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La gente próspera se queja normalmente de que sus subordinados, los menos privilegiados, no trabajan duro y han perdido la ética del trabajo. Una encuesta realizada a miembros de la Asociación de Empresarios Americanos mostró que un 79% opinaba que «la productividad de la nación se ve afectada por el desgaste de la tradicional ética laboral norteamericana». Pero esto ya es agua pasada, Harold Wilesnsky señala que en el año 1495 el Parlamento inglés aprobó una ley sobre las horas laborales y la justificó con el siguiente preámbulo: «Algunos artesanos y obreros… derrochan gran parte de la jomada… llegando con retraso a la faena, abandonándola antes de tiempo, tardando mucho en desayunar, en comer y en cenar, y durmiendo una larga siesta por la tarde».

La idea de que la gente debería trabajar duro —porque es prueba de virtud, porque favorece al bien común o incluso porque les permite acumular riquezas— es relativamente reciente. Como el trabajo requiere esfuerzo, la cuestión no es por qué la gente es remolona, sino por qué trabajan tan duro si nadie les obliga. Los soviéticos, tos habitantes de la Europa del Este y muchos pueblos del Tercer Mundo lo saben. Gorbachov sigue intentando, incluso ahora, crear una ética del trabajo.

Perspectiva histórica

La antigua historia de la raza humana habla elocuentemente sobre el rechazo inherente al trabajo. Los griegos lo consideraban una maldición. Tal como Tilgher ha observado, Homero escribió que los dioses «odian al ser humano y por despecho le condenaron al duro trabajo». El trabajo manual era para los esclavos, y tanto los griegos como los romanos se burlaban de los que, siendo libres, lo practicaban. La Biblia, según comenta el catedrático británico Michael Rose, define el trabajo como -una maldición tramada por Dios expresamente para castigar la desobediencia e ingratitud de Adán y Eva», «un trabajo fatigoso» exigido por el pecado original. También el Talmud, observa Tilgher, predica que «si el hombre no se encuentra los alimentos, como les pasa a los animales y los pájaros, sino que tiene que trabajar para conseguirlos, es porque ha pecado». Los judíos cambiaron drásticamente su interpretación de la voluntad divina, pero no hasta más tarde.

El cristianismo antiguo compartía la visión hebrea del trabajo- Lo único que podía justificar la acumulación de riqueza era la práctica de la caridad. Dado el desprecio del cristianismo medieval por el trabajo, el interés, la usura y el beneficio, ¿cómo era posible hacer que la gente trabajara duro, que acumulara capital, que aceptara la lógica del capitalismo?

El protestantismo llevó a un cambio importante en la actitud hacia el trabajo. Martín Lutero, como los primeros herejes, afirmaba que el hombre podía servir a Dios mediante su trabajo; decía que los oficios eran útiles, que las personas debían intentar trabajar con esmero. Pero despreciaba los negocios, el comercio y las finanzas porque no pensaba que exigieran un esfuerzo real. Por consiguiente, Lutero no preparó directamente el camino hasta un sistema económico tradicional orientado hacia el lucro. Además, continuó apoyando la rígida estructura feudal de clases, enfrentándose a las personas que intentaban mejorar su posición en la vida.

Max Weber opinaba que el calvinismo fue responsable de una nueva actitud hacia el trabajo. Según la óptica calvinista, es la voluntad de Dios que todo funcione; el trabajo es, por consiguiente, algo metódico, racional y que exige disciplina. Tiene justificación moral aunque esté orientado hacia el lucro y la movilidad. Los calvinistas también llegaron a la conclusión de que las ganancias había de ser reinvertidas ad infinitum. Weber vinculó esta visión revolucionaria a la doctrina de la predestinación: el único modo de saber si uno estaba predestinado al cielo era triunfando en la tierra y así demostrar que era uno de los elegidos. Por lo tanto, ser caritativo y ayudar al prójimo a prosperar contradecía la voluntad de Dios.

Estas creencias se secularizaron, comenta Robert Merton, desembocando en un sistema de «intereses, motivaciones y comportamientos que respondía a patrones sociales», que estaban funcionalmente vinculados a un énfasis en la racionalidad, el trabajo duro y la acumulación de riqueza. Estos valores, a su vez, conducían a un aumento de la productividad y el capital. Los principales exponentes del nuevo comportamiento eran las sectas protestantes y no la Iglesia oficial, que incorporaba las normas de la jerarquía medieval. Y un país importante que ha estado dominado por las sectas protestantes es precisamente Estados Unidos. En su obra La moral protestante y el espíritu del capitalismo, Weber encuentra el ejemplo principal del espíritu capitalista en los escritos de Benjamín Franklin. Weber y otros han subrayado el papel que desempeñaron los calvinistas, como los puritanos ingleses, los hugonotes franceses y los reformistas suizos y holandeses a la hora de fomentar el crecimiento económico en otros lugares; de estos grupos, sólo los reformistas holandeses constituían una mayoría en su país.

Pero, ¿sigue habiendo en Estados Unidos la misma ética laboral que había cuando lo visitó Max Weber en 1893? Hace una década y media, un estudio titulado El trabajo en América, obra de un grupo de trabajo del Departamento de Sanidad, Educación y Seguridad Social, popularizó la noción de que la ótica laboral había disminuido. En el informe se afirmaba que «un número considerable de norteamericanos estaba insatisfecho con la calidad de sus vidas laborales. Las tareas aburridas, monótonas y aparentemente sin ningún sentido provocan el descontento entre los trabajadores en todos los niveles ocupacionales».

Los datos de que se dispone no respaldan esta conclusión. Aunque me caben pocas dudas de que la ética laboral tiene hoy menos importancia de la que tenía en el siglo XIX, pienso que los hechos concretos no justifican el que la critiquemos. Según publicó Psichology Today en su edición de marzo de 1989, algunos sociólogos predijeron en los años 50 que los norteamericanos tenderían gradualmente a aumentar el tiempo de ocio y a disminuir el tiempo de trabajo, y el tiempo ha demostrado que estaban totalmente equivocados. Según George Harris y Robert Trotter, «el trabajo se ha convertido en nuestra droga y los norteamericanos están trabajando aún más que antes. En los últimos 15 años, el tiempo de ocio normal para un adulto se ha visto reducido en un 40%, es decir, de 26,6 a 16,6 horas por semana. Y la semana laboral, después de haber disminuido gradualmente durante algunas décadas, de repente ha pasado a ser un 15% más larga». Señalan que «el adulto medio pasa 46,8 horas de la semana en la escuela, en el trabajo y en el medio de transporte, bastante más que las 40,6 horas registradas en 1973». También es verdad que en 1990 se trabajaba cincuenta y tres horas semanales, mientras que hoy el promedio es de treinta y nueve. Pero este número apenas ha variado desde 1945.

Actitudes respecto al trabajo

Una de las razones por las que muchos norteamericanos no han sustituido el trabajo por el placer podría ser que a la mayoría nos gustan nuestros trabajos. En una encuesta de Roper realizada en 1973, el 85% de los consultados afirmó que estaba satisfecho con su campo profesional mientras que sólo el 14% estaba descontento. Las cifras correspondientes a 1980 y 1985 no muestran prácticamente ningún cambio. El Centro Nacional de Investigación de la Opinión (The National Opinión Research Center – NORC) presenta resultados casi idénticos en respuestas a la pregunta «¿Está usted satisfecho con el trabajo que realiza?». Desde 1972 hasta 1982, el mismo porcentaje medio (85) respondió que estaba satisfecho. De hecho, el porcentaje subió un poco en 1988, cuando un 87% dio esta respuesta. NORC también ha planteado otra pregunta más difícil; «Si tuviera suficiente dinero para vivir todo lo cómodamente que desee el resto de su vida, ¿seguiría trabajando o dejaría de trabajar?». Un promedio del 70% de los encuestados durante el período 1972-1982 afirmó que continuaría trabajando; el promedio aumentó hasta el 74% en el período 1983-1987, y en 1988 ascendió hasta el 85%. Daniel Yankelovích obtuvo resultados similares.

Casi todas las encuestas indican que la amplia mayoría de los norteamericanos —más del 80%— está satisfecha con sus trabajos. Esta cifra no ha variado sensiblemente con el tiempo. Obviamente, muchas personas tienen algo que objetar sobre algunos aspectos de sus trabajos: monotonía, sueldo, perspectivas de promoción, distribución de las tareas, etcétera.

Yankelovich informa que casi el 90% de todos los trabajadores norteamericanos piensa que es importante esforzarse en el trabajo; el 78% siente la necesidad de esforzarse al máximo. Su estudio también muestra que los motivos por los que se trabaja han cambiado. Ha disminuido el número de los que afirman que trabajan exclusivamente por dinero, mientras que los más jóvenes y de nivel cultural más elevado dan más importancia al aspecto creativo del trabajo. En resumen, Yankelovich concluye que estos trabajadores estiman que el trabajo, y no el ocio, puede brindarles lo que buscan: una salida para poder expresarse, a la vez que una recompensa material. Roper señala que, a la pregunta «¿Qué es más importante, el trabajo o el ocio?», muchos más encuestados responden en 1985 que el trabajo (46%), en detrimento del ocio (33%). La cifra apenas ha variado desde los años 70: la relación fue de 48% a 36% en 1975 y en 1980.

Curiosamente, los resultados no varían según el nivel ocupacional o cultural, aunque sí confirman otros supuestos tradicionales: los protestantes valoran el trabajo más que los católicos (53%/43%), los conservadores más que los liberales (55%/ 39%) y los ancianos más que los jóvenes.

Ni siquiera los jóvenes parecen despreciar el trabajo. El informe de un estudio internacional sobre la juventud llevado a cabo en 1983, y patrocinado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), concluye que «los temores de que los jóvenes rechazan la ética laboral no parecen tener ningún fundamento». Anteriormente, en 1978, un sondeo de opinión realizado en once países bajo los auspicios de la Agencia para la Juventud Japonesa concluyó que los jóvenes entre 18 y 24 años estaban muy satisfechos con sus trabajos.

Comportamiento en el trabajo

Las respuestas a los sondeos quizá no sean los mejores indicadores de los sentimientos subyacentes porque la gente podría preferir doblegarse a las normas establecidas a invitar a que le planteen una pregunta embarazosa. En Estados Unidos, donde se da mucha importancia a la elección individual, el encuestado podría temer que le preguntaran: «Si no le gusta su trabajo, si no está satisfecho. ¿por qué sigue usted en él?». Sin embargo, los datos sobre la productividad, la jubilación y el absentismo deberían reflejar la actitud hacia el trabajo con bastante exactitud.

Tales estadísticas confirman los resultados de los sondeos de opinión. Según un estudio, indican «un periodo sostenido de fuerte crecimiento de la productividad» entre 1948 y 1973, con un incremento anual del 2,5% en la productividad laboral en el sector industrial. También es cierto que esta tasa cayó drásticamente entre 1973 y 1979 hasta el 1,5%, y que durante el mismo período, en lo referente a la economía, era solamente del 0,6%. Pero la preocupación sobre esta caída, tema de numerosos libros y artículos, estaba mal dirigida.

Aparentemente, el descenso fue el resultado de un aumento de la proporción de trabajadores jóvenes y sin experiencia. Pero los cambios en la relación capital-trabajo y en la composición de la mano de obra (con la contratación de trabajadores más experimentados y cualificados) invirtió la tendencia en poco tiempo.

Desde 1979 hasta hoy, la tasa de crecimiento de la productividad se ha recuperado, sobre todo en el sector industrial, donde «ha superado los índices anteriores a 1973». El promedio del aumento fue del 3,4% de 1984 a 1987, aproximadamente el mismo que en Japón; solamente Gran Bretaña arrojó un porcentaje mayor entre los países desarrollados.

El descenso durante los años 70 en Norteamérica tampoco parece haber estado causado por factores internos. El crecimiento de la productividad en casi todos los países industrializados disminuyó a partir de 1973. De hecho, según observa un equipo de investigadores, «únicamente Estados Unidos y el Reino Unido han registrado tasas de crecimiento en la productividad a partir de 1979 iguales o mayores a los registrados antes de 1973».

Los análisis sobre el absentismo muestran el mismo patrón que los relativos a la productividad. Los datos recopilados en Norteamérica entre 1960 y 1980 indican una variación insignificante en las tasas de bajas por enfermedad. Con toda seguridad no respaldan las tesis del debilitamiento de la dedicación al trabajo. Evidentemente, las tasas varían según la edad y la ocupación: entre los trabajadores jóvenes se registran menos bajas por enfermedad (y de menor duración) que entre los de mediana edad; los profesionales y ejecutivos tienen menos bajas por enfermedad que los empleados de oficina, que, a su vez, se ausentan menos que los no cualificados. Los datos comparativos correspondientes a los últimos años de la década de los 70 indican que las tasas de absentismo son más bajas en Estados Unidos que en otros países industrializados, salvo Japón. Además, las diferencias entre Japón y Estados Unidos son comparativamente pequeñas; la tasa de Japón es un 2%, mientras que la de Estados Unidos es un 3,5%. En comparación, la tasa de Alemania Occidental es un 8%, igual que la de Francia; la de Italia es un 11 %, la de los Países Bajos es un 12% y la de Suecia es un 14%. Tampoco los estudios norteamericanos revelan ningún aumento en la tasa de absentismo.

Los índices de jubilación constituyen otra estadística relevante. Se han realizado estudios entre los años 60 y los 80 en cinco países —Gran Bretaña, Francia, Alemania Occidental, Japón y Estados Unidos— que revelan un aumento sostenido en cada país del porcentaje de jubilados o trabajadores en paro. Estados Unidos ocupa la segunda posición, detrás de Japón —aunque por un margen considerable— en cuanto al porcentaje de gente de 65 o más años de edad que continúa trabajando: un 18% en Estados Unidos, mientras que en Japón es un 41 %. Pero el porcentaje es mayor en Estados Unidos que en Gran Bretaña (9%), Alemania (6,5%) o Francia (6%). Estos índices, por supuesto, varían según los sistemas de pensiones. Japón es el país con peores planes de jubilación para los ancianos. Éstos se enfrentan a unas limitaciones económicas mayores que las de los norteamericanos.

Naturalmente, con el tiempo se han producido algunos cambios. Mientras que hasta el presente siglo la moral protestante puede haber motivado a gran parte de la población para esforzarse en el trabajo, las necesidades y la falta de recursos también han desempeñado un importante papel. La prosperidad en Norteamérica y el Norte de Europa ha reducido el impacto de las necesidades. Y el aumento del número de empleos que requieren mayor preparación puede haber erosionado la moral de los trabajadores no cualificados, muchos de los cuales pertenecen a minorías o son inmigrantes. De todos modos, Reworkíng the Work Ethic (Reconstruyendo la ética laboral), el extenso libro de Rose, concluye que no ha habido un debilitamiento general en el apoyo a dicha ética. Rose argumenta que el aumento de la creencia en el debilitamiento proviene de las actitudes (que se remontan a los años 60) de estudiantes e intelectuales que desprecian el trabajo no cualificado. Igual que Yankelovich, Rose observa una reconstrucción diferencial de los valores del trabajo, con un énfasis mayor en actividades más interesantes, en una participación mayor y un control empresarial menor, En palabras de Harold Wilensky, «la sociedad orientada hacia el ocio es un mito. A pesar de los comentarios sobre el declive de la ética profesional y ante la prosperidad de la mayoría, las poblaciones siguen activas, algunos grupos en mayor medida, y otras, en cambio, condenados al ocio forzoso». Herbert Gans, presidente de la Asociación Sociológica Americana, también observa que las investigaciones muestran que «cada vez más trabajadores realizan sus actividades con mayor esmero»

Evidencia económica

Dada la naturaleza e importancia del déficit comercial y el éxito en nuestros mercados de los japoneses y los nuevos países industriales del Este de Asia, mi optimismo podría parecer cuestionable. Pero estoy hablando de la ética profesional, no del comercio, las inversiones o el ahorro americanos. Cierto es que Jos japoneses han mantenido o incrementado su cuota de mercado, a pesar de que el coste de producción relativo de sus productos en dólares se haya disparado. Pero esto se debe a que el objetivo de los japoneses es aumentar al máximo su cuota de mercado; prefieren privarse de beneficios ahora, si ello supone un beneficio a largo plazo. Su proporción nacional de ahorro en relación con et producto interior bruto es dos veces mayor que la nuestra; pagan dividendos más bajos, sus ejecutivos reciben salarios más bajos en relación con la renta de los trabajadores y, no menos importante, su gobierno y empresas actúan con el fin de mantener las importaciones a un nivel bajo. (Estados Unidos y Canadá, en cambio, son las dos economías más abiertas a las importaciones y las que más se acercan a la política de libre comercio).

Pero Estados Unidos no está fracasando. De lo contrario, naciones como Japón, Gran Bretaña, Canadá y otros no habrían realizado inversiones importantes en el país y la tasa de inversiones internas durante la década de los 80 no rebasaría la media de los últimos cuarenta años. Estados Unidos sigue teniendo la renta per cápita en términos reales más alta del mundo, a excepción de algún país árabe productor de petróleo. En cualquier caso, tal como Charles Morris comentó en The New York Times Magazine, «los norteamericanos han ganado al año alrededor de 20.000 millones de dólares más en activos en el extranjero que los extranjeros en activos norteamericanos», Gran parte de nuestra sensación de malestar proviene de ciertas prácticas de contabilidad que conducen a subestimar nuestros activos nacionales.

Esto no significa que no tengamos auténticos problemas. Una parte considerable de la población vive en la pobreza; una proporción cada vez mayor de nuestros hijos sufre la escasez; nuestro sistema de educación tiene grandes lagunas; la financiación para la reconstrucción de nuestra carcomida infraestructura no se encuentra fácilmente, y la adición a las drogas está aumentando. Pero esto son consecuencias de nuestros sistemas sociales, políticos y económicos, no de un descenso de la productividad laboral o de un debilitamiento de la ótica profesional.

Evidentemente, dicha ética ha evolucionado. Si comparamos los datos con los del siglo xix o incluso con los de los años 20, la sociedad norteamericana (al igual que otras sociedades prósperas) se ha vuelto más orientada hacia el ocio. La proporción de mano de obra no cualificada y en la industria ha disminuido considerablemente, mientras que los sectores científico, tecnológico, de comunicaciones y de educación han crecido enormemente. Pero algunas de estas tendencias (incluyendo la inmigración de millones de personas firmemente decididas a trabajar) implicarán un aumento de la productividad.

A pesar de que la antigua ética protestante se ha debilitado, sigue siendo más fuerte en Estados Unidos que en cualquier otra parte. De los países cristianos industrializados, Estados Unidos sigue siendo el más religioso y practicante, con el mayor número de fieles en doctrinas fundamentalistas y evangélicas.

Si la movilidad social es buena para esforzarse en el trabajo, los datos objetivos indican que las oportunidades para prosperar son también mejores que nunca, como consecuencia de los cambios ocupacionales y de la prosperidad económica que dominó durante casi toda la posguerra. Los sondeos de opinión concluyen que la aplastante mayoría de los norteamericanos piensa que ellos mismos o sus hijos (o ambos) pueden mejorar y que el esfuerzo y el estudio se ven recompensados. Estas convicciones son más firmes que nunca.

Para terminar, como señala Samuel Huntington, la economía norteamericana en general no se ha portado tan mal, incluso comparándola con la de Japón, De hecho, «el descenso más notable (registrado recientemente) en la tasa de crecimiento del Producto Interior Bruto se ha producido en Japón: el promedio de su tasa de crecimiento anual entre 1980 y 1986 representa el 58,7% del que se registró entre 1965 y 1980. En cambio, en Estados Unidos el promedio de la tasa de crecimiento anual entre 1980 y 1986 representa el 110,7% del registrado entre 1965 y 1980».

Entre 1970 y 1987, la participación norteamericana en el Producto Mundial Bruto se ha mantenido estable (entre el 22% y el 25%), lo mismo que su participación en las exportaciones mundiales (alrededor del 10%) y de productos de alta tecnología (alrededor de la cuarta parte).

No puedo confirmar los temores (o esperanzas) de tos pesimistas. Los datos respaldan las conclusiones del sabio inglés R. E. Phal: «La ética del trabajo sigue viva y goza de buena salud: la gente disfruta trabajando y no faltan cosas que hacer».