No podemos descubrir a Montejo. Es tarde. Es, además, y lo digo por si alguien hubiera que a la aparición de Partitura de la cigarra se siente mordido por esa tentación, una manera, esta de comenzar en su caso dando campanadas por un hallazgo, de confesar la inocencia y la pobretería propias, a más de las que son patrimonio del reseñismo literario de un País entero.
Eugenio Montejo, una de las voces mayores de la poesía en lengua española de nuestros tiempos, publicó antes en España, en 1987 y en la editorial Laia de Barcelona, una antología titulada Alfabeto del mundo, igual, por tanto, que la que un año después publicaría el Fondo de Cultura Económica en México, con el poemario ya completo de aquel su último libro hasta entonces. Renacimiento nos dio luego, en 1997, Adiós al siglo XX, y Pre-Textos culmina el itinerario montejiano de aquí con esta Partitura de la cigarra. O sea, que para descubrirlo es tarde, y eso si hubiera eximente por la probable dificultad —algo que no debe considerarse mucho en un lector de poesía— de haberse hecho antes con los libros americanos que Montejo lleva publicando desde los años sesenta. Es tarde aunque la docena y media de fieles que componen la cofradía española que siente devoción por su poesía no entienda la razón; es tarde aunque los cofrades quisiéramos que el descubrimiento de los primeros poemas que llegaron a nuestras manos no hubiera sucedido nunca todavía, aplazando así un poco más la dicha que aguardaba.
«Tarde, muy tarde han llegado a mis manos los restos del Cuaderno de Blas Coll, cuyos fragmentos más legibles trato de recomponer en las anotaciones que transcribo». Así comenzaba por decir nuestro poeta venezolano en aquella repesca de los apuntes de un misterioso impresor de Puerto Malo que, trufada de sus propias glosas a las más o menos visionarias pero tan lúcidas consideraciones lingüísticas de aquel personaje, él mismo quiso editar como «la ilusoria tentativa de un arte poética». Y toda la escritura de Montejo parece estar condenada, abocada a esta suerte de tardanza; no ya la que afecta a la imperdonable renuncia española a su nombre y a su obra (mientras la publicidad hace al tiempo prontos «autores imprescindibles» entre tantos otros), sino la que anida en la médula de su propia poesía, una poesía de la tardanza y del casi desvalimiento con los que las palabras de nuestro lenguaje llegan a la cita a la que les convocan la realidad, las realidades del mundo. Por eso el poeta trata de recomponer los fragmentos más legibles. Por eso hemos creído que su tarea se va a convertir en la de una especie de traductor, el traductor de unas voces, de unos sonidos, de unos paisajes que desde luego le hablan, le llaman, le están llamando, pero él no sabe lo que dicen, lo que le dicen, porque ellos no están en realidad diciendo nada, y porque muy probablemente ellos no estén ya allí, él haya llegado con retraso, con demasiada demora a esos lugares de no sé sabe ya dónde, de no sé sabe ya cuándo. «En vano me demoro deletreando / el alfabeto del mundo. / …/ indago la tierra por el tacto / llena de ríos, paisajes y colores, / pero al copiarlos siempre me equivoco», dijo hace tiempo. De modo que a su trabajo de traductor le espera fatalmente el fracaso. Y a lo mejor nos hemos equivocado, a lo mejor no es ése exactamente el trabajo del poeta.
Se podría pensar con todo eso que Montejo es, en primer lugar, un poeta metalingüístico, de esa raza de poetas muy apretados, muy densos y muy olvidadores del mundo y de la vida, a fuerza de concisión y de filosofía crítica y negativa para con las posibilidades del decir humano; y, en segundo lugar, que es, así, resumida y un poco cautivamente, un poeta sin más que elegiaco. Y la manera que tiene Montejo de ser las dos cosas exige que comprendamos cómo llega a serlas sin corresponder en nada con los habituales perfiles de ambos tipos de poeta, y entendiendo, claro, que lo que son a la postre dos negaciones acaban en esta poesía por darnos, por regalarnos, una suerte de afirmación más compleja y también más alta.
En aquel Cuaderno de Blas Coll del que hablábamos, Montejo nos dijo de una manera más o menos oblicua cuál era su posición, su lugar, como el poeta crítico que es para con el instrumento de su propio canto. Las reflexiones, o mejor las asunciones del problema del lenguaje, son de frecuente aparición en su poesía. «Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito / de un tordo negro…/…/ no sé cómo anotarlo», decía en un ya antiguo poema. «Alguna vez escribiré con piedras. /…/ Estoy cansado de palabras». Y ésta es la situación. El poeta se siente un poco arrojado, desprovisto, desposeído de algo que hace mucho le perteneció, como si su v iej o papel órfico ya no pud iera ser representado en una escena que, sin saber por qué y cómo súbita y alucinadamente, ha cambiado.
Orfeo aparece en muchos de sus poemas. Y las cosas, los seres que aparecen de continuo en los poemas de Montejo son pocos, forman un reparto fijo, obsesivo, reiterado, y en ese manejo de muy escasos elementos figúrales (figuras los llamó Américo Ferrari) está una de las claves de su intensidad y de su verdad. Un tordo, el caballo, el café —«el humo tan humano del café»—, el lento buey, la cigarra, la lámpara, el gallo, la nieve que no conocen los trópicos, el pájaro que acaba por posarse en tierra, los muertos de su casa, los que van a nacer y todavía no han nacido en su casa, la llama de la vela, los barcos viajeros…, siempre los mismos. Siempre, por otro lado, inapresables, inasequibles a la pretensión apropiatoria de un lenguaje poético que pudo haber querido un día, hace ya mucho, representarlos, imitarlos. En la poesía de Montejo hay por eso una renuncia de partida, una especie de dimisión de la poesía, si la poesía es solamente entendida como representación, como descripción intencionada posterior a la realidad precedente del mundo, o lo que es lo mismo, como traducción. «No nos pidas más forma que la vida», comenzaba por decir un poema de Terredad. De ahí que la forma, la escrupulosamente cuidada, mimada forma de sus poemas no sea nunca una especie de celda donde se ha de alojar un significado. La forma de sus versos quiere más bien dejar libre a algo que no es propiamente el significado, un significado, porque los versos de Montejo no suelen agotarse en esa suerte de menestralismo de significar, y porque su forma parece a menudo una forma deshecha, como si, más allá de la construcción formal de un objeto sustitutivo de la realidad, el poeta quisiera únicamente escuchar y dejarnos su testimonio de su escucha. «No traduzcas tu música profunda / a números y claves, / las palabras nacen por el tacto», dijo una vez, un poco antes de componer aquel absolutamente memorable poema de Adiós ali siglo XX que se titula «Al Aire Nahualt», uno de los más puros, de los más leves y transparentes poemas que ha escrito, anotando precisamente esa manera que tiene la tierra de cantar.
De modo que la crítica, si la hay, o la actitud crítica de Montejo con el lenguaje dista mucho de resolverse en una negación al modo mallarmeano, al modo en que Mallarmé señalaba la ausencia, el vacío de lo que se nombra. Lo que se nombra, en esta poesía, está sencillamente (digámoslo bajito) vivo. Y lo está porque sigue siendo libre tras haber atravesado el río del poema, que no ha podido apresarlo; como lo está el canto de la tierra tras haberse hecho voz en el cuerpo de la cigarra, ese animal del que el poeta se siente especialmente solidario. El tiempo, el tiempo al que ya no pertenecemos y que ya no podemos recordar, está muy lejos, está. .. al otro lado, y no sólo al otro lado del Atlántico, ese lado natal de las llanuras paternas y de los cañaverales, de la lluvia sobre el bosque de apamates que según el poeta se puede ver detrás de sus palabras. Nuestro tiempo es otro, es, en cierto modo, el tiempo del infierno en que consiste llegar siempre tarde a la cita aquella del mundo que nos llama con su profunda belleza. Ante ese hecho, el poeta responde con su piedad, la piedad que empaña sus ojos cuando siente que él pasará, que las criaturas pasarán, pero la belleza seguirá ardiendo como la llama sempiterna de la vela humana que está aquí para alumbrar la vida. Por eso Montejo es un poeta creyente. Creyente en la vida, porque Dios no aparece como una figura más en sus versos: «Para que Dios exista un poco más / —a pesar de sí mismo— los poetas / guardan el canto de la tierra». Y esa es su labor.
«Partitura de la cigarra» es, después de haber dicho todo esto, el poema más grávido, acaso más denso que el poeta ha compuesto, o mejor dicho, que ha dejado que se componga como conclusión, como una suerte de despliegue definitivo de su creencia afirmativa en esa vida que se ha mostrado inatacable para una forma poética de pretensiones constructoras y traductoras, pero que también —esto es más difícil, más oscuro, quizá, decirlo— resulta ser una vida que se desvanece ante la insoportable desconfianza que procede de las negaciones críticas. No sé si es necesario aclarar que la partitura de la que habla es precisamente la partitura que nos habla, la que ya estaba escrita, la que el poeta no ha tenido la necesidad —ni la osadía de escribir (sino de interpretar) y sobrevuela continuamente el mundo en las alas de los pájaros y en las fugacísimas de su hermana cigarra. Este habla, esta voz, son el sonido del universo, un murmullo, un rumor, y el poeta no va a cometer esa especie de pecado de convertirlos en melodía, sino que solamente los va a anotar, en el idioma de sus pobres pero infinitamente temblorosas palabras. Aquel sonido es sagrado para él, y sus palabras han encontrado el camino de ser… digamos que santas.
La música viene a la cigarra, pasa por ella. La música se hace terrestre por un rato en la cigarra, en el páj aro, en el gallo, en el poeta. Su partitura ya ha sido escrita antes, muy lejos, muy arriba; ellos no son el autor. Luego, la música los abandona. «Siempre tendremos más canto que cigarra, /…/ siempre tendremos más tierra que existencia / y más canto que tierra», dice. De manera que, y aquí está ese otro núcleo cogollar que tensa su poesía (al lado de su particular y muy humilde manera de asumir la condición humana del lenguaje), Montejo no es sencillamente, en cuanto a su sentimiento del tiempo, un poeta elegiaco. Digamos que lo es, pero no sencillamente. La elegía, que ciertamente nos abre la puerta de muchos de sus poemas, está hecha por lo común a la medida de la vida de un poeta. Su vida, la cronología y los límites de su vida —la soberbia de la vida de la que hablaba San Juan— son en el poeta elegiaco las varas medidoras e inspiradoras de su sentimiento y de su sentido. En realidad, en los compositores de elegías parece haber un punto de vista fijo, irrenunciable, que coincide con su propia identidad personal, como Yo soy el campo donde están enterrados». Pero el tiempo no canta en si de una torre vigía se tratase. Ellos, claro está, no suelen reparar en el vacío en que consiste la aparente inexpugnabilidad de esa torre; cuando lo hacen, nada parece conservar el sentido aquel, y todo, incluida la torre, se desmorona. La lección de Montejo resulta serlo por proceder precisamente de un poeta de hondo sentimiento personal por el propio deterioro y por la pérdida de lo más querido que el tiempo —ese buen ladrón— se lleva. Nuestro poeta, aun con dolor, parece atisbar algo que está por encima de ese tiempo hecho a imagen y semejanza del que escribe. Y así lo vislumbra quien nos ha dado probablemente (a pocos, ya digo, parece en España todavía) algunos de los más firmes poemas del propio tiempo, del tiempo de los suyos, de su familia, de sus paisajes y de su lejanía de todo aquello. Recuerdo en muchos la presencia, sí, la presencia de su padre, que una y otra vez está invitado por Hamlet Montejo a compartir escena en sus versos. «Caballo real», por ejemplo, el único y espléndido soneto que conozco suyo; o aquel maravilloso «Mis mayores» («Ellos van a caballo…/.. .yo soy el horizonte / de ese paisaje adonde se encaminan. /…/ estos poemas medido, calibrado en razón al acabóse de una identidad. Sus paisajes, los de los pastos del lago Tacarigua, los palmares del Trópico absoluto (igual que los pintados por su admirado Armando Reverón), siguen intactos a su paso, él casi no los ha tocado, no ha intervenido apenas en ellos; sencillamente van con él, e irán hasta que cante el último de los gallos. Los paisajes, los seres, las cosas, pasan por él, lo atraviesan, como atravesaba el canto de la tierra por los élitros frágiles de la cigarra. Un día, como aquél a ésta, también lo abandonarán, y serán, esto es, seguirán siendo una voz, un rumor a los que faltará únicamente el cuerpo, la tierra, mientras se alejan en la noche de los astros. Tal y como la voz de su padre es ahora «la voz desierta a la que no le queda padre / y sin embargo llena el viento / aquí y allá buscándome».
La poesía de Eugenio Montejo no se puede decir que esté hecha, ni que lo esté de esto o aquello. Antes que eso, el poeta ha preferido dejarnos algo parecido a un sacrificio, a una renuncia, aunque eso lleve consigo deshacer más que hacer, romper con la artisticidad mecánica de la poesía. Por eso, sus poemas no son muy artísticos y, desde luego, no son nada mecánicos. A Montejo preocupa más el rastro orgánico de la voz terrestre de la que viene y a la que va el poema que la factura del propio poema como objeto artísticamente compuesto. Es en eso un poeta vocalico, como lo era su Blas Coll, alguien que venía a ser el reverso exacto de Monsieur Teste; como a aquél, le ocupan más las diferencias «de los timbres de las gotas en las hojas». Vocálico por opuesto a la estructura rígida, a la forma prefijada, a la acción y a la intención del arte, que son cuestiones consonantes. Y es un poeta vocálico (los caballos, las nubes, las llanuras, el mar le hablan con sus vocales) como lo puede ser, por ejemplo, Seamus Heaney, el poeta de Derry, casi estrictamente coetáneo suyo, o territorialmente más cerca, el gran colombiano Aurelio Arturo, también tembloroso ante su respectiva terredad.
Las palabras de Montejo no hacen un poema, no aspiran exactamente a hacer alguna cosa. Él lo dice, en ese decir suyo, esa manera suya en que el decir no le pertenece: «Como una palabra que fue de un cuerpo a otro». Por eso me parece que sus palabras no se cierran, que salvan la vida que apenas han rozado y que ha pasado por ellas y luego irá hacia otros cuerpos, hacia otras sedes, igual de provisionales y de interinas. Y por eso también sus criaturas difícilmente toman el papel de símbolos, que viene a ser un modo de ser objetos, recipientes de un significado que, desde luego, en este caso y como tal no existe. Y ni siquiera corren el peligro de ser signos del alfabeto con el que el mundo ha escrito su Libro. Ese alfabeto, si existe, es indescifrable; el poeta ha renunciado, ha dimitido de convertirse en su traductor. Eugenio Montejo —como el Jorge Silvestre de su poema— es en ese mundo el mago de una voz errante, el cualquiera y sin nombre, el náufrago que canta en el rumor de una vieja caracola.