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Dino Campana (1885-1932) es autor de un solo libro de versos, Canti Orfici (Ravagli, Marradi, 1914). De las posteriores reediciones, quizá la más popular sea Canti Orfici ed altri scritti a cargo de Cario Bo (Mondadori, Milán, 1972), sucesivamente reeditada. Hay dos traducciones al español: Cantos Órficos, a cargo de Juan Carlos Gentile Vitale (Olifante, Zaragoza, 1984); más reciente, la de Pedro Luis Ladrón de Guevara (Universidad de Murcia, Murcia, 1991) y algunos poemas dispersos. Sin embargo, Diño Campana es uno de los poetas más celebrados del Novecento italiano. Prácticamente desconocido fuera de su país, su vida y su obra están rodeadas de una leyenda mítica que sin duda ha transcendido su significación propiamente literaria.

La nota biográfica de este autor es una penosa sucesión de infortunios, estancias en prisión y sanatorios psiquiátricos, que no ha podido menos que sugerir la figura del «poeta maldito». Ya en 1928, la incipiente mercadotecnia supo aprovechar estas «cualidades» de Campana para presentar la reedición de sus Canti Orfici como la obra de un «Rimbaud italiano».

Más cercana a la realidad, la numerosa correspondencia de Campana nos descubre una existencia solitaria y desgraciada, asediada por la esquizofrenia. Su enfermedad y su carácter excéntrico e imprevisible originarían sin duda un extrañamiento social que Campana resolvió por un lado a través del nomadismo impenitente, por otro mediante la creación poética. Viajó por medio mundo caminando: con el mismo ímpetu puro y bárbaro escribió sus poemas.

Dino Campana nació en 1885 en Marradi, en la provincia de Faenza, ciudad en la que realizó sus estudios primarios. Comenzó a estudiar Química en la Universidad de Bolonia y más tarde en Génova y Florencia. A los quince años de edad se remonta su primera crisis nerviosa («En aquel periodo tuve una fuerte neurastenia: no podía estar quieto en ningún sitio»), las primeras escapadas y viajes. Su vida estará a partir de entonces marcada por los periódicos internamientos en hospitales psiquiátricos. Pero también por el nomadismo, que gustó de experimentar de un modo físico, caminando. En 1907 interrumpió sus estudios y viajó a Suiza, Francia y más tarde a la Argentina. Desde Buenos Aires, pasó a Montevideo, Rosario, Mendoza, etc.

De estos viajes, cuenta Campana: «Desempeñaba cualquier oficio. Por ejemplo, forjar el hierro, una hoz, un hacha. Lo hacía para vivir. He tocado el triángulo en la marina argentina. He sido portero en un círculo de Buenos Aires. Tuve tantos trabajos». Y, además, «gaucho, carbonero, minero, policía, de zíngaro viajando con una tribu de Bosiacos rusos, de saltimbanqui, he regentado un tiro al blanco, tocado el organillo». Para regresar a Europa se embarca en un mercante: «Me embarqué como fogonero, luego me bajé en Odessa. Vendía serpentinas en las ferias. Los Bosiacos son como gitanos. Son compañías ambulantes de cinco o seis personas. El tiro al blanco fue en Suiza. Conocía bien varias lenguas». En Bélgica fue arrestado por vagabundeo y alcoholismo y recluido en el manicomio de Tournay. De nuevo en Italia, continuó su vida errabunda, trabajando en granjas de campesinos y escribiendo las primeras poesías que incluiría en los Cantos Órficos.

A finales de 1913, Campana se trasladó a Florencia con la intención de presentar su libro de poemas a Giovanni Papini y Ardengo Soffici, directores de la influyente revista Lacerba. Soffici describe a Campana como «un hombre joven, sobre los veinticinco años, con el pelo y la barba de un rubio encendido, de cara rellena y roja, iluminada por un par de ojos azules que expresaban sinceridad y timidez como los de los niños o los campesinos. […] triunfaba en los círculos, irradiaba vitalidad y la suscitaba a su alrededor, y, especialmente si había bebido un poco, alegría y poesía manaban de todo su ser».

Desgraciadamente, Campana presta a Soffici y Papini la única copia que posee del manuscrito de los Cantos Órficos y Soffici la pierde durante un traslado. Campana, consternado, se ve obligado entonces a rehacer el libro, reescribiéndolo en parte de memoria, en parte basándose en notas que seguramente conservaba. Muchos años más tarde, en 1971, extiende el destino su último círculo sobre el asunto —órfico a su manera—, cuando entre los papeles de Soffici su viuda encuentra el manuscrito extraviado. Se titulaba «II più lungo giorno» («El día más largo») y sorprenderá la fidelidad con la que Campana se aproximó a aquella primera redacción.

Por fin publicados en 1914, los Cantos serán conocidos en el restringido círculo de amigos poetas, único en el que su obra tendrá inicialmente alguna resonancia. Tampoco Campana, quien vendía personalmente sus libros, colaboró mucho a su difusión. Nos pinta Soffici la escena: «Un individuo simpático y considerado inteligente quizás podía obtener los Cantos con el autógrafo del poeta; un simple burgués recibía solo el libro o peor, sin la primera página ni la cubierta; si luego se trataba de un tipo ordinario claramente ajeno a las artes, Campana no se lo daba sin antes quitarle delante de él las páginas que consideraba demasiado elevadas […] A algunos estúpidos presuntuosos que se las daban de escritores llegó a no entregar más que la cubierta y pocas páginas que él consideraba poco logradas».

Cuando en 1928 la reedición de los Cantos Órficos trae la fama y el reconocimiento de sus contemporáneos, Campana lleva ya diez años ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Castel Pulci, del que nunca saldrá. Sumido en la enfermedad mental, con breves periodos de lucidez, no volverá a escribir poesía. Muere en 1932 de una septicemia tras haber recuperado en los últimos meses, nuevo círculo que se cierra, la salud mental.

Confrontados con esta dramática existencia, los versos de Campana constituyen fervorosos himnos de amor a la vida:

«Una vez, en Cerdeña, entré en una casa que tenía colgado afuera un farol de hierro que iluminaba la pared de granito. Afuera el camino conducía por la costa pedregosa que descendía hasta el mar. ¡Este recuerdo que no recuerda nada es tan fuerte en mí! La berroqueña costa blanca había bebido el crepúsculo profundo y rojo que encerraba la isla y ahora con el farol oxidado las estrellas del altiplano brillaban solo para mí y para Garcia. Yo besé la pared de granito sin pensar y todavía no sé por qué» (de una carta a Sibilla Aleramo, hacia 1917).

Es el impetuoso fervor vital la más conmovedora característica de esta poesía. La hermosura de la luz y del color del mundo emociona tanto a Campana, que no consigue expresar su felicidad de manera más sincera que besando una pared de granito. La conmoción que le produce la realidad se convierte en sus versos en un ímpetu expresivo que trata de circunscribir, de atrapar, el momento de lo visible en la palabra.

De aquí la superposición de imágenes breves e intensas, la reiteración verbal, el flujo de luz y color. Órficos en este sentido, los poemas de Campana evocan, siquiera de un modo muy personal, la tradición poética que concibe el verso como un arte del conocimiento, de iniciación en el significado: «En el giro vertiginoso del eterno retorno la imagen muere inmediatamente».

Y si por un lado la de Campana es una voz personalísima, por otro tampoco es posible entenderlo fuera del contexto de innovación formal y estética introducida por los parnasianos y decadentes franceses: Verlaine, Rimbaud, Mallarmé e incluso por el propio Apollinaire, que sin duda Campana conoce. Siendo una poesía eminentemente visual, sugiere las técnicas de los movimientos artísticos que le son contemporáneos. La descomposición sintáctica y superposición de imágenes —piénsese en la primera estrofa de «Génova»— produce un cierto efecto cubista; la contraposición de mitos clásicos e imágenes típicas del progreso —grúas, electricidad— evoca el futurismo, que tanto interesó a Campana; los recurrentes poemas de ciudades —»Paseo bajo la pesadilla de los pórticos», verso que, por cierto, tan bien comprenderán los que hayan visitado Bolonia- recuerdan la pintura metafísica de Giorgio De Chirico; e incluso algunos fragmentos visionarios —quizá la cuarta estrofa de «Génova»- casi parecen escritura automática.

Ahora bien, lo que otorga su singularidad a la poesía de Campana es que, inspirada en éstas y otras formas, es una poesía que se nos ofrece en un estado primitivo, en el momento de hacerse (Cario Bo), que se presenta al lector sin intermediarios, con una brutal franqueza expresiva. Tan es así que el propio Móntale observó que resultaría impensable imaginar una evolución de esta poesía. Y es cierto que existe en estos versos cierta rudeza, cierto descuido formal que nos hace sentir que nos hallamos en el instante inicial de la creación poética, donde parece percibir la viva emoción primera, no depurada. Quizá sea ése uno de los mayores atractivos de este poeta.

El poema que aquí presentamos, «Génova», cierra los Cantos Órficos. Es un poema largo, pleno de imágenes visuales. De organización sintáctica compleja, sus estrofas enérgicas e irregulares componen en nuestra imaginación un óleo hermoso e intenso. Como si otro Van Gogh hubiera pintado la ciudad ligur con dedos deslumbrados.

GÉNOVA

Luego que la nube lejos se detuvo
En los cielos sobre la callada mar
Infinita en lejanos velos encerrada,
Y regresaba el alma ausente
Que todo en torno se había arcanamente
iluminado del jardín el verde
Sueño en la apariencia sobrehumana
De resplandecientes estatuas soberbias:
Y oí canto oí voz de poetas
En las fuentes y las esfinges desde los frontones
Benévolas un primer olvido parecieron a los postrados
Humanos todavía otorgar: de los secretos
Dédalos salí: surgía un torrear
Blanco en el aire: innumerables del mar
Parecieron los blancos sueños de las mañanas
Disolviéndose encadenar lejos
Como un ignoto torbellino de sonido.
Entre las velas de espuma oía el sonido.
Pleno era el sol de Mayo.

Bajo la torre oriental, en las terrazas verdes en la pizarra cinérea
Desborda la plaza en el mar que adensa las naves infatigable
Ríen los arcos del rojo edificio desde el gran pórtico:
Como las cataratas del Niágara
Canta, ríe, varía férrea la sinfonía fecunda urgente del mar:
¡Génova canta tu canto!

Dentro de una gruta de porcelana
Sorbiendo café
Miraba por la vitrina a la multitud subir veloz
Entre vendedoras que parecían estatuas, que ofrecían
Mariscos con roncos gritos que caían
Sobre la balanza inmóvil:
Así te recuerdo aún y te veo imperial
Subiendo por la pendiente tumultuosa
Hacia la puerta abierta
Contra el azul vespertino,
Fantástica de trofeos
Míticos entre torres desnudas bajo el aire,
Alrededor tuyo agarrada
La fiebre de la vida
Prístina: y por los callejones lúbricos de farolas la copla
Que canturrean las prostitutas
Y del fondo el viento del mar sin tregua.
Por los callejones marinos en la ambigua
Tarde preludios entre las farolas traía
el viento de la maraña de naves:
Los edificios marinos tenían blancos
Arabescos en la sombra languideciente
Y marchábamos yo y la tarde ambigua:
Y yo levantaba los ojos hacia arriba a los miles
Y miles y miles de ojos benévolos
De las Quimeras de los cielos: …
Cuando,
Melodiosamente
De lo alto viene, como blanca el viento fingió una visión de Gracia
Como del número inagotable
De las nubes y de las estrellas en el cielo vespertino
Por el callejón marino sube a lo alto, …
Por el callejón porque rojas a lo alto sube
Marino las alas rojas de las farolas
Arabesqueaban la sombra languideciente, …
Que en el callejón marino a lo alto sube
¡Qué blanca y leve y quejosa subió!
«Como en las alas rojas de las farolas
Blanca y roja en la sombra de la farola
Qué blanca y leve y temblorosa subió:…»
Ya en el rojo de la farola
La sombra estaba cansadamente
Blanca…
Blanca cuando en el rojo de la farola
Blanca lejana cansadamente
El eco atónito rió una irreal
Risa: y que el eco cansadamente
Y blanco y leve y atónito llevó…
Alrededor de todo
Lucía ya la tarde ambigua:
Latían las farolas
Su palpito en la sombra
Rumores lejanos se despeñaban
Dentro de silencios solemnes
Preguntando: si del mar
La risa no subía…
Preguntando si la oía
Incansablemente
La tarde: a las filas
De nubes allá en lo alto
Dentro del cielo estelar.
En el puerto el barco se posa
En el crepúsculo que brilla
En la arboladura inmóvil con frutos de luz,
En el paisaje mítico
De naves en el seno del infinito
En la tarde
Cálida de felicidad, luminosa
En un gran en un gran toldo
De diamantes extendido sobre el crepúsculo,
En miles y miles de diamantes en un gran toldo viviente
El barco se descarga
Ininterrumpidamente chirriante,
Incansablemente aturde
Y la bandera se arría y el mar y el cielo es de oro y por el muelle
Corren los muchachos y gritan
Con gritos de felicidad.
Ya en tropel se dirigen
los viajeros a la ciudad atronadora
Que extiende sus plazas y sus calles:
La gran luz mediterránea
Se ha fundido en piedra de ceniza:
Por los callejones antiguos y profundos
Fragor de vida, alegría intensa y fugaz:
Toldo de oro de felicidad
Es el cielo donde el sol riquísimo
Dejó sus despojos preciosos
Y la Ciudad comprende
Y se enciende
Y la llama titila y absorbe
Los restos magníficos del sol,
Y teje un sudario de olvido
Divino para los hombres cansados.
Perdidas en el crepúsculo tronante
Sombras de viajeros
Van por la Magnífica
Terribles y grotescos como los ciegos.

Vasto, en un olor tenue impregnado
De brea, velado por las lunas
Eléctricas, sobre el mar apenas vivo
El vasto puerto se adormece.
Se alza la nube de las chimeneas
Mientras el puerto en un dulce crujido
De amarras se adormece: que la fuerza
Duerme, duerme que acuna la tristeza
Inconsciente de las cosas que serán
Y el vasto puerto oscila con un ritmo
Fatigado y llega el olor
De la nube que forma el vómito silencioso.
Oh Siciliana proterva opulenta matrona
En las ventanas ventosas de la calleja marinera
En el seno de la ciudad retumbante de sonidos de naves y carretas
Clásica hembra mediterránea de los puertos:
Por los grises róseos de la ciudad de pizarra
Se oían los clamores vespertinos
Y luego más apagados los rumores de la noche serena:
Veía por las ventanas luminosas como estrellas
Pasar las sombras de las familias marineras: y cantos
Oía lentos y ambiguos en las venas de la ciudad mediterránea:
Que la noche era profunda.
Mientras tú siciliana, de los hondos
Cristales en un torvo juego
La sombra honda y la luz vacilante
Oh siciliana, en los pezones
La sombra recogida tú eras
La Sanguijuela de las noches mediterráneas.
Chirriaba chirriaba chirriaba de cadenas
La grúa del puerto en lo hondo de la noche serena:
Y dentro de lo hondo de la noche serena
Y en los brazos de hierro
El débil corazón con latido más alto palpitaba: tú
Habías apagado la ventana:
Desnuda mística en lo alto honda
Infinitamente estrellada devastación era la noche tirrena.

Abogado y licenciado en Filología italiana