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El año 2000 de la Era Cristiana, tan próximo a empezar, es, en rigor cronológico, el último del siglo XX y del II milenio, y no el primero de los siguientes.

La «Era Cristiana» fue ideada por el abad Dionisio (c. 490-560), hombre sabio y prestigioso, nacido entre el Danubio y el Mar Negro, que vivía en Italia, dominaba el latín y el griego y gozaba de una bien ganada fama de poseer los más variados saberes civiles y eclesiásticos de aquel tiempo. Era un monje sencillo, afable y modesto, que se hacía llamar «el pequeño Dionisio», en latín «Dionysius Exiguus», que es el nombre con que le conoce la historia y con el que él encabezaba sus obras. El papa san Juan I le había encomendado la elaboración de una especie de calendario perpetuo, destinado a que todas las iglesias del orbe celebraran la Pascua de Resurrección en un mismo día.

Al numerar los años de su Tabla Pascual, Dionisio pensó que no debía hacer como los autores de los calendarios precedentes, que los años contaban desde el acceso al trono del emperador Diocleciano, que había sido, escribe el buen monje, «un impío y cruel perseguidor de los cristianos». En su lugar, resolvió introducir un nuevo cómputo, tomando como principio la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, que había sido «el inicio de nuestra esperanza y de la reparación del género humano». Para fijar esa datación, hizo una especie de cuenta atrás con la información que le ofrecían la tradición cristiana y sus conocimientos históricos, hasta llegar finalmente a la conclusión de que aquel año, el 251 de Diocleciano en el que él estaba escribiendo su libro, era el 525 de la Encarnación de Cristo, que habría tenido lugar en el equinoccio de primavera del primer año de esa nueva era.

El calendario dionisiano para la celebración de la Pascua tardó algún tiempo —más bien unos siglos— en imponerse en las diversas iglesias de Europa. La extensión a los usos civiles de cancillerías y notarios y a la vida cotidiana de la gente resultó más lenta todavía. Castilla y Portugal fueron los últimos reinos en incorporarse a esta regularización cronológica. Pero, al final de la Edad Media, las cortes de los reyes, las iglesias, las ciudades y otras instituciones utilizaban en sus documentos la datación de Dionisio. Hoy su aplicación es universal. Poco importa que los historiadores demuestren que lo más probable es que nuestro Señor Jesucristo naciera cuatro o siete años antes de lo que creía Dionisio. Para todo el mundo, para la Iglesia, que ha proclamado el gran Jubileo, y para gobiernos, políticos, sociólogos, periodistas, historiadores y el común de los humanos, este año se cumple el segundo milenario cristiano y el final del asendereado siglo XX. Sería la hora de los balances, si las cuentas de la historia se pudieran cerrar a plazo fijo como las de los individuos o las de una sociedad mercantil.

EL JUBILEO COMO TAREA

Pero el Jubileo proclamado por Juan Pablo II invita a los cristianos, y a todos los hombres, a mirar al futuro y no a repasar una y otra vez, con morbosidad o complacencia, según los casos, cuestiones del pasado. El pasado, dijo T. S. Eliot, no admite vuelta atrás, el pasado es irremediable. Pero hay que construir—añadía el poeta— sobre un pasado real. Lo cual, en términos políticos, sociales, económicos y tecnológicos, significa mirar con ojos limpios de rutinas y prejuicios el presente de este fin provisional de la Historia —o de este alto en el camino— que es el año de transición a otro siglo y a otro milenio.

El mundo occidental, y por influencia suya el mundo todo, es algo muy distinto de lo que podía pensarse o temerse hace diez años. En otros momentos de la historia, los imperios se deshacían perdiendo guerras o a través de revoluciones. Ahora se ha visto con estupefacción que lo que fue, o parecía ser, el amenazador gigante soviético se ha desmoronado sólo con su ideología, que ya no se quiere practicar ni en China, con su poderío militar y su vocación expansionista.

EL PODER Y LA RIQUEZA

Los Estados son más numerosos que nunca y todos se consideran soberanos y, en principio, iguales en la ONU, cada uno de ellos con su voto. Esto obliga a los Estados Unidos a una negociación en el momento de nombrar un Secretario General. Al lado de las Asambleas anuales de Nueva York, las de Ginebra de los decenios veinte y treinta parecen reuniones de mesa de camilla con varias potencias, que hoy llamaríamos medianas, y que se hablaban de tú. Pero para los grandes asuntos de alcance general en el orden internacional, todos saben que hay un hegemón. Su fuerza es tan descomunalmente grande en comparación con los demás, que su ultima ratio no se puede emplear porque daría lugar a un desastre de dimensiones cósmicas. Materialmente sería posible cualquier brutalidad por parte del poderoso o por una subversión universal de los que no lo son.

Pero en todos los rincones del planeta se oye enunciar principios morales y valores humanos, que son los únicos elementos capaces de hacer constructiva la fuerza: derechos humanos, tolerancia, respeto por personas y culturas, supremacía de la paz. El desarrollo y la promoción de esos principios y valores es el gran desafío con que la humanidad se enfrenta en el siglo y el milenio que comienza.

Se podría decir que en el Antiguo Régimen, la riqueza y el poder se medían en tierra, hasta en el lenguaje técnico de los primeros economistas modernos; después vino el reinado del carbón y, todavía, en los tramos iniciales de este siglo, los del acero y la química. A finales de los años treinta, la primacía recaía en la posesión o la gestión de pozos y barriles de petróleo.

INFORMACIÓN Y CIENCIAS

En estos momentos, la principal de las materias primas para la vida económica y social de los pueblos y de las personas es la información, su tecnología y sus potencialidades, que han sido capaces de vencer al tiempo y al espacio, que hasta ahora habían sido siempre limitaciones insuperables para el ser humano. Con estos nuevos mimbres se está fabricando un cesto cuyos perfiles todavía no se dejan definir con nitidez, pero dentro del cualparece inevitable que se va a desenvolver la vida futura de los pueblos.

Otras materias primas, fuente y medida de riqueza, como la tierra o la energía, se pueden tocar, cortar y distribuir de una manera sencilla y directa, a la vista de todos, con justicia o sin ella, en el caso de que abusen de su poder los grandes de este mundo. Sin embargo, siempre ha habido y hay una reserva de responsabilidad ante la sociedad y ante la historia. No obstante, esta materia tan sutil e inaprehensible que es la información (que se crea, se transmite y opera de un modo inmaterial, y además se puede controlar a sí misma) es, de todos los hallazgos de la humanidad de estos dos milenios, el que más profundamente afecta al ser humano, incluso en su intimidad. Una ética y una filosofía de esta información son probablemente las más urgentes y precisas exigencias que están planteadas ya, no por una mera razón de calendario, sino para que ese riquísimo caudal de bienes y de expectativas se ponga al servicio del hombre y no lo sometan a una posible esclavitud.

Entre las ciencias que más novedoso y mayor desarrollo experimentan en estos años de final del siglo, destacan con luz propia y a veces cegadora la Física y la Biología. De la primera podría decirse que, desde el punto de vista humanista y ético, es un saber neutro, con indudables valores positivos. Los avances de la Biología abren un horizonte de dimensiones inmensas que, a cada paso adelante, se ensancha más y más. Pero es también la ciencia —o el haz de disciplinas científicas— que de manera más directa toca al ser humano. Por esa misma razón, la ciencia —o el haz de disciplinas científicas— necesita, más que todas las demás, un pensamiento antropológico que oriente su inmensa capacidad de hacer el bien.

Este final de año, de siglo y de milenio son para la generación actual, para las mujeres y los hombres que tienen la fortuna de vivir este momento histórico, una invitación a reflexionar sobre sí mismos y sobre los demás. Quizá los cristianos no encuentren mejor guía para su meditación que los documentos con que Juan Pablo II anunció primero, hace unos cuantos años, el irrepetible Jubileo del año dos mil ya convocado: desde la encíclica Ante la proximidad del tercer milenio, hasta la bula titulada El misterio de la Encarnación.

Fundador de Nueva Revista