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Frente a la crisis económica que ha devastado la ría del Nervión, flanqueada por hornos apagados e industrias obsoletas, se musita la palabra Guggenheim, y a su reclamo acuden a Bilbao los capitales y la tecnología de las multinacionales norteamericanas. Frente a la crisis cultural que ha sumido en el provincianismo ensimismado una vigorosa tradición artística e intelectual, se pronuncia el nombre de Gehry, y su sola mención tiene la virtud de disipar las telarañas aldeanas e infundir optimismo cosmopolita por doquier. Y frente a la crisis política que desgarra con violencia la sociedad vasca, se invoca al Guernica, y a su conjuro, los espíritus malignos que alumbran en esta tierra víctimas y verdugos se hermanan bajo el dosel sagrado del dolor compartido. Guggenheim, Gehry, Guernica tres susurros, tres exorcismos, tres paradojas.

GUGGENHEIM, UN EXORCISMO ECONÓMICO

Para los europeos, la palabra Guggenheim evoca inmediatamente la imagen del museo, un edificio en forma de espiral construido por Frank Lloyd Wright frente al Central Park neoyorquino: la gran rampa helicoidal en torno al patio acristalado es una de las últimas obras del maestro americano, y sin duda la pieza más importante de la colección del museo. Pero para el mundo artístico norteamericano, la palabra Guggenheim evoca también la política innovadora y aventurera del director del museo, Thomas Krens, un ex jugador de baloncesto y licenciado en Ciencias Económicas que ha gestionado la institución con técnicas importadas de los mercados de valores y la ingeniería financiera. A través del endeudamiento y la expansión, Krens ha dinamizado el museo al tiempo que lo ponía en peligro, conduciendo una huida hacia adelante que tiene en la franquicia de Bilbao su éxito más notorio; cuando el lehendakari Andanza firmó en la sede neoyorquina de Merrill Lynch el acuerdo que vinculaba a las administraciones vascas, su generosidad estaba rescatando a Krens de una situación crítica.

Aquel compromiso tan extraordinariamente desigual en lo material y en lo simbólico esperaba adquirir para los vascos una visibilidad internacional distinta de la actual, teñida por el terrorismo, y ganar para Bilbao la confianza de empresas e inversores. De hecho, el gobierno vasco se anuncia en The Economist para captar capitales extranjeros, y los principales avales que se ofrecen son los nombres de Mercedes, Daewoo, Ericsson, Rolls-Royce, Michelin y… Guggenheim, como empresas prestigiosas que han decidido invertir allí. Curiosamente, el caso del Guggenheim es exactamente el opuesto, ya que lejos de invertir, lo que hace es cobrar una franquicia, disponer gratuitamente de un edificio y recibir una subvención anual que cubra la diferencia entre sus ingresos y sus gastos: alquila su nombre y lo explota comercialmente, beneficiándose de la extrema debilidad negociadora de los vascos, dañados tanto por la decadencia industrial y la erosión de la violencia, como por el empeño de entenderse con los norteamericanos al margen de Madrid.

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GEHRY, UN EXORCISMO CULTURAL

De forma paradójica, este proceso tan disparatado ha tenido como resultado final un edificio magistral y emocionante. Los políticos vascos aceptaron unas condiciones rechazadas por cuantas ciudades europeas estuvieron en tratos con la Fundación Guggenheim; pero Bilbao ha adquirido una de las obras de arquitectura más características y admirables de este confuso fin de siglo, un perfil agitado que se ha convertido ya en emblema de la ciudad y en representación involuntaria de la conflictiva historia reciente de los vascos. En el terreno de la cultura constructiva, el panorama vasco de las últimas décadas ha oscilado entre el regionalismo folklórico y la posmodernidad azucarada; el movimiento más interesante fue un fundamentalismo clasicista y etnográfico que se acartonó pronto. Con la construcción frente a la ría de las formas tormentosas del californiano Gehry, Bilbao hace una apuesta inesperada por la vanguardia cosmopolita de la arquitectura, que se complementa con la elección de la tecnología elegante y humanista del británico Foster para la recién estrenada red de metro, y con la ingeniería escultórica del valenciano Calatrava para el nuevo aeropuerto.

El edificio de Frank Gehry es una mole expresionista, construida con piedra caliza, vidrio y titanio, que se extiende junto al puente de la Salve entre el ensanche de Bilbao y la orilla de la ría, en la zona conocida como Abandoibarra, frente a Deusto, donde también están en construcción un palacio de congresos y un conjunto de oficinas, viviendas, centro comercial y parque. En este antiguo emplazamiento de puerto y astilleros se levanta ahora una colosal escultura forrada de chapa de titanio, que a partir de octubre abrirá sus puertas como Museo Guggenheim Bilbao. Superior en tamaño y espectacularidad a la sede central neoyorquina que construyó Wright, la obra bilbaína de Gehry es la más importante de la docena que ha realizado en Europa, y acaso la más significativa del conjunto de su carrera. Por una extraordinaria combinación de circunstancias, el más celebrado arquitecto norteamericano de vanguardia ha venido a culminar su trayectoria artística en una pequeña y orgullosa ciudad europea en decadencia económica y desconcierto cultural.

GUERNICA, UN EXORCISMO POLÍTICO

La proeza constructiva del edificio, cuyas atormentadas geometrías han obligado a emplear un programa de ordenador desarrollado por una compañía francesa y que utiliza la industria aeroespacial norteamericana, es un logro técnico que rivaliza con el estético, y un genuino ejemplo de cooperación internacional entre diseñadores y fabricantes, que llega hasta la hipérbole en el caso del titanio, extraído en Australia, fundido en Francia, laminado en Pittsburgh, decapado en Gran Bretaña y engatillado en Milán antes de colocarse en forma de escamas sobre la superficie alabeada del museo bilbaíno. Esta acusada condición cosmopolita hace todavía más insólita la incorporación del Guggenheim a un contexto ideológico y político que privilegia la identidad y la diferencia, y cuyo nacionalismo arcaizante y étnico parece tan contradictorio con las realidades contemporáneas de la globalización acelerada de los mercados y los procesos. La misma defensa ensimismada de lo propio que ha llevado, por cierto, a reclamar airadamente el Guernica de Picasso, subordinando a la circunstancia de la toponimia su naturaleza de símbolo universal.

Y esta abrupta y desabrida demanda del lienzo, que el inevitable Arzalluz se ha ocupado de subrayar con comentarios de hostilidad geográfica e ignorancia histórica, no oculta apenas el deseo de emboscar las profundas divisiones de la sociedad vasca bajo el manto común del victimismo. Ni los padecimientos vascos en la Guerra Civil fueron superiores a los de otras poblaciones españolas, ni su actual postración económica obedece a la conjura antivasca de regiones más dinámicas. Hace un cuarto de siglo, el País Vasco era la zona más próspera de España; hoy se ve relegado en el índice de riqueza no solo por Madrid, Cataluña y Baleares, sino incluso por las limítrofes Navarra y La Rioja. Este abatimiento económico no tiene su única causa en el declive industrial del norte de la Península; obedece también a la desbandaba de las élites técnicas y empresariales por el clima de inseguridad y violencia, con la complicidad reticente de unos políticos nacionalistas que han venido a ocupar el lugar social abandonado por las sombras míticas de Neguri o Deusto. 

UN SÍMBOLO AMBIGUO 

Los privilegios fiscales y la negociación económica coactiva con el gobierno central otorgan oxígeno presupuestario a estas nuevas élites políticas, que pueden presentar las grandes operaciones urbanísticas y arquitectónicas de Bilbao como las inversiones imprescindibles para consolidar el liderazgo de la ciudad en el marco de un hipotético arco atlántico. Sin embargo, estas colosales realizaciones obedecen más bien a la voluntad de reanimar una economía exánime con transfusiones masivas de dinero público; y si estos estímulos pueden mantener vivo al paciente, parece difícil que recobre la salud si no se cura su más profunda enfermedad: el enfrentamiento y la violencia que laceran el cuerpo social vasco. Mientras eso no ocurra, los exorcismos de la Campa de los Ingleses se repetirán en balde, y la tormenta de titanio que amenaza el puente de la Salve será más un signo de crisis que un emblema de regeneración.