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Desde los primeros ensayos medievales en tierras de al-Ándalus hasta las políticas de planificación lingüística de los últimos Gobiernos de Israel, múltiples y de variada naturaleza han sido las iniciativas del pueblo judío para transformar su lengua original -la que sirvió a Yahveh, según los ortodoxos, para crear el mundo- en instrumento de comunicación cotidiana, medio de autocomprensión colectiva y garantía política para la consecución racional de la justicia y la paz.

El pueblo judío ha utilizado muy diversas lenguas a lo largo de la historia. En su dispersión por los más variados países, solía adoptar casi siempre la lengua del lugar, dándole un sello más o menos peculiar y propio. Según las variantes de su propia historia, las comunidades judías han utilizado lenguas con características muy particulares, como el judeoespañol (ladino), el yiddis, el judeoárabe, etc. Sin embargo, todos los judíos se han identificado siempre de modo especial con la lengua en la que quedaron plasmadas sus primeras y decisivas experiencias como pueblo, la lengua de los escritos de la Biblia, la «lengua santa», el hebreo. Esa lengua, nacida hace más de tres mil años, se utilizó siempre en la lectura de la Torá y en la oración de la Sinagoga, así como en numerosas creaciones literarias. En ella redactaron los judíos españoles durante el medievo una parte muy importante de su poesía, su narrativa y sus escritos científicos; y se siguió utilizando para las principales obras escritas en la época del Renacimiento y la Ilustración. Servía igualmente de instrumento de comunicación escrita, y en ocasiones también oral, entre los miembros de comunidades judías de lugares geográficamente muy alejados. De una forma u otra, no ha dejado nunca de emplearse a lo largo de los tiempos. Según una vieja tradición judía, el hebreo es la lengua en la que Dios creó el mundo, así que nada tiene de especial que algunos sostengan que es «la lengua que siempre existió».

Pero una cosa es que esa lengua pudiera emplearse en la liturgia o en ciertas creaciones literarias, y otra muy distinta que llegara a ser la lengua oficial en la que se expresaran todas las facetas de la vida social, cotidiana y técnica de un Estado moderno. Por eso, decir que el hebreo es hoy la lengua de una nación, la lengua del Estado de Israel, significa que en la historia de esa lengua ha tenido lugar algo muy importante, una transformación radical. Se trata, en realidad, de un proceso complejo que a algunos les parece casi prodigioso.

Tras largos siglos de diáspora del pueblo judío en los que casi se olvidaron las raíces de la lengua, a comienzos del siglo X resurge el interés por la lengua de la Biblia. De modo muy especial los judíos de al-Andalus trataron de dar nueva vida al hebreo, estudiando a fondo su uso clásico y empleándolo en algunas de sus producciones literarias, a pesar de que éstas no llegaban sino a un grupo reducido y refinado de cortesanos. En los reinos de la España cristiana aumentó seguramente el número de los lectores, pero, fuera de raras ocasiones, nunca trató de competir con las nacientes lenguas romances como vehículo de expresión diaria.

Después de la salida de los judíos de España, desde finales del siglo XV a fines del siglo XIX, aunque no se diera la misma vitalidad que en el medievo, siguieron redactándose en hebreo manifestaciones culturales y literarias de los más diversos géneros: en esa lengua continuaron escribiendo los cabalistas del nuevo centro de Safed, lo mismo que los cronistas que reflexionaban sobre los siglos pasados, anteriores a la expulsión, o los poetas y comentaristas de la Biblia; utilizarán esa lengua muchos judíos renacentistas italianos, que entre otras cosas escriben sonetos, dramas y comedias en hebreo; la emplean asimismo durante el siglo XVII no pocos miembros de la pujante comunidad sefardí de Ámsterdam, que trata de reverdecer las glorias de la vida judía.

A lo largo del siglo XVIII, el hebreo escrito se sigue utilizando por parte de los «ilustrados» judíos centroeuropeos, que intentan adaptarlo a las necesidades de la vida moderna. Los más importantes representantes de ese movimiento cultural quieren convertir de nuevo el hebreo en una lengua escrita viva, correcta, a la vez que amplían sus posibilidades, sin tener demasiados escrúpulos en calcar del alemán u otras lenguas occidentales términos y expresiones de la vida moderna. De acuerdo con el ideal que buscan de renovación y modernización del judaísmo, tratan de dar nueva savia al hebreo, quitándole a la vez su sello de sacralidad. Por este tiempo aparecen los primeros ensayos de publicaciones periódicas en hebreo. Desde 1784 ve la luz con cierta regularidad la revista mensual Me’assef, editada por la «Sociedad de Amigos de la Lengua Hebrea», y en ella colaborarán hasta 1829 importantes personalidades de la Haskalah o «Ilustración» judía.

Es también en la Europa central y oriental donde a lo largo del siglo XIX se van sentando las bases literarias de una lengua hebrea moderna: poesía, drama, novela, prensa, traducciones de otras lenguas occidentales o judías (como el yiddis), van preparando el camino a lo que todavía no es una lengua realmente hablada. El primer semanario regular en hebreo, Ha-maggid, se publica en Rusia en 1856. No faltan hombres con vocación educadora que tratan de que la enseñanza de esa lengua renovada sirva de vehículo de difusión del judaísmo entre las nuevas generaciones. Representantes del movimiento llamado Wissenschaft des Judentums, o «Ciencia del Judaísmo», rebuscan en el pasado de la cultura judía y sacan a la luz importantes obras hebreas de autores medievales. Ese proceso conduciría lentamente a la toma de conciencia de la necesidad de un cambio que permitiera utilizar la lengua hebrea en todas las esferas de la vida.

«UNA CUESTIÓN IMPORTANTE»

El impulso definitivo para lo que se ha llamado «revitalización» de la lengua (o, como otros prefieren, «pleno retorno al hebreo», subrayando lo que el proceso tiene de continuación selectiva, ecléctica, de una herencia de siglos) procedió de círculos de judíos que querían retornar a lo que fue la patria de sus antepasados, estableciéndose desde fines del siglo XIX en Palestina. Lo que tendría de llamativo ese fenómeno es que no fue un proceso natural, sino ante todo una aventura planificada, que cristalizó gracias al esfuerzo personal de un judío nacido en Lituania, Eliezer Ben-Yehudah, quien con su entusiasmo arrastró a otras personas, a fin de llevar adelante una empresa que muy pocos creían posible.

En 1879, E. Ben-Yehudah, entonces estudiante de Medicina en París, publicaba en Viena un artículo en hebreo con el título de «Una cuestión importante», al que seguirían otros sobre el mismo tema en los años siguientes. Recogía ideas que estaban en el ambiente de círculos judíos europeos que soñaban con una reconstrucción nacional. En su opinión, los judíos no podían subsistir como nación en la diáspora, sino que debían volver a su patria histórica y emplear el hebreo como instrumento de comunicación. Israel debía renacer como nación independiente, con su propia lengua, en el lugar de sus antepasados. En esa lengua no solo se podía escribir (cosa sobradamente demostrada), sino que también era posible hablar con solo proponérselo. En 1881, Ben-Yehudah abandonaba Europa y se instalaba en Jerusalén; los judíos de esa ciudad hacía al menos veinte años que empleaban ya parcialmente el hebreo para la comunicación escrita y aun oral. Allí, empezando por su propia familia y por sus amigos, llevaba adelante su plan de convertir el hebreo en una lengua apta para la vida diaria, la lengua que debía enseñarse en las escuelas de Palestina. Desde el momento mismo de nacer, sus hijos no oirían hablar en casa otra lengua que la hebrea. Y eso había que extenderlo a todos los niños judíos del país. Con objeto de difundir sus ideas, creó sus propios periódicos hebreos.

Se trataba de una cuestión primariamente ideológica. Dada la distinta procedencia de los grupos de judíos que se iban estableciendo en el país, la alternativa podría haber sido la pluralidad de lenguas, dejar que cada grupo conservara su lengua materna: el yiddis, el judeoespañol, el árabe, el ruso, el polaco, el alemán, el inglés o el francés, etc., o la adopción de una de las lenguas occidentales de mayor prestigio cultural. Pronto se vio que el que los inmigrantes siguieran hablando cada uno en su propia lengua tenía graves inconvenientes para la vida práctica; ninguna de esas lenguas tenía fuerza como para imponerse a las demás, ni tampoco se veía como algo deseable aprender la lengua mayoritaria de la región, la de los vecinos árabes. Eso era una buena razón para dar fuerza al ideal, acariciado por muchos, de introducir el hebreo como lingua franca de los judíos llegados a Palestina desde los más diversos países del mundo, aunque no resultara fácil romper los hábitos de años.

No faltaron intentos de generalizar el uso de alguna de las lenguas empleadas por los grupos más numerosos de inmigrantes, con arraigo en la cultura europea, como era el caso del alemán; sin duda se veía eso como más práctico y de resultados más inmediatos. No todos estaban de acuerdo con la idea del empleo exclusivo del hebreo, e instituciones enteras se resistirían, llegando a producirse verdaderas «guerras de lenguas». Pero se impuso el razonamiento ideológico de los pioneros, de los colonos judíos venidos del Centro y del Este de Europa que deseaban renovar la cultura hebrea, hacer revivir el ideal de la antigua grandeza de su pueblo, asentado allí mismo durante siglos. Todo ello no era sino el terreno abonado para que el sueño de Ben- Yehudah pudiera convertirse en realidad. Solo algunos grupos más ortodoxos, que se negaban a formar un Estado fruto de la iniciativa humana (sin esperar a la intervención divina o a la venida del Mesías), se resistirían a utilizar como lengua de comunicación diaria la «lengua santa»: en los barrios ultra-ortodoxos del Israel actual se sigue oyendo hablar yiddis por la calle, y solo se emplea el hebreo dentro de la sinagoga. Pero esto último es casi anecdótico.

¿Cómo es posible «revitalizar» una lengua? Y, en primer lugar, ¿es adecuado hablar de «revitalización» o de «retorno al pleno uso» de la lengua en el caso del hebreo? En el siglo XIX se publicaban libros y periódicos en hebreo y, por tanto, no puede decirse que se tratara de una lengua «muerta». Pero el único ejemplo de uso del hebreo hablado y escrito para todas las necesidades de la vida se dio en los tiempos bíblicos. Desde la toma de Jerusalén y el destierro a Babilonia en tiempos de Nabucodonosor (586 a. c.), ese uso quedó sensiblemente limitado, reducido a una pequeña área geográfica en el ámbito coloquial, y a una continuación un tanto artificial en el plano literario. Los rabinos desarrollaron ese hebreo coloquial para sus disquisiciones y enseñanzas jurídicas y exegéticas, dentro de unas dimensiones muy concretas y en concurrencia con la lengua dominante, el arameo. Ni siquiera los judíos de al-Ándalus, en su intento de dar nueva vida al hebreo, pensaron en emplearlo en la vida diaria sustituyendo al árabe; tampoco se expresaron habitualmente en esta lengua los judíos de la España cristiana. Los traductores medievales, que vertieron la filosofía y los escritos médicos y científicos del árabe al hebreo, tuvieron que hacer un gran esfuerzo para encontrar en la lengua clásica términos adecuados para esas nuevas necesidades, y recurrieron a gran número de neologismos. Ninguno de esos intentos, ni tampoco de los que hemos mencionado más arriba, anteriores al siglo XIX, tenía como objetivo emplear el hebreo como lengua viva en todas las áreas de la existencia y, por tanto, ninguno de ellos podía servir de modelo perfecto.

Por otra parte, el vocabulario de la Biblia era muy reducido, menos de diez mil vocablos, y ni siquiera sumando términos tomados del hebreo de los escritos rabínicos o del utilizado por los autores medievales podía hacerse frente a las necesidades de la vida moderna con los efectos de la revolución tecnológica. No podía tratarse, por tanto, de una simple vuelta al pasado, sino que había que hacer más bien una proyección hacia el futuro, aprovechando razonablemente las distintas etapas por las que había pasado la lengua a lo largo de su historia para lograr un desarrollo ulterior de la misma. Para conseguir esa actualización y ampliación, era necesario abrir nuevos caminos imaginativos, inventando sobre la marcha mil soluciones para otras tantas cuestiones prácticas. Un siglo largo más tarde, desde nuestra perspectiva actual, hay que reconocer que el éxito de la empresa ha sido total.

ADAPTANDO UNA LENGUA A LA VIDA MODERNA

No bastaba hablar hebreo a los niños desde la cuna. Había que convertir la vieja lengua en un instrumento flexible en el que se pudiera expresar todo, desde los productos que se venden en el mercado, hasta las cuestiones académicas, técnicas o filosóficas más complejas. El proceso de formación de lo que hoy se llama «hebreo israelí’ tuvo mucho de labor de laboratorio, y afortunadamente contó con el apoyo de personalidades muy destacadas que supieron ganar para su empresa a la mayor parte de los inmigrantes judíos. Aunque al principio parecía un sueño irrealizable, el entusiasmo y el idealismo lo supieron sacar adelante. Siguiendo el ejemplo de Ben-Yehudah, la «Asociación de maestros hebreos» hizo suya la causa de la enseñanza del hebreo según el principio de «enseñar hebreo en hebreo», que se empezó a aplicar en Palestina en los últimos años del siglo XIX. La «Asociación de escritores hebreos» impulsó asimismo la creación de libros, periódicos y revistas en hebreo.

Tuvo especial significado la fundación de instituciones dedicadas a la renovación de la lengua, como la «Sociedad de la lengua pura» (1889), que procuraría evitar la división lingüística entre las comunidades judías de mayores dimensiones, sobre todo las de los asquenazíes, procedentes de Europa central y oriental, y las de los sefardíes, descendientes de los que estuvieron en la Península Ibérica, cada una con sus respectivas tradiciones; debía procurarse que se hablara hebreo en las familias, que se conociera la literatura hebrea y se enseñara a otras personas, y en especial a los nuevos inmigrantes que iban llegando. Esa sociedad elegiría al año siguiente el «Comité de la Lengua Hebrea», que tendría la misión de velar por la buena marcha del proceso de revitalización del hebreo, y por su adaptación a todas las esferas de la vida, sin perder sus viejos rasgos de lengua semítica, oriental; uno de los pilares del Comité era, desde luego, el propio Ben-Yehudah. Ese «Comité» se transformaría más adelante, en 1953, en la «Academia de la Lengua Hebrea», tras la aprobación de una ley en tal sentido por parte del Parlamento israelí (Knesset).

Algunas de las primeras cuestiones que hubo que resolver, todavía antes de la Primera Guerra Mundial y del fin del gobierno otomano en 1918, fueron problemas de orden ortográfico y fonético. La «escritura» antigua del hebreo no utilizaba más que las consonantes, y eso podía hacer particularmente difícil la lectura de los textos. Los sistemas de vocalización que se inventaron en la Edad Media resultaban demasiado complejos. Se acordó mantener la escritura consonántica, introduciendo algunas letras para marcar las vocales más indispensables. Así se ha venido practicando, con ciertas dudas, hasta nuestros días: los niños aprenden a leer en hebreo sin contar con la ayuda de las vocales, aunque eso lleve consigo cierta ambigüedad en formas que pueden leerse de distintas maneras; los periódicos, los libros de texto o la literatura no marcan las vocales; únicamente los textos poéticos se imprimen hoy con las vocales medievales, a fin de facilitar su lectura exacta. También era preciso adecuar el sistema consonántico hebreo a la pronunciación de nombres extranjeros: algunos sonidos rusos o anglosajones no podían reproducirse, ni siquiera de forma aproximada, con ninguna de las veintidós consonantes hebreas, por lo que se acordó introducir una comilla después de algunas letras.

Uno de los problemas más delicados con el que debieron enfrentarse fue el de la «pronunciación». Los judíos que se habían reunido en Israel procedían de comunidades muy diversas, cada una con sus peculiaridades fonéticas. Dejando aparte la pronunciación de la minoría samaritana, que no influiría en absoluto en el nuevo estadio del lenguaje, había que contar al menos con tres tradiciones básicas muy distintas: la asquenazí, la sefardí y la yemení. Sus diferencias afectaban sobre todo a la pronunciación de las vocales y la de las guturales y algunas otras consonantes. Por ejemplo, los yemeníes y muchos de los sefardíes que habían vivido en entornos árabes pronunciaban todavía los antiguos sonidos guturales que daban un tinte oriental a la lengua. Los asquenazíes no pronunciaban esos sonidos, pero en cambio realizaban la antigua «t» fricativa como «s», velarizaban la «r», y seguían un sistema de vocales muy diferente: donde los sefardíes decían Abraham, Adam, Babel, ellos decían Abrohom, Odom, Bobel. El origen de algunas de esas diferencias se remontaba a muchos siglos atrás. El criterio práctico exigía que se unificara la manera de leer y pronunciar el hebreo.

Se planteó seriamente si debía seguirse una de esas tradiciones de pronunciación, hacer una mezcla de ambas, o buscar una tercera vía más adecuada a los tiempos modernos. Desde el punto de vista teórico, los lingüistas se inclinaron más bien por mantener rasgos de la pronunciación oriental, considerados como más próximos al carácter semítico originario de la lengua. En 1923, intervenía el «Comité de la Lengua» tratando de que se adoptara un sistema semejante en muchos rasgos al sefardí, especialmente en lo referente a las vocales. Así, procuraron que se pronunciara el hebreo en medios oficiales, como la radio, y más tarde en la televisión pública. Sin embargo, la gente de la calle siguió un camino un tanto distinto, sin aceptar en la práctica todas esas normas. La pronunciación resultante que se ha impuesto hasta el día de hoy es un compromiso entre una y otra tradición, con predominio sefardí en las vocales, y asquenazí en las consonantes (por ejemplo, no se pronuncian las guturales, y la «r» se velariza). El proceso ha sido parecido a la formación de cualquier koiné, eliminando los rasgos excesivamente sobresalientes de los diversos dialectos.

La «morfología» resultó un problema menos complejo, ya que venía impuesta por los usos antiguos de la lengua. La única discrepancia podía nacer de si había que seguir rigurosamente los usos del hebreo de la Biblia o se podían tomar también peculiaridades atestiguadas en los escritos rabínicos; y también en este campo surgieron diferencias entre el uso coloquial y las prescripciones académicas. Tras algunos debates, en 1910 el «Comité de la Lengua» aceptaría la propuesta de conservar siempre que existieran las formas gramaticales del hebreo bíblico, aunque en caso de necesidad se pudieran completar con elementos tomados de los escritos rabínicos, hebraizándolos en caso de tratarse de términos arameos. Esa es la línea seguida a nivel oficial en los libros de texto y en la enseñanza del idioma en las escuelas, si bien algunos escritores, periodistas y el mismo pueblo siguen con frecuencia caminos alternativos, más en la línea de usos postbíblicos.

La «sintaxis» se vio expuesta de modo muy especial a los influjos externos, y especialmente al de las lenguas de los países de origen de los grupos que afluyeron a estas tierras. El hebreo israelí ha tomado además con cierta arbitrariedad elementos procedentes de estadios anteriores de la lengua clásica y postclásica. Como resultado de todo ello, es seguramente en este terreno donde más se han marcado las diferencias con la lengua antigua y donde más se ha desdibujado el carácter originario del hebreo. Más que nunca, es el pueblo mismo el que ha ido aceptando y rechazando determinadas formas de expresión, un tanto al margen de las prescripciones de la Academia. Muchos lingüistas han optado por describir las nuevas formas en lugar de regular los usos ajustándolos a los clásicos.

Uno de los campos en los que conscientemente se introdujeron más innovaciones fue el del «vocabulario». Apoyado entusiásticamente por partidarios de la causa nacionalista, Ben-Yehudah se esforzará en adaptar el léxico hebreo a las nuevas necesidades, incorporando materiales de la literatura antigua y medieval, y creando nuevas palabras que serían incluidas en su obra monumental, el Thesaurus o Diccionario, continuado después de su muerte por distintos estudiosos. Resultaba evidente que una de las cuestiones más urgentes era la creación de nuevas palabras, tarea fundamental que se plantearon los impulsores de la revitalización y el propio «Comité de la Lengua». En la introducción al Thesaurus de Ben-Yehudah, se explican los métodos que se han puesto en práctica para adaptar la lengua a las necesidades de la vida diaria: se vuelve a utilizar la terminología científica y técnica del hebreo creada por los traductores medievales; se introducen préstamos del árabe en función de la proximidad semántica y adaptándolos formalmente a los esquemas hebreos; se toman de los escritos rabínicos todos los términos hebreos, arameos y hasta griegos y latinos convenientemente hebraizados que puedan ser útiles; se emplean esquemas y afijos del arameo, lengua considerada como próxima al hebreo y de mayor riqueza expresiva; se establece el sentido exacto de palabras bíblicas poco frecuentes, especialmente de aquellas que por aparecer una sola vez no resultaban claras por el contexto; se amplían las posibilidades de raíces atestiguadas en la lengua clásica, derivando a partir de ellas nuevas formas según los esquemas tradicionales de la lengua.

Las palabras antiguas recibían nueva vida, tomando sentidos completamente distintos del que tenían en la Biblia. Baste un ejemplo: cuando a partir de una expresión bíblica que se refiere a una túnica «larga, hasta los pies», o quizá «a rayas», se forma el vocablo con el que se designan «los raíles del tren», es fácil entender el cambio profundo que ha sufrido el empleo del antiguo término.

Hay cambios que responden a cuestiones de principios lingüísticos: la antigua lengua, al igual que otras de la familia semítica, apenas tenía adjetivos, y utilizaba con frecuencia dos sustantivos en forma de compuesto genitival para expresar las cualidades o funciones de un sujeto. A través de las traducciones de la Biblia, nos han quedado en castellano algunas muestras de esos procedimientos, frecuentes en el antiguo hebreo: «Cantar de los cantares», «Rey de reyes», «hijo de perdición», «varón de dolores», «piedra de escándalo», «hombre de Dios», etc. Ben-Yehudah y otros lingüistas y escritores de su tiempo sustituyen tales compuestos genitivales por palabras únicas (por ejemplo, la expresión «hombre de ejército» se sustituye por un solo término que significa «soldado»; «indicador de horas», por lo equivalente a «reloj», etc.). A diferencia de las lenguas indoeuropeas, el hebreo clásico no usaba prácticamente nunca prefijos ni palabras compuestas; los renovadores de la lengua no dudan en introducir prefijos y formar palabras compuestas (por ejemplo, el término para «motocicleta» es una palabra compuesta de «rueda» y el participio «que se mueve»), calcando a veces la estructura de las lenguas europeas (así, para «patata» se forma un calco del francés pomme de terre).

Por otra parte, en el caso de no pocos inventos modernos, a pesar de cierta resistencia inicial, se acepta por razones prácticas el vocabulario internacional: telefon, televisia, etc., aunque algunos se esfuercen por derivar nuevas palabras de las viejas raíces clásicas del hebreo. En la actualidad, se calcula que en los diccionarios hebreos puede encontrarse un 10% de palabras de origen extranjero, tomadas generalmente de las lenguas occidentales.

Todo ello, llevado a cabo sistemáticamente, enriquece enormemente las posibilidades expresivas. Es un tira y afloja entre el respeto por el pasado y la solución práctica de problemas de nuestro tiempo. Esa labor se continúa y se depura en nuestros días: la Academia de la Lengua Hebrea se preocupa de publicar diccionarios con los términos técnicos adecuados para cada una de las ramas del saber o de la técnica, al mismo tiempo que prepara los materiales para un monumental Diccionario Histórico de la Lengua Hebrea, que todavía tardará muchos años en estar concluido.

No todos los nuevos términos propuestos por los primeros lingüistas se mantendrían en uso. Varios miles de palabras creadas o modificadas a comienzos de siglo caerían más tarde en el olvido por no gozar del favor de los usuarios de la lengua, y dejarían de emplearse. Las oleadas de inmigrantes que llegarán a partir de 1905 no aceptarán siempre esas innovaciones, y en ocasiones preferirán las palabras extranjeras, en especial las consideradas de uso universal, resistiéndose a veces al empleo de esta lengua rediviva. Lo mismo ocurrió con otros intentos de innovación y creación de nuevas palabras (donde cada estudioso hacía gala de sus preferencias y sus gustos), y con muchos de los que trataron de planificar de una u otra forma el desarrollo de la lengua. La difusión de los neologismos no siempre resultó fácil ni rápida, dependiendo su aceptación por parte de los hebreoparlantes de múltiples factores socio-demográficos.

¿Hasta qué grado de unificación se ha llegado en el uso del hebreo israelí? Aunque hay una coincidencia fundamental en los rasgos fundamentales de la nueva lengua, se pueden reconocer múltiples variantes y formas que podrían calificarse de «dialectales» en función del lugar de nacimiento o de procedencia de los hablantes. No se dan, en cambio, divergencias debidas a las distintas zonas geográficas dentro de Israel. La diferencia más importante se da todavía hoy en la manera de pronunciar el hebreo los judíos «orientales», entre los que se incluyen numerosos sefardíes, y los asquenazíes. Algunos lingüistas creen que esas diferencias permiten hablar de dialectos distintos, a los que hay que añadir otra serie de variantes introducidas por los hebreoparlantes que no han nacido en Israel y conservan parte de sus antiguos hábitos lingüísticos. No obstante, al ir surgiendo las nuevas generaciones, nacidas y educadas en Israel, las diferencias tienden a aminorarse y hasta a desaparecer, produciéndose una uniformidad cada vez mayor.

¿Qué relación conserva todavía hoy el hebreo que se habla en Israel con el hebreo de la Biblia? Se trata fundamentalmente de la misma lengua, pero las diferencias son muchas. Los europeos o americanos que solo han estudiado hebreo bíblico en la universidad o en instituciones teológicas apenas están preparados para leer, por ejemplo, un artículo de periódico o de una revista en hebreo israelí; necesitan un aprendizaje especial y específico, lo mismo que para poder entenderse hablando con un israelí. Por otra parte, una persona que ha nacido o se ha educado en Israel, aunque haya aprendido rudimentos de hebreo bíblico, no puede leer sin problemas los textos más difíciles de la Biblia, como tampoco los de los rabinos o los escritos medievales, ni está capacitado para entender todos sus matices, a menos que reciba una formación específica para ello.

DEBATES EN TORNO AL CARÁCTER DEL HEBREO ISRAELÍ

Dar nueva vida a una lengua, ponerla a punto para su uso diario, no es algo que pueda hacerse sin profundos debates y discusiones acaloradas. Hay demasiados puntos importantes que decidir, y entre la planificación y la realidad hay un amplio trecho. La vida relativamente corta de esta nueva lengua se ha visto acompañada de polémica en numerosas ocasiones. Cuestiones como las diferencias entre la normativa académica y el habla real del pueblo, las relaciones con los estadios anteriores del hebreo, la independencia y carácter peculiar de esta lengua, han dado lugar a no pocas tensiones internas en la sociedad israelí.

El renacimiento del hebreo como lengua hablada fue acompañado desde un principio de una serie de normas tendentes a encauzar el lenguaje y a conservarlo intacto, fiel a sus raíces históricas. Durante algún tiempo trató de imponerse una línea preceptista, la llamada «gramática normativa». Tras un período de debate, se acordó tomar como base el hebreo bíblico, prescindiendo de una serie de arcaísmos y de fenómenos que habían estado en desuso durante largo tiempo, e incorporar algunos elementos del hebreo de los escritos rabínicos. Pero la vitalidad enorme que alcanzó la lengua a lo largo de la primera mitad del siglo XX le llevó a adoptar sus propias vías, al margen de las normas oficiales, y propició una actitud más descriptiva por parte de otros lingüistas. El hebreo actual no depende servilmente de la lengua clásica; el pueblo ha impuesto sus propias normas gramaticales frente a los maestros clasicistas. Lo que la gramática tradicional consideraría como «faltas» o «incorrecciones» del lenguaje coloquial son en realidad innovaciones lingüísticas en un nuevo estadio de la lengua que ha sucedido al de las etapas anteriores.

A partir de 1930, comenzaría a plantearse a nivel científico la legitimidad de la coexistencia dentro del hebreo israelí de elementos del hebreo bíblico y del de los escritos rabínicos: algunos estudiosos opinaban que esas dos fases de la antigua lengua correspondían a dos sistemas claramente diferenciados, con medios muy distintos para expresar el mismo contenido, y que su mezcla indiscriminada podía producir trastornos estructurales. En contra de la primera tendencia a los moldes bíblicos, se llegó a ensayar una gramática del nuevo hebreo ajustada a la de los escritos rabínicos, considerando que ésa debía ser la base única del hebreo israelí. En cambio, otros expertos optaron por aceptar que el hebreo israelí tuviera dos maneras alternativas de expresar lo mismo, gracias a sus dobles raíces bíblicas y rabínicas, evitando sin embargo que la mezcla se realizara de manera anárquica y descontrolada. Ésa fue la postura que se impuso finalmente, permitiendo que el hebreo israelí asimilara elementos de diversas épocas, y a partir de ellos se ha ido construyendo una nueva entidad.

Fue objeto asimismo de debate en los años cincuenta, tras la creación del nuevo Estado de Israel, si era apropiado o no considerar la nueva lengua como un «sistema», de acuerdo con la terminología de Saussure, si el proceso de fusión de sistemas estaba todavía en marcha y resultaba precipitado tratar de describir su «estructura». Admitiendo una realidad de hechos consumados, algunos estructuralistas defendieron claramente los fenómenos que realmente se daban en la lengua de los habitantes de Israel, incluyendo el lenguaje coloquial de los últimos años y el vocabulario de los jóvenes nacidos en el país (sabras). Estos últimos veían el hebreo israelí no como algo canónico o artificial, sino como el principal medio de comunicación entre los miembros de un grupo social y territorialmente definido, con todos los requisitos para ser considerado como lengua viva; en su opinión, en pocos años se había asistido a una historia velocísima de esta nueva lengua, que había roto sus amarras de las fuentes tradicionales escritas para transformarse en un sistema completo de lengua adaptado a todos los matices expresivos que se pueden desear y exigir, que «es cerrado» en el sentido que daba de Saussure al término «sistema».

En medio de esos debates, no podía menos que plantearse la cuestión de hasta qué punto sigue siendo el hebreo actual una lengua semítica. A pesar de que la mayor parte de sus componentes proceden del hebreo bíblico y del de los escritos rabínicos, algunos lingüistas han querido poner de relieve el alto grado de indoeuropeización de esta nueva lengua: por mucho que en sus moldes externos continúe siendo una lengua semítica, las relaciones entre las estructuras de expresión del contenido son indoeuropeas y su estructura conceptual puede parecer más bien occidental. De acuerdo con las distintas fases de revitalización y actualización del hebreo, en un primer momento fue predominante el influjo de las lenguas eslavas, a las que sustituiría más tarde el alemán, y por fin y más decisivamente el inglés, sin olvidar el papel desempeñado por el francés y el español, lenguas maternas de muchos judíos que actualmente viven en Israel. La sintaxis y el vocabulario del hebreo israelí son probablemente los más alcanzados por esos influjos, y los que más se han trasformado en comparación con la lengua clásica. A pesar de ello, hay que señalar que los medios de expresión que ha heredado esta lengua son claramente de origen semítico, como lo es el núcleo fundamental de su morfología y su sintaxis. No parece justo, por tanto, afirmar que se trata de una lengua eslava o indoeuropea más que semítica.

LA DIFUSIÓN Y VITALIDAD DEL HEBREO ISRAELÍ

De poco hubiera servido toda la labor de los académicos y los lingüistas si el pueblo no hubiera adoptado la nueva lengua con auténtico entusiasmo. Al concluir la dominación turca tras la Primera Guerra Mundial, aproximadamente la mitad de la población judía de Palestina, unas 34.000 personas, hablaban ya hebreo y eran en su mayor parte entusiastas propagadores de su uso. Bajo el Mandato británico (1918-1948), se acepta el hebreo como una de las lenguas oficiales del país (1922), crece rápidamente el número de hablantes de la lengua renacida, y al mismo tiempo diversas instituciones culturales elevan de forma muy considerable la altura científica de ese nuevo hebreo. Llegan al país distintas oleadas de inmigrantes, y los judíos (en su mayoría ya hebreoparlantes) pasan a ser 650.000. Para muchos es ya su lengua nativa, su primera y a veces única lengua.

A partir de la creación del nuevo Estado de Israel en 1948, el hebreo se consolida plenamente como la primera lengua del país, y desarrolla sus peculiaridades propias con inusitada vitalidad. Llegan nuevos inmigrantes en gran número (más de millón y medio en los treinta años siguientes) con las más dispares lenguas maternas de Oriente y Occidente, y aprenden rápidamente el nuevo hebreo; entre tanto, las generaciones que han nacido ya en el país, con un fuerte sentimiento nacionalista, desarrollan nuevos usos lingüísticos y términos coloquiales, y se jactan incluso de distanciarse del uso academicista del hebreo. Muchos judíos que no viven en Israel han aprendido también la nueva lengua, lo mismo que estudiosos no judíos de todo el mundo que quieren tener acceso a las publicaciones científicas en hebreo. Aunque es difícil dar una cifra aproximada, puede contarse en cerca de cinco millones el número de personas que actualmente tienen esta lengua como materna, y al menos otros tantos los judíos de la diáspora (especialmente en América y Europa) que la utilizan como segunda lengua.

Merece mención especial la actividad de las escuelas para enseñanza intensiva del hebreo a los nuevos inmigrantes, a las que se da el nombre de ulpanim, que comenzaron a funcionar desde la creación del nuevo Estado. En régimen residencial o abierto, decenas de miles de personas adultas que llegaron a Israel sin conocer la lengua y con ideas rudimentarias sobre el judaísmo recibieron una enseñanza de choque, con cinco horas diarias durante varios meses, que les capacitaban para expresarse en esta nueva lengua y para adaptarse a la vida de cada día en su nuevo entorno. Maestros muy cualificados de la lengua, con larga experiencia metodológica y constante estudio pedagógico, llevaron a cabo una labor muy meritoria en el casi centenar de centros promovidos por las instituciones oficiales.

El mismo año en que comenzó el Mandato británico, 1918, y tras la Declaración Balfour, se ponía la primera piedra de la Hebrew University of Jerusalem, en la que colaborarían los más ilustres intelectuales judíos. En 1923, daba la lección inaugural Albert Einstein, pronunciando algunas frases en hebreo, y a partir de 1925 se iniciaban las labores docentes regulares; los más famosos especialistas judíos enseñaban toda clase de materias en hebreo, y eso suponía enriquecer sensiblemente la lengua, y en especial, su vocabulario técnico. Su Biblioteca, que sería al mismo tiempo la Biblioteca Nacional y Universitaria, se convertiría asimismo en uno de los mayores depósitos de cultura hebrea, en forma de libros y manuscritos, de todo el mundo.  Durante los cincuenta años de existencia del Estado de Israel, una gran actividad académica y científico-técnica ha contribuido a madurar la lengua. A la Universidad Hebrea, que tuvo un significado histórico muy particular, siguieron otras seis universidades que alcanzarían bien ganado prestigio. En todas ellas, el hebreo es la lengua en la que se enseña y se investiga, y en la que se redactan las principales publicaciones científicas.

Puede decirse que en los últimos treinta años se ha reconocido la existencia del hebreo israelí como objeto de investigación lingüística independiente, y se ha comenzado a estudiar de manera académica; numerosas tesis doctorales de las universidades israelíes y de otros países occidentales se han consagrado a profundizar en este estadio de la lengua. La bibliografía de los estudios dedicados a diferentes facetas del hebreo moderno alcanza hoy proporciones muy considerables.

La vitalidad de la moderna literatura israelí, en hebreo, ha contribuido también a elevar muy sensiblemente el grado de madurez de la lengua. Desde finales del siglo XIX, grandes poetas y prosistas eligieron esta lengua para sus creaciones literarias: el «gran poeta nacional», Bialik, Tchernijovsky, Raquel Bluvstein, Alterman, o en la generación actual, Amijai, junto a otros muchos poetas, contribuyen a dar forma a una nueva poesía; Agnon (premio Nobel en 1966), junto a Amoz Oz o A. B. Yehosua en nuestros días, figuran entre los prosistas más conocidos; sus obras han sido traducidas del hebreo a todas las lenguas occidentales.

No es extraño que el fenómeno poco usual de la revitalización o vuelta al pleno uso de la lengua hebrea en nuestro siglo haya despertado la curiosidad de los lingüistas y aun de los no especialistas. Como hemos visto, ese hecho no fue el resultado de una evolución natural, sino un proceso sin paralelos en la historia de cualquier otra lengua, ideado y llevado a la práctica por la voluntad de unos idealistas y de un pueblo que quería encontrar de nuevo su propia identidad. Así ha tomado cuerpo el último eslabón de una cadena nunca completamente rota, que enlaza a través de más de tres mil años con los textos más antiguos de la Biblia. La continuidad de la herencia literaria y la unidad histórica de esta lengua, junto a su flexibilidad y adaptación a la realidad, son hechos innegables, capaces de despertar la admiración de cualquier observador imparcial.

BIBLIOGRAFÍA

Libros y artículos escogidos:

Ariel, Revista de Artes y Ciencias de Israel, 19, 1970. F. Díaz Esteban, «Tensiones en el hebreo contemporáneo», Sefarad, 30, 1970, págs. 366-81.
J. Fellmann, The Revival of a Classical Tongue: Eliezer ben-Yehuda and the Modern Hebrew Language, The Hague, 1973.
Sh. Morag, «Uniformity and Diversity in a Language», Actes du Xe. Congrés International des Linguistes (Bucarest, 1967), Bucarest, I, 1969, págs. 639-44.
Sh. Morag, «The Emergence of Modern Hebrew: Some Sociolinguistic Perspectives», en Hebrew in Ashkenaz: A Language in Exile, L. Glinert (ed.), New York-Oxford, 1993, págs. 208-221.
Sh. Morag (ed.), Studies in Contemporary Hebrew, Jerusalem, 2 vol., 1988.
D. Patterson, «Revival of Literature and Revival of Language», en Eliezer Ben-Yehuda, a Symposium in Oxford, E. Silberschlag (ed.), Oxford, 1981, págs. 13-24.
A. Sáenz-Badillos, Historia de la lengua hebrea, AUSA, Sabadell, 1988.

Gramática del hebreo israelí:

No existe una buena gramática del hebreo israelí en castellano. En inglés, sin embargo:
H. B. Rosén, Contemporary Hebrew, Mouton, La Haya-París, 1977.
L. Glinert, The Grammar of Modern Hebrew, Cambridge University Press, Cambridge, 1989.

Diccionario:
J. Targarona, Diccionario Hebreo-Español bíblico, rabínico, medieval, moderno, Ed. Riopiedras, Barcelona, 1995.