Los dos libros exploran el fenómeno de la identidad y sugieren que uno de los factores determinantes en las sociedades democráticas ya no son solo los económicos, como se ha creido antes, sino otro tipo de cuestiones filosóficas, relacionadas con la nación o la religión, lo cual está en las raíces del populismo, tal como detallaba un artículo publicado en el semanario The Economist.
Fukuyama trata de entender en su libro Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento (publicado en España por Deusto) a qué obedece la demanda de dignidad de una serie de colectivos que, históricamente, se han sentido socialmente invisibles y que en los últimos años han logrado marcar la agenda política.
El politólogo estadounidense -indica The Economist– pasa revista al deseo de reconocimiento de la dignidad a lo largo de la historia comenzando por la Grecia clásica, con ese deseo expresado por los filósofos con la palabra thymos; siguiendo por Lutero, en el siglo XVI, que distinguía entre el yo interior de las personas y su comportamiento; y por los pensadores del siglo XVIII que subrayaban que todos eran merecedores de ser tratados con dignidad.
Lo que ha ocurrido recientemente es que «muchos concluyen que la sociedad no valora adecuadamente esa dignidad interior»
Lo que ha ocurrido recientemente es que «muchos concluyen que la sociedad no valora adecuadamente esa dignidad interior». Su yo interior no concuerda con el reconocimiento social y eso les provoca indignación y resentimiento. Desde «la clase obrera blanca en América y Europa que se siente atraída por el populismo, hasta las poblaciones de Norte de África y Oriente Medio que se rebelaron contra los gobernantes en la primavera árabe de 2010, o el movimiento #MeToo, impulsado por un deseo similar de respeto». El problema, añade Fukuyama, es que «al exigir justicia para ellos como grupo marginado», de forma particular y exclusiva, «están vulnerando la igualdad y el respeto para todos». El peligro que representa definir la identidad en términos restringidos es que deja fuera a gran parte de la ciudadanía. Esto conduce a la victimización y al juego de las quejas, expresadas tanto desde la izquierda como desde la derecha, lo cual alimenta, a su vez, una «espiral interminable de reclamaciones y resentimientos».
Según Fukuyama, «la principal cura para esta enfermedad de la política de identidad es la nación». Sentirse simples ciudadanos de una nación. Este es un concepto más amplio que el de religión, etnia o clase y representa la mejor esperanza de unificar a las personas y darles un sentido de propósito. El politólogo considera preferibles «las identidades nacionales basadas en un credo, como el americano, en lugar de identidades basadas en la raza o el patrimonio». Aún así, no parece del todo confiado en que «los países pueden alejarse de una política del resentimiento que se ha ido fraguando durante años».
Identidades, poco sólidas y cambiantes
El filósofo Kwame Anthony Appiah, ghanés de madre inglesa, profesor en Princeton, comparte algunos ideas con Fukuyama en su libro Las mentiras que nos unen, aunque con un enfoque más amplio, él se remonta a las epístolas de San Pablo, la filosofía árabe medieval, el clásico de Michael Young The rise of meritocracy, o el caso del ghanés del siglo XVIII Anton Wilhelm Amo, enviado de niño de África a Europa, donde llegó a ser un conocido filósofo.
Su tesis principal es que «las identidades son frecuentemente menos sólidas de lo que es el pensamiento»; y que las identidades colectivas -basadas en religión, raza, nacionalidad, clase etc.- tienen contradicciones y falsedades. Sostiene que «las religiones cambian constantemente con incorporación de nuevas doctrinas; muchas ideas sobre la raza que derivan de las distinciones del siglo XIX entre negros, caucásicos y orientales, han sido desacreditadas por la ciencia»; y hasta el concepto de clase social “se parece menos a una escalera que a una montaña, con muchas rutas para llegar a la cima”.
“No existe una esencia asociada a una determinada identidad social que explique por qué las personas son como son”
«Nadie tiene una identidad única (solo mujer, solo británica, solo blanca, por ejemplo)», advierte Appiah. Ni las identidades son determinantes para «dictar nuestra forma de pensar o nuestra conducta». Y “no se heredan como los genes; más bien, se usan y se peinan, como el cabello”. El pensador ghanés concluye que “no existe una esencia asociada a una determinada identidad social que explique por qué las personas son como son”.
Su libro, señala The Economist, implica que “la gente debe estudiar más historia, y tener más cuidado cuando se agrupan a sí mismos y a los demás en identidades colectivas”. Pero a pesar de que este ensayo y el de Fukuyama contienen “ideas espléndidas”, de poco sirven, añade el semanario, frente a los populismos de personajes como Donald Trump o Viktor Orban y su apelación a la gente, a pesar de sus errores y burdas simplificaciones. Aludiendo a El fin de la historia (1992) -con el que Fukuyama argumentaba que el mundo se dirigía hacia la democracia liberal, tras la caída del Muro-, The Economist recuerda que la historia “no viaja en línea recta”; que “las naciones pueden dividirse; que los demagogos pueden ganar poder; y que se pueden tomar decisiones políticas ruinosas”. También puede ocurrir lo contrario, pero “deben darse las condiciones adecuadas y que aparezca un político talentoso”.
Pero “el ascenso de China y el rechazo a la democracia en Rusia y en otro lugares» frustró esta última esperanza; lo cual no demuestra que “Fukuyama fuera un necio” (al escribir El fin de la historia) sino que “el futuro es difícil de predecir”.