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Auge, estos últimos años, de la fotografía. Auge, también, de los libros de fotografía. Un subgénero que de siempre me ha gustado especialmente: el fotolibro urbano. Los hay ya en el siglo XIX —pensemos en los varios venecianos maravillosos de Ferdinando Ongania, especialmente el dedicado al Gran Canal (1897)—, pero cobran definitiva carta de naturaleza a comienzos del siglo XX, cuando la ciudad se convierte, para los creadores, en una segunda piel.

En tanto que ciudad de Charles Baudelaire, de Jules Laforgue, y sobre todo de Eugène Atget, fotógrafo que la dijo inmejorablemente, hay que empezar por París, entonces capital mundial de las artes. No es Atget el único fotógrafo de aquel tiempo en el cual hay otros que asimismo brillan, como Édouard Baldus, Charles Marville o Charles Nègre. Pero él, que tanto interesaría a los surrealistas y a Walter Benjamin, sintetiza mejor que ningún otro la obsesión de un fotógrafo-topógrafo por una ciudad. Pierre Mac Orlan, un escritor especialmente sensible a la fotografía, fue el encargado de prologar la primera monografía sobre su obra (1930), aparecida póstumamente.

Antes que París, es Nueva York el lugar donde la poética de la ciudad se desarrolla con más firmeza. El pionero absoluto, allá, fue Alfred Stieglitz, alemán de nacimiento, y del cual un hito es el monográfico de sus propias vistas de Manhattan (1901) de su fabulosa revista Camera Work, en el cual queda fijado un extraordinario momento de transición de las nieblas «fin de siècle» a las aristas nítidas de una vanguardia ya con rascacielos, paquebotes, locomotoras y dirigibles. Otro gran nombre de transición perteneciente al mismo círculo, Alvin Langdon Coburn, firmó en 1910 otro bellísimo Nueva York; tardío pero magnífico su Edimburgo (1954). Luego hay que mencionar a Paul Strand —otro de Camera Work— y su póstumo Circa 1916 (1998), publicado con motivo de una exposición en el Metropolitan Museum, y a Walker Evans con su ilustración del poemario The Bridge (1930), de Hart Crane, inspirado en el puente de Brooklyn. Berenice Abbott, que durante sus años de París había gestionado el legado de Atget y cuidado su citada monografía póstuma, es autora, entre otros fotolibros, de uno muy en esa línea, Changing New York (1939). En la posguerra uno de los grandes «especialistas» en Manhattan sería Andreas Feininger, hijo del pintor bauhasiano Lyonel Feininger. Pero están también el Manhattan negro de Weegee; o los Nueva Yorks (1956 el primero) del también cineasta William Klein, autor además de fotovisiones de Roma (1959), Moscú (1964), Tokyo (1964) y París (2002). Y aunque no sea un libro sobre una única ciudad, cómo no mencionar Les américains (1958), del suizo norteamericanizado Robert Frank. En cuanto a otras urbes norteamericanas, me gustan San Francisco (1918) por Francis Bruguiere, y New Orleans (1941) por Clarence John Laughlin, el cantor del profundo Sur y sus mansiones con fantasmas junto al Mississipi.

De vuelta a París, los veinte y los treinta fueron, en el terreno del fotolibro, décadas prodigiosas. Prodigioso 100 x Paris (1929), de una Germaine Krull, autora también de una Marsella (1936) prologada por André Suarès, que era de ahí, y de un menos conocido Ouro Preto (1943) con texto de Ribeiro Couto; en fecha tan temprana como 1931, había aparecido en Gallimard una pequeña monografía de Mac Orlan sobre ella. Prodigioso el París (1928) de Mario Bucovich, en el cual colabora la anterior, y cuyo prólogo por Paul Morand fue el que me puso sobre la pista del volumen. Prodigioso el París simultaneísta (1931) de Moi Ver, prologado por Fernand Léger; con su verdadero nombre, Moshé Raviv-Vorobeichic, este lituano había sacado un librito sobre el gueto de Vilnius (1931). Prodigioso, también con prólogo morandiano, el Paris de nuit (1933) anillado de un Brassaï que repetiría con Camera in Paris (1949). Prodigiosos los Parises (1934 el primero, de nuevo con Mac Orlan) de un André Kertesz que terminaría afincándose en Nueva York y convirtiéndose en otro de sus grandes cantores. Más Parises, no todos rematados por un gran libro: los de Laure Albin-Guillot, Ilse Bing, Emmanuel Boudot-Lamotte, Marcel Bovis, Pierre Jahan, François Kollar, Roger Parry, René-Jacques, Roger Schall —Paris de jour (1937): respuesta a Brassaï—, Emmanuel Sougez, Geza Vandor…

Los años negros tienen su libro en À Paris sous la botte des nazis (1944), de Schall y otros. En 2008, un cierto escándalo rodeó la exposición municipal Les parisiens sous l’Occupation, que nos descubría a André Zucca, talentoso colaborador gráfico de la revista nazi Signal, y que al disponer de carretes Agfacolor pudo plasmar con ellos una época que siempre habíamos visto en blanco y negro. En la posguerra se sucederían nuevas visiones de la Ville Lumière, entre las cuales me gustan especialmente las de Robert Doisneau, sobre todo La banlieue de Paris (1949), con texto de Blaise Cendrars; el Belleville-Ménilmontant (1954) de Willy Ronis, otro libro, este centrado en un barrio, que descubrí por su prologuista, Mac Orlan, imposible obviarlo; el canónico Paris des rêves (1950) de un Izis cuyo Londres (1952) prologó Jacques Prévert; o L’Île Saint-Louis et ses fantômes (1946), otra microhistoria, del poeta-fotógrafo Rémy Duval.

Maravilla muy especial, por su uso encantador del color, otro libro con prólogo prevertiano: el París (1961) del alemán Peter Cornelius, que había conocido al poeta de Paroles, vía Izis. Más miradas de extranjeros sobre la capital francesa: la de los norteamericanos Louis Stettner (1949) y Sanford H. Roth (1953, texto de Aldous Huxley), o las de los holandeses Ed van der Elsken (1956, centrada en Saint-Germain des Prés) y Johan van der Keuken (1963), el segundo autor además de Paris à l’aube (1958), preciosísimo cortometraje en colores… Fotógrafo errante, Cartier Bresson es autor de inolvidables instantáneas de muchas ciudades, París obviamente incluido, y de un buen fotolibro sobre Moscú (1955).

Grandes libros «thirties». Hamburgo (1928) por August Rupp, y dos años después por Albert Renger-Patzch, gran voz de un tiempo alemán en el cual brilló Paul Wolff. Berlín (1929) por Sasha Stone. Estocolmo (1936) por Feininger. Zürich (1939) por Gotthard Schuh. El luminoso Tahiti (1934) de Parry. A Night in London (1938) y Camera in London (1948), del alemán Bill Brandt, que en el primero inscribe sus pasos en los de Brassaï. En la URSS, cómo no mencionar las fotovisiones moscovitas, solo tardíamente recogidas en libro, de Alexander Rodchenko, uno de los grandes colaboradores gráficos de URSS en construcción. Gran arquitecto con cámara, el alemán Erich Mendelssohn fotografió inmejorablemente Moscú, pero también ciudades alemanas y norteamericanas. Del checo Josef Sudek, peatón y poeta de Praga, extraordinarios sus nocturnos, sus panorámicas (1959), sus visiones desde su ventana, o los interiores y jardines de algunos domicilios de sus amigos: pequeño mundo antiguo. Praga es también objeto de esa maravilla absoluta que es el librito de los escaparates (1945), tan atgetiano, de Jindrich Stirsky, con texto de Jindrich Heisler.

En los cincuenta-sesenta, mencionar, en Italia, las Ve-necias (la primera, de 1954) de Fulvio Roiter, y sobre todo los nocturnos venecianos entre simbolistas y metafísicos de Ferruccio Leiss, póstuma y tardíamente (1979) reunidos; el Londres (1958) de Tony Armstrong Jones/Lord Snowdon; la Lisboa «triste y alegre»(1959) de Victor Palla y Costa Martins; el Dublin: A Portrait (1967), de la alemana Evelyn Hofer, con libros sobre Florencia, Londres, su Nueva York de residencia, Washington o México; y naturalmente las fotovisiones californianas del pintor-fotógrafo Ed Ruscha.

Sendos descubrimientos tardíos, memorables por su tratamiento del color: las entrevisiones neoyorquinas y parisinas del norteamericano Saul Leiter, y Vancouver (2010) por Fred Herzog, alemán que se quedó.

En Latinoamérica, tras el Río del ochocentista y francés Marc Ferrez, tras los pictorialismos mexicanos del alemán afincado allá Hugo Brehme, tras las visiones cuzqueñas de Martín Chambi y tras los Méxicos, no recogidos en libros, de Edward Weston/Tina Modotti, la joya de la corona es Buenos Aires 1936 de Horacio Coppola, libro que descubrí por azar, maravillado, y autor al cual pronto visité en su estudio cabe la Torre de los Ingleses, de cara a organizar su primera retrospectiva europea (1996, IVAM). Coppola, nacido en 1906, había iniciado sus «flâneries» porteñas en 1927 y en compañía de Jorge Luis Borges. Ya era moderno antes de consolidar su nueva visión en la Bauhaus, donde había conocido a la que sería su primera mujer, Grete Stern, autora de un Buenos Aires (1956) que no supera el de él. Otro alemán porteñizado, asimismo borgiano, Gustav Thorlichen, hizo San Isidro (1941) con Victoria Ocampo, la más ilustre moradora de ese rincón cercano a la capital argentina. Luego vendrían Saamer Makarius, Sara Facio, Aldo Sessa… En México no tiene el gran Manuel Álvarez Bravo ningún fotolibro incluible en la categoría «ensayo sobre una ciudad». Sí en cambio, y buenísimo, su exmujer, Lola Álvarez Bravo: su Acapulco (1951) con Francisco Tario. Magnífico el México (1964) de Nacho López, en realidad número monográfico de Artes de México, y magnífico otro ya póstumo (2007) de Luna Córnea. En Brasil, por desgracia, no hicieron los libros que podrían haber hecho ni la norteamericana Genevieve Naylor, que estuvo de paso, ni la alemana afincada allá Hildegard Rosenthal, la Coppola paulista. Hermoso Bahia de tous les poètes (1955), de Pierre Verger, francés errante que se fijó allá. Otro gran libro sobre un puerto: el Valparaíso (1991) del chileno de Magnum, Sergio Larrain, próximo a Pablo Neruda, con el cual había hecho Una casa en la arena (1966).

¿Y España? En el tiempo de las vanguardias no hay fotolibros españoles. Lo primero mencionable es la Barcelona (1928) del alemán Wolfgang Weber. Luego, si acaso la Salamanca (1932) de José Suárez, prologada por Miguel de Unamuno. No reunieron sus fotografías en libro ni Cecilio Paniagua en Madrid, con instantáneas buenísimas de la Gran Vía y sus neones, ni Margaret Michaelis —la fotógrafa de A.C. y del GATCPAC— en Barcelona, ni el arquitecto-fotógrafo José Manuel Aizpúrua en San Sebastián. Así las cosas, hubo que esperar a los cincuenta. Abren la marcha los grandes libros de Francesc Catalá Roca sobre Barcelona y Madrid (ambos de 1954). Muy cercana a la suya la visión de Madrid del holandés Cas Oorthuys, expuesta en 2006 en la Fundación Carlos de Amberes. De la austriaca norteamericanizada Inge Morath mencionemos Fiesta in Pamplona (1955), a colocar cerca de Séville en fête (1954) de Brassaï. Los años sesenta son las Almerías de Carlos Pérez Siquier; la Guía del Rastro (1961) de Ramón Gómez de la Serna, con fotografías de Carlos Saura; el Madrid (1961 también) de Paco Gómez, con textos de Miguel Mihura; Barcelona en blanc i negre (1964), de Xavier Miserachs; la fotovisión de Joan Colom sobre el Barrio Chino (1964 también), ilustrando a Camilo José Cela; los Sanfermines de Pamplona de Ramón Masats (1963), con texto de Rafael García Serrano, arbitrariamente suprimido de la reciente reedición… Cadena a la cual se suma ahora Barcelona 1957, de Leopoldo Pomés, extraordinario fruto de un encargo de la editorial Seix y Barral, desgraciadamente no respetado por aquella.

Deliberadamente me he centrado en años remotos, pero hoy siguen añadiéndose jalones a esta historia de ciudades fotografiadas. Libros de, entre otros, Gabriele Basilico, José Manuel Ballester, Luis Baylón, Javier Campano —su ciclo en torno a varias urbes portuguesas—, William Eggleston, Günther Förg —su mirada sobre la Tel Aviv Bauhaus (2002)—, Andreas Gursky, Candida Höfer, Axel Hütte, Michael Kenna, Manuel Laguillo, el bucarestino Mihail Moldoveanu, Bernard Plossu, Robert Polidori, Ferdinando Scianna —su mirada (2002) sobre Bagheria, su localidad natal siciliana, en la periferia de Palermo—, Manuel Sonseca en su ronda de los días, Mario Testino o Bruce Weber, los dos últimos de los cuales firmaron, en 2009 el primero, y mucho antes (en 1986) el segundo, sendas fotovisiones de Río de Janeiro de alto voltaje erótico, pero que no agotan ni muchísimo menos el tema…

Una pista, por último, para coleccionistas: manejando Abebooks, podrán comprobar que si algunos títulos son absolutamente prohibitivos, otros de estos grandes fotolibros, siguen siendo baratísimos… Si encargan, por ejemplo, el Edimburgo de Coburn o el Bahía de Verger, lo más probable es que les cueste más el envío, que el propio libro…

Escritor y crítico de arte