No se trata, a mi juicio, de que el pensamiento sea débil, como adoctrina Vattimo i. desde su cátedra de Torino, sino que está mal visto —no se lleva— ejercitar y desarrollar el pensamiento. En nuestro país parece que no hay lugar para los argumentos de peso elaborados con sosiego y la necesaria paz interior: sólo gustan las sensaciones fuertes en oferta y las emociones descontroladas y pintadas de colorines. El entorno social es algo así como un magma anónimo, liviano y volandero que huye de los grandes problemas y cuestiones. A la vida española del chándal y las adidas le falta espesor y consistencia.
Sí bien son de encomiar muchos aspectos de la vitalidad actual de la sociedad española, se hace perceptible que el desprecio a lo raigal —los temas de fondea lleva aparejado el que, entre otras cosas, se elimine la lectura demorada y exigidora. Esa alocada carrera hacia el tener —en lugar de hacia el ser— que es el existir de hoy parece limitarse a un neurótico apretar el mando a distancia del televisor. Y el resultado está a la vista de todos: unos seres homogeneizados y conformistas —nueva versión de los pancistas de antaño, tan censurados no sin razón— que aceptan en sus digestiones señalizadas los cánones de la vulgaridad y los tópicos fáciles que imponen tan machacona como agresivamente ios chamanes de los medios audiovisuales, y sin tener en cuenta en ningún momento el medio y largo plazo, Y como telón de fondo del frágil pacto social, un poder político que utiliza todos los recursos a su alcance para mantener narcotizada a la sociedad a fin de controlarla de manera hegemónica y a perpetuidad por medio de subvenciones y subsidios, creándose así una relación perversa de vasallaje en lugar de ciudadanía.
El valor del escritor
Hay que tener mucho valor —y no menos salud— para rechazar el dictado del mensaje uniforme y acrítico. Al cabo, abandono la tentación de la inercia comunitaria y me arriesgo a hablar de literatura, exigiendo para ello la colaboración del lector reposado e inquieto, esa flor rara del paisaje español casi siempre zarandeada por vientos cuajados de imágenes vanas e inocuas, modas ridículas, modos impresentables y modelos de nuevo rico.
Una voz pesimista del corazón europeo —la de Botho Strauss— resonó hace poco con las palabras siguientes: «El escritor es la voz débil en la caverna bajo el estruendo. Un quedo, eterno estar impasible, el susurro del recuerdo». Ciertamente, las estridencias continuas y los chanchullos esperpénticos al uso de este final de siglo hay que pararlos con los silencios del alma, tan lejana de la vanidad exhibicionista como del éxito inmediato. El empeño se me aparece harto complicado pero no imposible. Aun siendo consciente de que nado a contracorriente —contamos con 11 millones de analfabetos funcionales y con unas tiradas de periódicos y libros propios de país subdesarrollado—T resulta obligado el intentarlo; el escritor es nadador de fondo y está habituado a arar en el mar.
Entre la soledad y el silencio
El escritor, sea narrador o poeta, va levantando su obra a golpe de prolongados silencios, de ímprobas renuncias. La soledad y el silencio requeridos para componer un soneto o redactar un manojo de párrafos no son una manía o un vicio oculto, sino que constituyen una exigencia tan vital como profesional. Escribir es oficio de solitarios en el que el esfuerzo físico y la tensión interior contribuyen por igual a tan concentrada tarea, si bien se desconoce con exactitud cuál es la tecla misteriosa que dicta la orden de comenzar y determina el ritmo de las pulsiones que aparecerán plasmadas sucesivamente en la virginidad de la cuartilla. Hace bien en afirmar Octavio Paz que «la literatura es soliloquio y diálogo, con otros y con nosotros mismos, con el mundo de aquí y con el de allá». Nada más cierto que de la ausencia de ruidos devienen los mejores diálogos y los más lúcidos consejos.
La vida, para el escritor, es literatura. Y sus latidos, hondos y tenaces como el cauce de un rio, quedan reflejados en palabras. La creación literaria está compuesta de palabras: éstas, unas veces subliman el discurso escrito, y en otras transgreden el texto, lo provocan, lo subvierten. Las palabras del escritor se convierten, según el timbre de sus latidos, en símbolo o en signo; también adquieren la condición de testimonio o de mensaje; no hay tabulación, en prosa o en verso, que no contenga siempre una cosmovisión y un mensaje subjetivo, sean tácitos o explícitos. Esta imbricación se produce porque el origen de las palabras, o mejor dicho, antes y detrás de las palabras —de todas y cada una de ellas— se halla un ser humano con los ojos muy abiertos y la sensibilidad a flor de piel, (También el lector forma parte del juego literario: no le preocupan las ideas generales, sino que le interesa la visión particular del que escribe.) Todo ello sin perder de vista, como dice el novelista mexicano Carlos Fuentes, que «la literatura se formula a sí misma como conflicto incesante».
Buscando la voz propia
La voz propia del escritor—en definitiva, la percepción personal e intransferible de la realidad por medio de sus palabras— no proviene de las enseñanzas de preceptiva literaria, que tal vez aprendió hace tiempo, sino de la capacidad de captar y fijar con su mirada: esa mirada que se extiende minuciosa y morosamente sobre la realidad que tiene a su alcance o intuye. Es claro que la mirada del escritor no puede sustraerse a la realidad que circunda y, a veces, sacude. Y el acarreo paciente de los materiales oteados —a los que añaden los presentidos o imaginados— terminarán luego siendo hilvanados, incluso airadamente, por el escritor en sus largas y apasionadas vigilias. Porque la literatura es además quehacer que quema: sin pasión no hay verdadero creador literario; sin pasión emocionada no brota el poema ni la narración auténticos. Miguel Delibes lo dip hace tiempo: en una novela debe haber un hombre, una pasión, un paisaje. Por ello, la obra creada es resultado directo de la dura pelea del escritor con las palabras, con sus propias palabras. En ella el creador se desdobla y su voz —sus palabras— es plural, múltiple, tanta como los personajes que dibuja en el texto.
Recrear una nueva realidad
Realidad, obsesiones, fantasmas, intuiciones y sueños se agavillan para bosquejar la combinación apretada que genera la tensión sostenida del escritor. Este debe tener la habilidad de ordenarlos y articularlos; ésa es su imprescindible contribución al redactar el manuscrito definitivo. El escritor con su imaginación busca el tema, el tono y la forma adecuados. Un texto literario es la transformación —la «recreación»— por medio de palabras de una realidad en otra nueva y distinta. Después de cientos de horas gastadas y de otras tan tas hojas rotas, el mayor goce del escritor lo encuentra en el instante de poner el punto final que cierra su discurso literario: la palabra última que signa el desmesurado esfuerzo de días, meses o años. (La acogida favorable de su obra, la hora del terrible veredicto, se producirá siempre y cuando haya sabido manejar con talento y técnica los diversos materiales e incitaciones que tuvo a su disposición ilusionada).
Una mirada inconformista
El autor de Madame Bovary. Gustavo Flaubert, reconocía un cierto desasosiego cuando afirmaba que «la humanidad nos aborrece: no servimos para ninguno de sus propósitos; y nosotros la aborrecemos porque nos hiere». Sin caer en un pesimismo irredento, es cierto que el escritor, los escritores en general, no se exceden en amabilidades.
El ojo del narrador, de suyo, es crítico; juzga lo que le rodea, tal vez lo repudie. Su palabra resulta indócil y expresa una insatisfacción esencial, ya que aspira a la verdad total y, por lo tanto, confía en sacudirse de encima la sumisión y el conformismo. Por ello, la injusta, por asimétrica y desequilibrada, realidad latinoamericana ha sido, y es, motivo de preocupación íntima y principal de los creadores que nacen, viven y escriben en ella. Aun cuando sus numerosas y variadas palabras sigan atajos diferentes, el sentir de sus latidos suele ser común a todos ellos: la realidad golpeada, miseria y hambre, los hombres y mujeres desempleados o explotados, los recursos naturales deficientemente distribuidos y malgastados —cuando no arrebatados con violencia—, sus propios países fragmentados, discriminados internacionalmente y sin la imprescindible cohesión nacional. Son muy conscientes los escritores latinoamericanos de que la historia antigua de sus patrias padece un sucesivo traspaso de dependencias o vasaiíajes imperialistas, ninguno de ellos querido ni deseado: unas ingentes Deuda Externa, deuda social y deuda cultural son el resultado de sus padecimientos históricos.
Es en El Libro de Arena donde Borges hace la siguiente formulación: «…pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis».
No puede, por tanto, extrañar que las palabras del escritor latinoamericano excedan a veces los esquemas formales y las modas estilísticas al uso en otras latitudes industrializadas: su mirada es puro llanto y sus palabras más que lamentos son y restallan como gritos de rebeldía. Francisco Morales Padrón señala que lo que identifica y distingue la novela latinoamericana de la europea ha sido y es la presencia de la realidad geo histórica, ya desde los primeros intentos narrativos de la época virreinal.
Compromiso humano
Hace bien en decir Uslar Pietri que la literatura no tiene por misión resolver problemas reales y concretos, pero si plantearlos e Iluminarlos.
Ocurre que las palabras del escritor latinoamericano, dejando al margen en este momento las corrientes y los movimientos literarios habidos en casi dos siglos, abandonan muchas veces la etiqueta del costumbrismo, del mero testimonio y de la tímida denuncia, para pasar a constituirse en verdaderos alegatos contra la desigualdad socioeconómica o en juramentos de compromiso con militancias concretas. Ya lo dejó escrito Azorín: «La literatura es expresión de la historia y de la sociedad». Un narrador reaccionario y monárquico del siglo pasado, Honoré de Balzac, tan gustado, por otra parte, por un lector antiburgués como Carlos Marx, sentenció que «la ficción es la historia privada de las naciones». Y la historia privada de la sociedad latinoamericana está plagada de brutalidades y corrupciones decepcionantes.
Los paisajes literarios que ofrezco como botones de muestra, al término de estas incitaciones, han sido escritos por autores latinoamericanos: el verso o el párrafo acotados no persiguen —sacándolos del contexto— manipular los discursos respectivos en dirección a un iluminismo revolucionario o hacia el dogmatismo maniqueo. El terrorismo literario, ejercido con el panfleto o la octavilla, es parcela que no sólo encubre a un mal escritor, sino que además deforma la realidad de los paisajes que otros han cultivado veraz y afanosamente en su jardín interior. Es harto sabido que la presentación sesgada o reductora de la realidad no busca hacer literatura, sino hacer simplemente propaganda política. Proust, cuya mirada era muy larga, enseñó que el arte auténtico no tiene nada que ver con las proclamas, y aconsejaba siempre el silencio.
Aun aceptando que las voces latinoamericanas elegidas puedan tal vez rechinar fuera del tiempo en que aparecieron escritas, estimo que en ellas se aprecia, con carácter de constante histórica, el compromiso humano del creador: lo ético y lo estético no sólo coinciden en la ocasión, sino que, además, se complementan para reforzar su intencionalidad expresiva. Se trata, en realidad, de un conjunto de voces dispares y dispersas con ejemplar afinidad en la sensibilidad y en el modo de detectar los problemas latinoamericanos. Mi pluma se limita a clasificarlas por materias para, así, dar a conocer a cabalidad sus claves literarias: el estado de ánimo de los autores en un momento dado y expresado con una belleza formal reconocida.
Vigencia de los temas
Me permito subrayar que el desglose temático viene dado, en primer lugar, por las anomalías estructurales todavía vigentes —el ingreso per cápita en 1989 es equivalente al de 1976 y la inversión cayó el 40 %—, y, en segundo, por entender que los autores ofrecidos forman parte del acervo literario universal, es decir, son patrimonio común. Sus trazos, en su forma y en cuanto al fondo, pueden, por otra parte, hacer dudar de lo que se entiende por ficción literaria y de lo que es la realidad latinoamericana de boy. Desgraciadamente, las numerosas situaciones trágicas —individuales y colectivas— que se presentan actualmente en las sociedades latinoamericanas superan en mucho el barroquismo verbal o imaginativo de los creadores. De esto no hay la menor duda. Entiendo que mi palabra busca intencionadamente, con el apoyo literario de los creadores latinoamericanos víctimas de una historia desgarrada, que el lector español se sienta incómodo ante el durísimo desajuste global de la región y se ponga a trabajar generosa y solidariamente para la mejora de la dolorida realidad latinoamericana, tan propia como la nuestra. Entiendo que es el modo más eficaz y duradero con que un escritor cuenta para echar a rodar un empeño que exige, aparte de voluntad política, indeclinable aliento. De no colaborar en ese afán la ficción y la realidad latinoamericanas acabarán hundiéndose, abrazadas y con una mueca en el rostro, en el hondón de una pesadilla sin fin: los paisajes latinoamericanos, con sus gentes dentro, arderían en el infierno. Es algo que no debemos consentir que suceda.
Que las palabras de los autores latinoamericanos no se las lleve el viento, es mi deseo; que el eco producido por estas transcripciones no se ahogue en el silencio, es mi esperanza. Estas palabras suyas, que hago mías, quieren contribuir a edificar una realidad latinoamericana más digna y más justa, es decir, superan con creces el listón del mítico y cercano año de 1992.