Sería excesivo suponer que nuestros políticos carecen de alguna clase de interpretación de nuestro pasado. No parece que atribuyan, sin embargo, una importancia fundamental a disponer en su bagaje de un buen conocimiento y una reflexión madura acerca de nuestra historia, en particular de la contemporánea. A pesar de eso, se observa una significativa diferencia entre izquierda y derecha a la hora de utilizar políticamente la historia. Los socialistas adoptan así un aire de seguridad y confianza, aparentemente persuadidos de moverse en un terreno que les es favorable. El centro y la derecha, por el contrario, muestran una gran timidez, y tanto Suárez, como Calvo Sotelo o Aznar (éste último al menos hasta tiempos recientes), han preferido eludir las referencias históricas.
¿Quinientos años de gobierno de la derecha?
¡Cien, ciento cincuenta, doscientos…, quinientos años de gobierno de la derecha! Pocas como esta muletilla acotan mejor el modo como el actual Presidente del Gobierno maneja la historia de España en sus mítines y declaraciones públicas. El término trata de subrayar la paradoja de lo modesta que es en realidad su pretensión de permanecer veinticinco años en el poder para llevar a cabo lo que denomina su «proyecto histórico», si se comparan con la cantidad de siglos que lo ha disfrutado la derecha.
No es éste, sin embargo, el aspecto que más llama la atención de la pretendida paradoja, sino otros más implícitos. En primer término, el burdo anacronismo de interpretar en términos de izquierda y derecha la historia de España de los siglos XVI, XVII y XVIII; y, junto a eso, la manera misma de entender los conceptos de derecha e izquierda, de por sí agudamente polémicos.
¿Una derecha y una izquierda atemporales y monolíticas?
En la retórica esencialista de los nacionalismos vasco o catalán, España tiene asignado un papel de madrastra que es indiferente a la organización de la vida política española cualquiera que sea ésta. Algo similar ocurre con el modo de referirse a la derecha en el caso que venimos examinando. Ésta es, por esencia, franquista, y no puede dejar de serlo, aunque puede intentar disimularlo. Por lógica simetría, la izquierda, de un modo aún más abstracto, pero no tan ostensiblemente anacrónico, solo puede connotar progreso, democracia, libertad, solidaridad, aunque existan elementos minoritarios que no estén a la altura.
Las cosas no resultan, afortunadamente, tan simples. En principio, no tiene sentido hablar de derecha y de izquierda fuera de la implantación de un régimen político constitucional convertido en el eje de la vida política; por lo tanto, es anacrónico referirse a ella más allá del siglo XIX, con la excepción de algunos países. En segundo lugar, la historia española del siglo anterior y del nuestro permite apreciar con toda claridad la existencia de tendencias políticas diversas y, a menudo, enfrentadas, dentro de la derecha y dentro de la izquierda. La unidad política de una y otra ha sido, a menudo, un ideal, pero no la pauta. Es cierto que las rupturas habidas en nuestra historia política, como en la de la mayoría de los países europeos continentales, han impedido que las tendencias y organizaciones políticas hayan tenido la continuidad necesaria para reclamar tradiciones efectivas, resultantes de su adaptación y su reforma en el tiempo y no solo de una mera atribución. Pero incluso en este caso, resulta perfectamente posible enumerar las siguientes tendencias a derecha e izquierda.
Ha habido una derecha reaccionaria e integrista, convencida de que el orden social podía legitimarse únicamente bajo el monopolio de una religión católica intransigente, a cuya Iglesia quedaría subordinado el Estado. El carlismo fue su manifestación más característica, aunque hoy, tanto éste como el integrismo católico representen una tendencia claramente marginal. La CEDA representó un caso ambiguo en relación con la derecha católica. Al no aceptar el Estado liberal-democrático como base de su acción política, no puede considerarse un partido democristiano, pero su accidentalismo en cuanto a las formas de gobierno la distinguió netamente del carlismo, si bien no del integrismo.
La derecha monárquica, autoritaria pero reformadora, para la cual -en gran medida dentro de la tradición del despotismo ilustrado- los pueblos no necesitan política, sino una administración eficaz, ocupa también un lugar secundario en la actualidad, y así ha sido siempre que el régimen constitucional ha regido en España, con la rara excepción del breve gobierno de Bravo Murillo en los años cincuenta del siglo pasado. Una administración, por cierto – y esto es importante señalarlo en el caso español- antes civil que militar, entendida como el mejor antídoto contra los pronunciamientos y la intromisión del ejército en el gobierno.
Una tercera tendencia viene representada por la derecha liberal. Los moderados reconocieron en el ilustrado Jovellanos el primer teórico de su orientación e iniciaron, sobre la base del liberalismo doctrinario de cuño francés, la ruptura con los doceañistas fieles a la constitución de Cádiz ya en los años 1820-1823. El ala izquierda de los moderados, los conocidos como «puritanos», trataron de estabilizar el régimen constitucional durante el reinado de Isabel n, mediante un pacto con los elementos no revolucionarios del liberalismo radical, los llamados «progresistas». La tentativa dio lugar a la fusión de ambos grupos en un nuevo partido, la Unión liberal, en la que militaría Cánovas. Fue él quien llevó a cabo el objetivo de los puritanos durante la Restauración, para lo cual refundo en un nuevo partido liberal-conservador los elementos provenientes del unionismo y del viejo partido moderado, junto con los partidarios del futuro Alfonso XII durante el Sexenio revolucionario. Cánovas rechazó siempre el sufragio universal, al que consideraba la puerta del colectivismo. No pensaron lo mismo sus sucesores, Silvela y Maura, para quienes la continuidad de la Monarquía de la Restauración requería de una efectiva legitimación democrática, mediante una utilización sincera del sufragio universal introducido por los liberales en 1890. Este objetivo se demostró, sin embargo, más erizado todavía de dificultades que la anterior estabilización del régimen constitucional gracias al acuerdo entre los dos grandes partidos liberales de cederse pacíficamente el poder. Las propuestas democratizadoras de Maura suscitaron tal desconcierto e inseguridad entre la izquierda, tanto monárquica como republicana, que gran parte de las dos prefirieron expulsarlo del poder mediante una formidable campaña en la que le tacharon de reaccionario, que tomarle la palabra y abrir una nueva página en la historia de la Restauración. Claro que la guerra de Marruecos representó, durante todo ese tiempo, el peor obstáculo para las reformas. El golpe de Estado militar de Primo de Rivera abortó, en todo caso, esa posibilidad. Si bien los socialistas, con algunas excepciones, dieron la impresión de encontrarse más cómodos con el nuevo régimen que con la fenecida constitución canovista.
Desde esa fecha, y sobre todo desde las postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera y la subsiguiente crisis de la Monarquía, fue perceptible un repliegue creciente de las posiciones de la derecha liberal, tanto de los conservadores como de los liberales monárquicos, desplazados más y más por los elementos de la derecha autoritaria y católica. Aquéllos que, por constitucionales antes que por monárquicos, se adhirieron a la Segunda República no tardaron en ser arrumbados dentro de ella a posiciones secundarias. La Guerra Civil y el franquismo eclipsaron para mucho tiempo una derecha liberal organizada.
La guerra y la victoria de Franco abrieron el camino, por el contrario, al triunfo -junto con la autoritaria y la católica- de la cuarta tendencia que es posible identificar en el campo de la derecha: la nacionalista agresiva y filofascista, cuya representación más destacada llegó a ser la Falange. Los orígenes de esta tendencia cabe rastrearlos entre los autores del regeneracionismo más partidarios del equívoco «cirujano de hierro» de Costa. Corporativa y antiparlamentaria como las otras dos tendencias de la derecha antiliberal, la nacionalista era, sin embargo, antimonárquica y más estatista, laica y populista que las otras dos.
Todavía es posible añadir a estas cuatro tendencias de la derecha contemporánea en España otras dos, representadas por la derecha nacionalista vasca y catalana. Aunque de características muy distintas entre sí, la nota determinante del nacionalismo modifica cualitativamente los rasgos de esas derechas e impide asimilarlas sin más a las otras aquí mencionadas.
El panorama de la izquierda
La izquierda no presenta, por su parte, un panorama menos variado. Puede distinguirse en ella una tendencia liberal-democrática, cuyo enfrentamiento temprano con la derecha liberal tuvo, sobre todo, un contenido estratégico, que fue cristalizando hasta llegar a diferencias de principios. Los liberales se dividieron casi desde el principio sobre si acudir o no a la revolución popular o confiar exclusivamente en la Corona y en el acomodo con las fuerzas sociales dominantes para conseguir sus objetivos. Esas diferencias llevaron con el tiempo a la izquierda liberal al republicanismo accidentalista y a un anticlericalismo moderado. Sus orígenes se encuentran en las mismas Cortes de Cádiz y, más tarde, en políticos progresistas como Mendizábal, durante el reinado de Isabel n. El posibilismo de Castelar y el reformismo de Gumersindo de Azcárate y de Melquíades Álvarez la representaron durante la Restauración, y Azaña se convirtió en su más caracterizado símbolo durante la Segunda República.
Junto a la izquierda liberal existió una izquierda radical y populista, identificada con el motín callejero y la lucha de barricada, violentamente anticlerical, progresivamente antimonárquica, pero también militarista y, en general, españolista. El entusiasmo hacia el general Espartero constituyó una de sus primeras manifestaciones, aunque fueran el republicanismo federal de base y el cantonalismo sus realizaciones más acabadas durante el siglo XIX. Lerroux y su partido radical lo encarnaron cabalmente a comienzos del nuestro, junto con otras variantes del republicanismo.
La izquierda radical aparece vinculada a su vez, de mil formas, con el resto de las tendencias de la izquierda, que corresponden ya a las organizaciones obreras. No costaba gran esfuerzo dar el paso del republicanismo federal, ateo y cientifista al sindicalismo anarquista, el cual revistió diferentes contenidos desde Bakunin y la Primera Internacional en adelante. Esta mentalidad sindicalista e insurreccional, sustancialmente ajena a las razones del Estado y de la política, también dejó una profunda impronta en los socialistas, sin perjuicio de que éstos últimos se enfrentaran radicalmente con sus hermanos de origen a propósito del mandato de Marx de utilizar la política «como medio», y a la consiguiente organización de un partido político de clase que actuara como instrumento de los sindicatos obreros. Tampoco fue muy duradera, sin embargo, la concordia entre los marxistas. Estos se dividieron entre socialistas y comunistas. Pero, en España, la razón no fue el enfrentamiento entre la dictadura del proletariado, según el modelo bolchevique, y el postulado de indisolubilidad entre democracia y socialismo que establecían, por ejemplo, los socialdemócratas suecos. No se ingresó en la Internacional Comunista, al menos oficialmente, porque no se aceptaba el férreo centralismo de Moscú; pero Besteiro defendió con ardor la dictadura del proletariado.
De esta manera pueden encontrarse, cuando menos, cinco tendencias claramente delimitadas en la derecha y otras tantas en la izquierda contemporánea española. Nada más alejado, por tanto, a la obtusa contraposición entre una derecha y una izquierda pétreas, a la manera de una variante del eterno combate entre el bien y el mal. Ocurrió, antes bien, que la contraposición de estas tendencias dentro del mismo campo revistió tanta o más virulencia que el enfrentamiento entre uno y otro. Una evidencia que concuerda mal con los esquemas de lucha de clases, que, en general, acompañan a dichos antagonismos teológicos entre izquierda y derecha. Pero el caso es que nunca fue posible reducir a un denominador común la derecha liberal y la derecha integrista; la izquierda liberal-demócrata, por su parte, osciló y se replanteó una y otra vez la alianza con la revolución o el compromiso con la derecha moderada, chocando, según los casos, con una o con otra. Lerroux, en la izquierda radical, recorrió asimismo un camino de ida y vuelta. La rivalidad, a menudo agresiva y no pocas veces violenta, entre socialistas y anarcosindicalistas constituyó, en fin, un factor decisivo a la hora de determinar el rumbo de la política obrera; cuanto más peso tuvo esa política obrera en la situación política general, más feroz y determinante fue esa rivalidad.
La transición como autocrítica y la vigencia de la democracia
Pero volvamos de nuevo al planteamiento de los «quinientos años de gobierno de la derecha», tan zafio desde el punto de vista histórico, si bien cargado de elocuentes implicaciones políticas. Pues ese entendimiento de la historia moderna y contemporánea de España significa -además de lo señalado ya sobre la derecha y la izquierda- reducir nuestra trayectoria histórica más reciente y difícil a la pura y simple proyección hacia atrás del régimen de Franco. La inclusión -nada menos- que de la obra de ilustrados, de liberales y de la experiencia de la Segunda República dentro de una multisecular dominación de «la derecha» constituye un ridículo ejercicio de retórica franquista hecha desde el antifranquismo. Sucede, además, que esa proyección no tiene lugar desde la muerte de Franco ni desde las primeras elecciones generales que la siguieron o desde la aprobación de la Constitución, sino que, como cabía esperar, la gran divisoria que establece sin más el reinado de la democracia es el año 1982, en el que el PSOE ganó por primera vez las elecciones generales.
Este tránsito instantáneo y milagroso de la dictadura a la democracia tiene dos importantes consecuencias. La primera y principal consiste en devaluar el significado de la transición política que se desarrolló entre la muerte de Franco y la entrada en vigor de la actual Constitución y, de esa forma, borrar el precedente del gobierno de UCD que siguió a dicho refrendo durante cuatro años. En segundo lugar, permite transfigurar los antecedentes históricos del PSOE. NO pocas veces se recalca de la transición lo que supuso de olvido voluntario de responsabilidades pasadas. Esa consideración va asociada también a la crítica por la falta de una ruptura neta con el franquismo, cuyo precio a pagar serían estos o aquellos fallos, insuficiencias o fracasos de la democracia. Y es cierto que la transición significó olvido y reconciliación, pero porque se basó, ante todo, en una autocrítica de indudable significado histórico por parte de las principales instituciones y partidos políticos. La Corona, por ejemplo, ha procurado evitar, sistemáticamente, todos los errores criticados a Alfonso XVIII en su etapa -la más larga- de Rey constitucional. El ejército, aunque influido decisivamente por la actitud real, demostró durante el 23 de febrero de 1981 que estaba más dispuesto a amoldarse a las exigencias del régimen democrático de lo que cabía esperar. Las organizaciones sindicales y empresariales concedieron a la negociación entre ellas y con el Gobierno un relieve desconocido en cualquier otra etapa anterior de su existencia. Los cambios en las actitudes básicas de la Iglesia Católica respecto al orden político y la democracia eran, por otra parte, anteriores a la propia transición.
Pero, sobre todo, ¿en qué otra cosa que en la autocrítica se basó la conducta de los partidos durante esos años? Cierto que la UCD no abordó ningún examen crítico del franquismo, ni se preocupó de entroncar con otras tendencias históricas de la derecha prácticamente olvidadas. Pero toda la actuación política de Suárez desde la Ley de Reforma Política supuso el desmantelamiento de la dictadura y la vuelta a una Monarquía constitucional sobre bases inequívocamente democráticas. De esa forma, y aunque los políticos del centro no mostraran el menor interés por la reflexión histórica, terminaba una larga etapa de predominio en la derecha de las tendencias autoritarias, iniciada con la dictadura de Primo de Rivera.
Cuando las fuerzas sobrevivientes de la izquierda, el PSOE y el PCE, renunciaron por su parte el uno al marxismo y al leninismo el otro, tuvo lugar un hecho insólito en las anteriores etapas constituyentes de la historia de España. Una mayoría en ambos partidos se había tomado lo suficientemente en serio la democracia constitucional como para ajustar su propia tradición y legitimidad ideológicas a unos valores y reglas que reconocían por encima de cualesquiera otros sin ambigüedades. Esto significaba, además, que también en la izquierda de tendencia marxista y colectivista la tendencia liberal- democrática, antaño despreciada y, a lo sumo, instrumentalizada, ganaba posiciones y se revelaba una base más sólida que la propia para encarar los nuevos tiempos.
Ahora bien, si la democracia empezó realmente en 1982, toda la autocrítica y el reajuste anterior de los partidos carece de importancia o, simplemente, desaparece. De este modo, el actual Partido Popular no puede ya apelar a la UCD como un precedente para acreditar su compromiso democrático y constitucional de forma inmediata. Cierto es que los populares no pueden eludir el larguísimo paréntesis de cincuenta años, entre 1923 y 1975, durante el que las tendencias liberales de la derecha fueron arrinconadas cada vez más hasta desaparecer virtualmente, o en los que llevaron, en todo caso, una existencia más hipotética que efectiva. Pero nada impide que, una vez reconstruida una derecha liberal, y no con facilidad precisamente, ésta se identifique -y tampoco es que muestre en ello un especial interés- con el precedente histórico de un liberalismo que dominó gran parte de nuestro siglo XIX y casi el primer tercio del XX. Esa identificación resultaría tanto más lógica, cuanto que la obra de los liberales de distinto signo está en la base de nuestra actual «modernidad», después de resistir muy duras pruebas históricas, y pese a la hostilidad convergente en la que han coincidido y seguirán coincidiendo las tendencias antiliberales de la derecha y de la izquierda. A los liberales moderados les correspondió un papel decisivo en la reorganización del Estado del Antiguo Régimen como Estado burocrático legal-racional, unitario y centralizado, lo mismo que el papel que tuvieron en la definición del modelo de Monarquía constitucional, que constituye el precedente de la actual Monarquía parlamentaria. Los liberales progresistas protagonizaron en gran medida la obra legislativa que organizó y promovió en España la economía de mercado y el capitalismo. Ninguna de las otras tendencias de la derecha ni de la izquierda ha defendido fundamentos mejores para organizar hoy nuestra vida política y económica como europeos.
Pese a las apariencias y pretensiones de los interesados, el balance no se presenta tan sencillo para las tendencias marxistas de la izquierda. Únicas supervivientes después de la Guerra Civil en ese campo, socialistas y comunistas se muestran orgullosos de un grado de continuidad organizativa casi único en nuestro panorama político, frente a la tremenda oquedad existente en la derecha liberal. No obstante, y por lo que se refiere al comunismo, una experiencia abrumadora ha venido a demostrar que, finalmente, se trataba del primer y más duradero enemigo de la democracia representativa en este siglo. Puede hacerse todo el hincapié que se quiera en la contribución de los comunistas a la lucha contra el fascismo en España y fuera de España. También en lo que ese antifascismo supuso de enmienda a la definición original del comunismo, que consistió en la dictadura del proletariado, la guerra civil revolucionaria y el colectivismo integral. No obstante, la condición dogmática, totalitaria e inhumana de su política se ha demostrado incoercible, antes y después de la guerra contra Hitler; además de un gigantesco monumento a la ineficacia y a la corrupción. Cuando el comunismo puso los valores democráticos por encima de su propia tradición, como en el caso del eurocomunismo, lo que descubría era su propia negación en beneficio de la socialdemocracia.
En cuanto a los socialistas, alguien poco informado que escuchase a González en la campaña de las últimas elecciones generales, hubiese creído que fue Azaña y no Pablo Iglesias el fundador y la personalidad señera del socialismo español. La razón no podía ser arrebatarle el personaje a Aznar, pues, sea cual sea el interés general de Azaña y su carga simbólica para cualquier político, está claro que no pertenece a ninguna de las tendencias políticas de la derecha. Esas alusiones se entenderían mejor, en el caso del secretario general del PSOE, como parte de la autocrítica citada. Un reconocimiento -siquiera indirecto- de que, en la actualidad, ni Pablo Iglesias, el honrado por antonomasia, ni ciertamente Largo Caballero, pero tampoco los Besteiro, de los Ríos y Prieto, representan una referencia suficientemente sólida.
No obstante, mejor que reconocer abiertamente un ajuste de la propia tradición, se puede hacer de la necesidad virtud y convertir un ejercicio de autocrítica en una apoteosis histórica. Y a ese objetivo sirve de nuevo la continua contraposición de los «quinientos años de gobierno de la derecha», con 1982 como el año cero de la democracia. Por fin, con González y el PSOE, se habría realizado lo que no consiguieron ni los comuneros de Castilla, ni los erasmistas, ni los ilustrados, ni las Cortes de Cádiz, ni la Generación del 98, ni tampoco Azaña. Una genealogía mitológica de cinco siglos para ocultar el único del que verdaderamente debe dar cuenta el socialismo español. De esa manera no hace ninguna falta referirse críticamente a aquella pretensión de Largo Caballero de convertirse en el «Lenin español», o a que la razón de ser del PSOE desde su fundación no fuera el Estado de bienestar, dentro de una «democracia burguesa», sino la socialización de los medios de producción, distribución y cambio, con la ayuda de la dictadura del proletariado. Esta versión del socialismo como una especie de culminación de los tiempos de nuestra historia choca, sin embargo, con una dificultad fundamental. Se basa en el supuesto evidentemente falso de que la izquierda no ha gobernado nunca en la España contemporánea, cuando la verdadera cuestión es por qué han sido tan efímeros sus períodos de gobierno, hasta ahora. Una hipótesis plausible es que tanto en las épocas en que el objetivo político era el liberalismo, como aquéllas en que éste era la democracia, la izquierda, afectada como sabemos por hondas divisiones, incurría en unos compromisos revolucionarios para alcanzar el poder que luego le creaban situaciones demasiado contradictorias e insostenibles para ejercerlo duraderamente. No puede olvidarse que, no pocas veces, se hizo militarismo en nombre de la causa liberal, mientras que la bandera del anticapitalismo y de la lucha de clases justificaba de suyo el menosprecio de la democracia constitucional y de las urnas, con o sin caciquismo.
La izquierda en el poder
Hagamos un rápido repaso. Los exaltados tuvieron el campo libre a finales del Trienio constitucional, de 1820 a 1823. Los progresistas consiguieron imponerse más de una vez, mediante movimientos de juntas revolucionarias, durante la regencia de María Cristina de Borbón y luego, con el apoyo militar de Espartero y la regencia de éste, obtuvieron todo el poder de 1840 a 1843. Volvieron a disfrutar de él, aliados con O´Donnell, entre 1854 y 1856. La coalición revolucionaria que destronó a Isabel n dominó holgadamente la arena política de 1868 hasta 1873. (Si bien los carlistas se levantaron en armas en las provincias vascas desde 1872). La Primera República se desenvolvió a continuación, en medio del retraimiento de todas las demás fuerzas políticas. Los liberales alternaron regularmente o compartieron el poder con los conservadores a partir de 1881 y durante los más de cuarenta años siguientes del régimen de la Restauración, aunque, ciertamente, más como un partido de centro que de izquierda, por su posición en el sistema de partidos de la época. La conjunción republicano-socialista, en fin, careció virtualmente de oposición durante el bienio constituyente de la Segunda República.
En todos estos casos, salvo el del régimen de la Restauración, la violencia ejercida contra la izquierda por sus enemigos para desalojarla del poder contó siempre con el decisivo aliado de su incoherencia y de su ambigüedad, de tener siempre un pie en la legalidad y otro en la revolución. El caso de la Segunda República resulta paradigmático. Fue el levantamiento militar el que desencadenó la Guerra Civil y acabó con el régimen republicano. Pero ¿qué podían argumentar, salvo bravatas suicidas, quienes habían protagonizado la insurrección de Asturias dos años antes porque el partido de mayoría relativa, electoral y parlamentaria, introdujo tres ministros en el gobierno? La CEDA no tenía hacia la república democrática una actitud más instrumental que la de los socialistas, que ya habían gobernado y abandonado en gran parte a su suerte la «república burguesa». Cuando comenzó el levantamiento militar, el Estado liberal -edificado penosamente durante un siglo- y el régimen constitucional republicano fueron demolidos -so pretexto de hacer frente a la rebelión- por la iniciativa revolucionaria de los sindicatos y sus milicias al mismo tiempo que por la propia rebelión militar. Toda la trayectoria política posterior de la zona republicana consistió en un desesperado esfuerzo por reconstruir ese Estado y ponerlo al servicio de los objetivos de guerra. Los republicanos y socialistas que se tomaban en serio la democracia, para alcanzar ese fin, tuvieron que ponerse en manos de un partido comunista defensor encendido de la política de Frente Popular y de las clases medias, pero más fervoroso partidario todavía de un régimen estalinista en el apogeo de sus purgas, cuyos métodos empezaron a aplicarse en la zona republicana. El resultado fue una guerra civil dentro de la Guerra Civil. No había un proyecto de República, sino tres: el democrático y reformista; la versión sindical del cantonalismo de la Primera República y el primer ensayo de «democracia popular». Hubo que esperar a las autocríticas citadas de 1978 y 1979 para averiguar que la izquierda sobreviviente prefería el primer modelo. ¿Puede extraerse de aquí la conclusión fundamental que persigue la muletilla de los «quinientos años de gobierno de la derecha», esto es, la consustancialidad inmutable entre la democracia y la izquierda y, más exactamente, la idea de que el PSOE es su único representante posible?
La implantación de un régimen constitucional y, sobre todo, el dotarlo de una base democrática, es algo que no ha sido fácil en ningún país europeo. Nuestra laboriosa y accidentada experiencia, trágica a veces, demuestra que la principal dificultad ha consistido en el espíritu de monopolio y exclusión, alimentado por el recurso a la violencia, que tanto la revolución como la contrarrevolución desplegaron para alcanzar sus fines. En la actualidad está claro que nuestra democracia se basa en tres pilares: la lealtad constitucional de los principales partidos por encima de sus ideologías y programas particulares; el papel moderador y unitario de la Corona como institución histórica al servicio del orden constitucional y como símbolo del rechazo absoluto de una nueva guerra civil entre españoles, y, con no menos importancia, una clara conciencia crítica de nuestra historia contemporánea. En cuanto a este último punto, es una pena que nuestros políticos desdeñen por lo general el papel de la historia crítica para apuntalar la libertad, y que, por contra, alguno la utilice burdamente para impedir la alternancia democrática. Lo único que verdaderamente hay que celebrar desde 1982.