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Concluido con éxito el «test irlandés» (referéndum sobre el Tratado de Niza), nada parece impedir -repito, parece- que en el 2004 estemos cerca de esa Europa «a 25» con la adhesión de diez nuevos candidatos (Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovénia, Estonia, Letónia, Lituania, Malta y Chipre), mientras Bulgaria y Rumanía están en la lista de espera probablemente hasta el 2007 y Turquía no tiene fecha de ingreso.

Los candidatos son cualitativa y cuantitativamente miembros de lo que antaño se denominaba Europa del Este o Centroeuropa. Sólo dos islas mediterráneas (Chipre y Malta) se hallan en la lista aunque en el caso de Chipre habrá que esperar una solución o compromiso entre las dos comunidades, griega y turca, algo por cierto nada fácil de conseguir.

Esta ampliación se hará contra viento y marea. E incluso, según algunos, contra la lógica y el sentido común aunque, eso sí, a toda prisa. Con reseñar que la renta per cápita media de los países candidatos apenas llega al 40% de la de los países comunitarios actuales, está todo o casi todo dicho. El esfuerzo de adaptación exigible para lograr cierta homogeneización de la Europa futura constituye en apenas dos años un imposible y, como diría El Guerra (el matador, no el otro): lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible. El esfuerzo debería ser mutuo, es decir, por parte de los países que ya están en la UE y de los que quieren estar. No lo ha sido en el pasado, no lo es ahora.

Aunque muchos no quieran reconocerlo el proceso de dos velocidades parece inevitable. Las profundas diferencias entre los que están y los que quieren estar pueden hacer mucho más lenta la convergencia que en la etapa de Maastricht y durante la unificación alemana (1991-1993).

REEQUILIBRIO ENTRE EL SUR Y EL CENTRO

La ampliación hacia el este y el centro de Europa debería en principio generar un reequilibrio entre la Europa del sur y la del norte. Al menos sobre el papel o los papeles académicos. Pues la frontera sur de Europa, el Mediterráneo, constituye desde hace tiempo un espacio estratégico opcional: de confrontación o de diálogo entre civilizaciones.

Los países mediterráneos de la UE (Grecia, Italia, Francia, España y Portugal) arbitraron en los últimos quince años una serie de instituciones, estructuras y organismos de sonoras denominaciones y escasos resultados, tales como el Foro Mediterráneo, el Diálogo Mediterráneo (OTAN), el Proceso Euromediterráneo (Conferencia de Barcelona), etc.

Durante la presidencia española de la UE (enero-junio 2002) el llamado Proceso de Barcelona debería haber ocupado un espacio importante en las preocupaciones y objetivos del Gobierno. La organización en Valencia de una Cumbre Euromediterránea se orientaba en esa dirección.

Los resultados fueron decepcionantes. El proyecto de Banco Euromediterráneo de Desarrollo se convirtió apenas en una filial del Banco Europeo de Inversiones, la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea está en ciernes y la Fundación Euromediterránea para el Diálogo de Culturas y Civilizaciones constituye una bella y hasta ahora inédita iniciativa. Dos países mediterráneos -Siria y Líbano- ni siquiera asistieron a la reunión y el problema de Oriente Medio «contaminó» la reunión hasta hacerla casi inviable (en un momento dado la presidencia española estuvo a punto de suspenderla) y, por supuesto, el diálogo palestinoisraelí, tan deseado como difícil, no se produjo.

ESPAÑA Y ARGELIA

Entre los asistentes a la reunión estuvo el presidente de Argelia, Abdelaziz Buteflika, que aprovechó la oportunidad para firmar con José María Aznar un Acuerdo de Asociación con la UE.

La presencia de Buteflika en Valencia primero y en Madrid meses después en «visita de Estado» constituyó para la política exterior española un verdadero hito, entre otras razones porque se produjo cuando las relaciones hispanomarroquíes atravesaban un momento difícil (meses después incluso empeorarían) y no se vislumbraban salidas a la querella.

La crisis de las relaciones hispanomarroquíes, iniciada formalmente con la retirada del embajador del reino cherifiano en Madrid, Baraka, en octubre del 2001, tuvieron al menos la virtualidad de generar un ejercicio de estilo y realismo para la diplomacia española.

Hasta entonces España había centrado su presencia en el Magreb a través de un diálogo irregular e intermitente, aunque cordial, con el régimen de Rabat tanto durante el reinado del Hassan II como en los dos primeros años de su sucesor, el joven Mohamed VI. La excelente relación entre las dos familias reales parecía ser una garantía de buen entendimiento o, si se prefiere, la ultima ratio de una comunicación no siempre fácil (los contenciosos bilaterales eran múltiples y estaban pendientes) aunque necesaria y aparentemente intensa.

EL DESENCUENTRO MARROQUÍ

Es probable que nunca se sepa con exactitud qué motivó la decisión marroquí de variar el tono e incluso el contenido de la relación con España. Las explicaciones son múltiples pero un tanto vagas. Se dice que fue el fracaso de las negociaciones pesqueras UE-Marruecos y la advertencia por parte de José María Aznar sobre las consecuencias que lógicamente tendría en las relaciones globales la intransigencia marroquí. Hay quien asegura que la razón fue menos coyuntural. La pesca tiene una importancia muy relativa en los intercambios comerciales entre ambos países y por parte española no constituyó una sorpresa la negativa marroquí de aceptar cualquier compromiso.

Para España -y lógicamente también para la UE- el fracaso de las negociaciones constituyó un contratiempo pero no un desastre económico y social, aunque deterioró la cooperación política y financiera existente entre los dos países y provocó una campaña especialmente agresiva contra España, sus instituciones, sus políticos y su opinión pública por parte de los medios marroquíes, en su inmensa mayoría controlados por el régimen.

Salieron entonces al exterior todas las frustraciones, mitos, malentendidos, reivindicaciones y prejuicios contra el vecino del norte. Idéntica reacción se produjo en los medios de comunicación españoles algunos de los cuales (radios y televisiones) se captan fácilmente en la zona norte de Marruecos, país donde los hispano-hablantes son numerosos aunque no tengan la relevancia política y administrativa de los francófonos: una realidad que desgraciadamente la cooperación española no ha sido capaz de variar pese a que el reino cherifiano es el país al que se dedican más fondos, recursos y esfuerzos tanto en el terreno cultural, como en el técnico y social.

Todo indica que la retirada del embajador marroquí en Madrid tuvo relación con el problema del Sahara occidental y la postura española con respecto al proceso de autodeterminación del territorio, pendiente desde 1975. Tanto el ministro de Exteriores marroquí, Mohamed Benaissa, como ei viceministro -el muy influyente Taieb Fassi-Fihri- lo reconocieron implícitamente en La Cámara de Representantes {Parlamento), añadiendo al memorial de agravios «la falra de respeto de la prensa española hacia la institución monárquica» (sic) y, por supuesto, la «colonización» de Ceuta y Melilla.

EL INCIDENTE DE PEREJIL

El monarca marroquí, seguramente aconsejado por el hebreo sefardí André Azzulay, uno de sus consejeros más influyentes, y por ia «guardia de hierro» que lo rodea -formada principalmente por antiguos compañeros de estudios en el Colegio Real de Rabat-, decidió en julio pasado echarle un pulso a España ocupando el islote de Perejil cuyo statu quo -ni España ni Marruecos tenían allí fuerzas o instalaciones- se había mantenido regularmente desde hacía años sin reclamaciones ni incidentes destacarles. Pronto se vio que los gendarmes marroquíes destacados en aquel promontorio habían desembarcado para quedarse.

El Gobierno marroquí dio a entender entonces que la ocupación simbólica del islote era el primer capítulo de un proyecto reivindicativo más ambicioso que afectaba a las ciudades de Ceuta y Melilla, así como a los llamados «peñones» (Vélez de la Gomera, Alhucemas y las islas Chafarinas). El Gobierno español decidió responder a la provocación utilizando los medios a su alcance y una patrulla de la Legión ocupó el islote en apenas unos minutos, al tiempo que detenía y posteriormente entregaba a los gendarmes marroquíes allí instalados.

El rifirrafe diplomático posterior serviría para improvisar una comedia de enredos. La «mediación» del secretario de Estado norteamericano, Collin Powel, para evitar que «dos países amigos y aliados» se enzarzaran en un conflicto de consecuencias imprevisibles, así como el desgraciado viaje de la bisoña ministra de Exteriores, Ana Palacio, a Rahat {la forma como fue recibida y el tono de sus anfitriones rozaron la descortería y la provocación), fueron objeto de las más acerbas y comprensibles críticas por parte de analistas domésticos y externos.

De golpe los españoles descubrieron que en los momentos de crisis la diplomacia era incapaz de resolver o evacuar por medios propios los problemas de cierta dificultad y necesitaba la ayuda del «amigo americano» para entenderse con los vecinos. Mientras, todas las encuestas demostraban sobradamente el apoyo sin fisuras que la opinión pública española otorgaba a la operación militar de desalojo. La imagen de una ministra humillada y del protector americano autosatisfecho por evitar que los dos países más «seguros» para la estrategia global de imperio en el Mediterráneo occidental se enfrentaran por un promontorio sin valor estratégico o económico alguno, no resultaba precisamente ejemplar.

 

MALENTENDIDOS Y CONTENCIOSOS

El régimen marroquí creyó en un primer momento que podría utilizarei incidente de Perejil para deteriorar la imagen internacional de España, convertida por arte de birlibirloque en potencia neocolonial agresiva e intransigente. Sólo en el caso de Francia y su recién elegido presidente Jacques Chirac esta solidaridad funcionó y la resolución de la UE cerrando filas con España fue torpedeada por el ministro de Exteriores galo, un gesto que probablemente José María Aznar y sus colaboradores tardarán algún tiempo en olvidar. Ni siquiera la Liga Árabe, que sugirió a España la retirada de sus fuerzas del islote, mantuvo una actitud tan hostil como Chirac disfrazado de protector del joven rey marroquí. La prensa británica -Y especialmente el diario Financial Times– aprovechó la oportunidad para sacarse la espina de la muy avanzada negociación sobre Gibraltar.

Argelia, en cambio, fue el único país árabe y magrebí que apoyó la ocupación del islote, algo que probablemente tampoco olvidará el régimen marroquí aunque en modo alguno le sorprenda, dado el deterioro de las relaciones bilaterales.

Tras el incidente de Perejil la diplomacia española tenía confianza en que las elecciones legislativas en Marruecos facilitasen la mejora de las relaciones. Pero horas antes de celebrarse los comicios el todavía ministro de Exteriores lanzó un jarro de agua fría sobre el rostro inocente de su homologa española al suspender su anunciada visita a Madrid, cuya preparación había sido ardua.

Las elecciones marroquíes se celebraron stn incidentes aunque con una modesta participación. Sirvieron al menos para demostrar algo que muchos suponían: la progresiva importancia del voto islamista moderado (el radical no pudo presentar candidatos) y la leve caída del voto de izquierdas y nacionalista.

El rey Mohamed VI hizo mangas y capirotes de los resultados y decidió nombrar primer ministro a un empresario y político próximo al Palacio y al majzén (establecimiento), llamado Driss Yettu, con la nada oculta intención de relanzar la economía y reconstruir el muy deteriorado tejido sociaL A la espera de que el monarca decida nombrar un nuevo ministro de Exteriores -si es que no mantiene al actual-, la necesaria recomposición de las deterioradas relaciones con España deberá esperar.

De todos modos nada indica que estas relaciones vayan a experimentar una mejorar ostensible, dado que tanto el actual titular de la cartera -Benaissa- como su sucesor tienen un campo de juego muy limitado y será el rey y sus «privados» quienes marquen el camino.

La ministra de Exteriores respondió recientemente a quienes le preguntaban sobre qué hacer para recuperar estas relaciones algo, por lo demás, evidente: «Hay que esperar».

En la espera la diplomacia española tal vez debería reflexionar sobre los errores -algunos de bulto- y las carencias más llamativas en estas relaciones que siguen siendo prioritarias.

UNA COOPERACIÓN PARALIZADA

La verdad es que ta cooperación hispano-marroquí está paralizada. La inversión española cayo en el 2001 un 77% con relación al año anterior y la caída se ha mantenido este año. Sólo el 0,02% del capital español dirigido al exterior se encaminó a Marruecos y el turismo español disminuyó nada menos que un 60% el verano pasado. Si a eso añadimos que Marruecos parece haber renunciado a participar en la comisión mixta encargada de aplicar el Convenio de empleo suscrito en julio de 2001 (que preveía un «cupo» o contingente de trabajadores marroquíes superior a 20.000} y que en contrapartida la emigración ilegal desde las costas marroquíes hacia las costas andaluzas y canarias no cesa de aumentar, se comprenderá que el problema, además de agudo sólo puede resolverse con una cooperación intensa entre los dos países a la que deberá integrarse la UE, como parece ser la tendencia en los últimos meses.

En realidad, todos los contenciosos antiguos entre España y Marruecos (emigración ilegal, narcotráfico, Sahara, revindicaciones territoriales, etc.) están abiertos y para nada sirve, como en el pasado inmediato, ocultar la gravedad del daño causado a las relaciones por la querella iniciada con la retirada del embajador en Madrid hace más de un año.

La recuperación de esta relación será larga y exigirá dosis suplementarias de flexibilidad, tolerancia y conocimiento mutuo. Si aígo ha quedado claro durante estos meses fue que tanto por parte marroquí como española las clases políticas respectivas sufrían un déficit preocupante tanto en la existencia de lobbies, comunicación y contactos entre las dos sociedades civiles como en conocimientos. Sólo así se explica que las percepciones mutuas se hayan degradado hasta límites intolerables y que las redes de intereses en la sociedad civil hayan sido sustituidas por funcionarios y políticos, por muy competentes y laboriosos que sean unos y otros.

EMPEZAR DE NUEVO

La delicada situación que atraviesan las relaciones entre España y Marruecos deberían servir para promover un replanteamiento del papel que la diplomacia española quiere jugar en el Magreb. La tentación de sustituir una amistad antigua y, pese a todo, profunda por otra aparentemente más fácil {me refiero naturalmente a Argelia) debería ser prontamente superada. España no puede ser rehén -lo fue ya en pasado- de la batalla por la hegemonía que se desarrolla entre las dos grandes potencias del Magreb, pero tampoco debería sacrificar sus intereses en el altar de un equilibrio mal entendido. La clave está en «inventar» un nuevo proyecto que compatibilice amistades y utilidades.

Periodista