechazo de las formas que adquiere la vida política, lo que a su vez favorece a los enemigos de la democracia y de la moral. El Estado (y por lo tanto la solidaridad nacional) está ya debilitado por la globalización, que sustrae a su control buena parte de la actividad económica del país. La insuficiencia de las élites le da otro golpe. Si la democracia no es más que una fachada que mantiene en pie el ritual de las elecciones, que se repite cada equis años, mientras que el resto del tiempo el país está dirigido por una oligarquía político-económica, a la población le costará movilizarse para defenderla.

Llegados a este punto, podríamos preguntarnos si de verdad la vida privada ha conservado una viva relación con los valores. Desde hace ya varios siglos se pone en duda esta conexión. Hace doscientos cincuenta años, Jean-Jacques Rousseau se quejaba de que aquellos de sus contemporáneos a los que llamaban «filósofos» (pensaba en Diderot y sus amigos) defendieran una visión del mundo que no dejaba el menor espacio a la preocupación por el bien común: «A saber, que el único deber del hombre es seguir en todo momento las inclinaciones de su corazón». Diderot no firmó esta frase, pero escribía en sus Tablettes: «Hay que estar contento con la tendencia de la propia naturaleza, ésta es toda mi moral». Si creemos lo que dice, el único valor respetable sería ser fiel con uno mismo, el individuo sólo tendría obligaciones consigo mismo, sin la menor consideración con los efectos que sin duda sus actos producen en sus semejantes.

A veces se dice que, desde esta época lejana, la audacia de algunos —la emancipación de los imperativos morales— se convirtió en moneda corriente o incluso en un signo de progreso. Antaño esta pulsión, buscar sólo la satisfacción de los propios deseos, topaba con los frenos impuestos por la sociedad. Hoy en día al parecer esos frenos se han debilitado, si no eliminado. Recordemos que las religiones tradicionales han relajado su influencia sobre los individuos, y que las familias ya no cultivan las virtudes de la abnegación y la solidaridad. Esta tendencia volvió a acelerarse con la caída del muro y el triunfo del pensamiento neoliberal. El final de la guerra fría trajo consigo la relajación de las fidelidades a los ideales, en adelante el desarrollo económico se mide en función del éxito económico, y la lógica del mercado se extiende a todas las dimensiones de la vida. Por lo demás, la propia palabra moral tiene una connotación negativa, es necesariamente represiva y retrógrada, y queda bien asegurar que nos hemos liberado de ella. Nos sometemos en última instancia a un código personal, establecido con el paso de los años, no a deberes impuestos por la comunidad.

Incluso cuando no cometen delitos, la mayoría de los políticos está muy por detrás de lo que se espera de ellos.

¿Es correcto este diagnóstico? Creo que responde más a la representación que se hace la sociedad de su vida moral que a la vida moral en sí. La moral ha abandonado los discursos, no los comportamientos. Por supuesto, a este respecto los individuos varían entre sí, no faltan los gestos narcisistas o egocéntricos, justificados por la exigencia de honestidad o de intensidad de la experiencia, pero ¿cómo no darse cuenta de que, junto a ellos, muchísimas personas siguen actuando teniendo en cuenta el principio moral básico formulado así por Emmanuel Levinas: «El único valor absoluto es la posibilidad humana de dar prioridad al otro sobre uno mismo»? No lo convierten en una doctrina, no se enorgullecen de ello, pero evidentemente para ellas decir «esto revierte en mi propio interés» o «éste es mi deseo» no basta para ennoblecer una acción. Saben que el ser humano no termina en los límites de su cuerpo, sino que incluye la relación con los demás. No piensan que todos los valores son de naturaleza económica y dan más valor a las relaciones humanas que a la acumulación de bienes muebles e inmuebles. Los valores de amor, tolerancia y compasión no dependen de la fe ni de una religión concreta.

Para finalizar esta visión general necesariamente sucinta, parece que en Francia, en un contexto muy diferente del de los países comunistas de la Europa del Este, el lugar de la moral en la vida pública es también problemático. Si intento situar mi propia manera de comportarme en este nuevo marco, me doy cuenta de que, en un primer periodo, que duró unos quince años, seguí viviendo con una consciencia que se había formado en mi país de origen, y en mis intervenciones públicas me abstenía de aludir a los valores que defendía. Sin embargo, mi relación con el mundo evolucionó progresivamente. Tras nacionalizarme francés, en 1973, y tras el nacimiento de mi primer hijo, un año después, me sentía cada vez más integrado en la sociedad francesa y sabía que ninguna prohibición impedía expresar públicamente ideas y valores. Empecé a trabajar sobre temas sociales y políticos, defendía determinados valores y criticaba otros. Al mismo tiempo quedaba cierta huella de mis antiguas reticencias, así que me limitaba a mencionar estas cuestiones en mis escritos, pero no me implicaba personalmente en ninguna acción concreta (y no lo lamento). ¿Era porque el temor a la autoridad, o a los que la representan, no me había abandonado del todo?

Así pues, éstas son las dos situaciones (de las que soy consciente) que me empujaron a enfrentarme a mi actual tema moral y político: me interesan esos resistentes pacíficos que, en los países comunistas, fueron los disidentes, y las formas de moral que, en una democracia liberal, pueden desempeñar un papel activo en la vida pública.

El insumiso no es un conquistador, no aspira a instaurar otra forma de dominio. Pretende sobre todo rechazar la fuerza que quiere someterlo.

Para concretar algo más mi tema, decidí detenerme en un solo segmento de este amplio ámbito, las situaciones dramáticas en las que una gran fuerza negativa domina la vida social y política del país, y en las que se impone una pregunta: ¿cómo reaccionar? El rasgo común de todos los personajes cuyo destino relato es que se negaron a someterse dócilmente a la coacción, que son insumisos. Esta decisión tiene una vertiente negativa, significa el rechazo de una coacción impuesta por la fuerza o aceptada en silencio por la mayoría de la población. Pero ese rechazo está indisolublemente unido a un compromiso positivo, la insumisión es a la vez resistencia y afirmación. Es un doble movimiento permanente, en el que el amor a la vida se mezcla inextricablemente con el odio a lo que la infecta. Resistir significa, ante todo, una forma de lucha que uno o varios seres humanos libran contra otra acción, física y pública, que llevan a cabo otros humanos. Por lo tanto, se trata necesariamente de una segunda iniciativa, de una reacción opuesta al mal que se ha instalado en la sociedad. Además, el insumiso no es un conquistador, no aspira a instaurar otra forma de dominio, no pretende construir una sociedad ideal. Su compromiso es puntual. Pretende sobre todo rechazar la fuerza que quiere someterlo. Por último, el empleo de estas palabras implica que el grupo que resiste dispone de medios inferiores a los de su adversario.

Por estas razones, los luchadores en cuestión no se implican en el campo de batalla, donde los vencerían rápidamente. A nadie se le ocurriría llamar resistentes a los soldados de Napoleón que invadieron Europa, ni a los soldados rusos e ingleses que se enfrentaban a ellos obedeciendo las órdenes de su patria. Por el contrario, los civiles italianos y españoles, insumisos, emprenden un movimiento de resistencia contra los invasores. En la Segunda Guerra Mundial hablamos de insumisión y de resistencia en los territorios ocupados por los alemanes, no en el caso de los militares que atacan al Reich desde Londres. Gandhi es un insumiso, un resistente, no el virrey británico. Son los débiles los que, sin odio ni violencia, se oponen a los fuertes, a los que detentan el poder. Debido a esta posición de debilidad y a los medios a los que en ocasiones recurren, puede suceder que, al menos durante cierto tiempo, se califique a estos insumisos de «terroristas». No luchan como guerrilleros, pero adoptan técnicas de guerrilla. Por otra parte, el significado de estos términos es lo suficientemente amplio como para aludir a formas de insumisión diferentes, algunas violentas y otras no. La resistencia no es necesariamente militar.

«Insumiso» se entiende también en otro sentido, ya no por oposición a un enemigo más poderoso, sino en relación con fuerzas impersonales que actúan en nosotros. Decimos así que nos negamos a someternos y que resistimos a la tentación, o a nuestras pasiones, o a la facilidad, o a la intolerancia y al resentimiento que sentimos crecer dentro de nosotros. La yuxtaposición de estos dos sentidos, colectivo y externo en un caso, individual e interno en el otro, suele resultar esclarecedora.

La presente investigación tratará de un tema todavía más limitado, de una forma concreta de resistencia política. Los que la llevan a cabo poseen algunos rasgos en común, aunque intervienen de maneras diferentes según sean simples insumisos, disidentes o militantes clandestinos. Así, contra la opresión que sufren, reivindican un valor trascendente y ellos mismos poseen una virtud moral. Sus medios no son violentos, consisten básicamente en afirmar con perseverancia lo que consideran verdadero y justo.

¿Quién no ha cedido a la tentación, al menos mentalmente, de hacer sufrir al que le ha hecho sufrir?

Antes de seguir avanzando debo añadir que mi decisión de observar sólo este tipo de comportamiento, a mi modo de ver loable, en ningún caso significa que lo considero una característica principal de la especie humana, que pone de manifiesto las tendencias profundas de mis contemporáneos o de mí mismo. Tanto los individuos como los grupos suelen obedecer a la lógica de las represalias, responden al mal con el mal, si es posible con un mal mayor. ¿Quién no ha cedido a la tentación, al menos mentalmente, de hacer sufrir al que le ha hecho sufrir?

Haber sido víctimas de violencias y de agresiones no garantiza que mañana no nos convirtamos en agresores violentos, y en la mayoría de los casos nos incita a ello. Asimismo, lo más probable es que, frente a la opresión o a la injusticia, la tendencia natural de la mayoría de nosotros sea someterse y esperar a que pase la tormenta. En lo que a mí respecta, no estoy seguro de estar totalmente libre de esta pulsión de venganza y de medidas de represalia, ni de tener siempre las fuerzas y el valor de oponerme a lo que me indigna. Lo que creo es que es posible escapar de estos instintos primarios de facilidad y que, se mire desde donde se mire, es deseable. Mencionar el ejemplo de los que optaron por esta vía quizá ayude a que los demás, nosotros, sigamos durante algún tiempo su opción.


 

(Este texto es parte de la introducción de Tzvetan Todorov a su libro Insumisos (págs. 13-30), publicado en España por la editorial Galaxia Gutenberg en 2016. Traducción de Noemí Sobregués. Publicado aquí con permiso de la editorial).

Sofía, 1939-París, 2017. Director del Centro de Investigación sobre las Artes y el Lenguaje del CNRS francés y uno de los más reputados intelectuales de los últimos cincuenta años.