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Pedro Tomé Martín. Antropólogo, investigador científico en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA-CSIC). Ha sido director de «Disparidades. Revista de Antropología» y forma parte de diversos comités de revistas científicas en México, Portugal y España. Durante seis años presidió la Federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español (actualmente ASAEE).


Avance

El antropólogo Pedro Tomé desata aquí algunos nudos alrededor de la siempre controvertida noción de mestizaje. Inicia su revisión con un libro de 1916 del mexicano Manuel Gamio y la constatación de unos hechos: la Independencia no había supuesto una mayor igualdad entre los mayoritarios pueblos originarios y los minoritarios descendientes de europeos. Se consolidaban ya dos grandes tendencias que, de algún modo, siguen estando presentes con fórmulas nuevas: una posición «liberal» que ponía el énfasis en la irrupción del «hombre nuevo» que, además de lograr una insurgencia política, debía hacer que la emancipación impregnara toda la vida social; y otra que prefirió decantarse hacia un romanticismo historicista volviendo sus ojos al pasado precolombino.

Un apunte desde la lingüística: la noción de raza, que había irrumpido con fuerza a finales del siglo XIX no solo no acabó con la jerarquización social de la «sociedad de castas», sino que la reforzó al asumir que el mestizaje era «mezcla» entre «razas puras». Esto explicaría que se considerara mestizaje el fruto de las relaciones entre personas blancas e indígenas (o blancas y negras), pero no, por ejemplo, a los hijos de padres y madres pertenecientes a diferentes grupos indígenas. Todo con una derivada de género, muchas veces obviada al tratar el mestizaje: ser producto de relaciones impuestas, las más de las veces violentas o insertas en una violencia estructural, en las que un varón hizo ostentación de su poder sobre el cuerpo de una mujer.

No es descabellado enunciar que la noción misma de «mestizaje» incorporaría un pensamiento paradójicamente «racista». Siguiendo al británico Peter Wade, la defensa a ultranza del mestizaje podría ser una manifestación de la existencia de prejuicios raciales porque «de un lado abogaría por la inclusión de todos los grupos humanos en uno único; de otro, fundamentaría esa unicidad en una diferenciación previa de carácter exclusivista que define a los diferentes grupos por lo que no son».

Ante el fenómeno de las últimas décadas en los que personas o grupos reivindican su pasado ancestral y una nueva/vieja identidad, también es posible llamar la atención sobre la réplica, aunque invirtiendo los términos, de aquella terminología colonial que categorizaba a las personas por el porcentaje de sangre «blanca»: cuarterón de mestizo, cuarterón de mulato… En cualquier caso, desde este punto de vista, denostado por quienes lo califican como una pasajera «moda de ser indio», el mestizaje, aunque no puede evitar la jerarquización sociorracial, se convierte en parte de una estrategia de resistencia a los efectos de largo plazo derivados de la antigua colonización. Visto de otro modo, el mestizaje de prevalencia indígena puede contemplarse también como parte de un mismo proceso incluyente de generación de un Estado en el que caben múltiples identidades no necesariamente excluyentes.

El autor termina con unos apuntes sobre cierto «mestizaje de mercado» que florece en las industrias culturales. Se trata de un mestizaje que no se diferencia de los de fusión o hibridación y que, aplicado a las artes en general, está teniendo éxito en ámbitos tan dispares como la música o la gastronomía.


Artículo

En Forjando Patria (pro nacionalismo), obra escrita en 1916 por el antropólogo y arqueólogo mexicano Manuel Gamio, planteaba su autor la necesidad de una «fusión de razas, convergencia y fusión de manifestaciones culturales, unificación lingüística y equilibrio económico de los elementos sociales» para poder forjar «una Patria poderosa y una nacionalidad coherente y definida». En esta obra, precursora del moderno nacionalismo mexicano, Gamio asumía como punto de partida de su reflexión que la Independencia adquirida un siglo antes no había supuesto una mayor igualdad entre los mayoritarios pueblos originarios y los minoritarios descendientes de europeos. Antes bien, el proceso del nacimiento del nuevo Estado se había cimentado en el incremento de libertades para los criollos y en el olvido de los indígenas. Frente a ello, postulaba que la revolución que en esos años estaba teniendo lugar debería conducir a una nación «integrada» en la que los diferentes grupos étnicos pudieran fundirse.

Contrariamente a lo que su autor pensaba y al reconocimiento que décadas después obtendría, la obra no sólo generó una gran controversia, sino que, además, fue ampliamente rechazada por otros antropólogos e intelectuales de la época. Más que por la defensa de un asimilacionismo cultural que pretendía disolver la especificidad de los diferentes grupos étnicos en una sociedad mestiza, por contravenir un evolucionismo, de raíz liberal, que postulaba que, sin intervención política alguna, la propia evolución sociocultural se encargaría de esa integración. Como si el mestizaje fuese un destino «natural» al que la evolución social conduciría. Por otra parte, la constatación de que, un siglo después de la Independencia, la fehaciente desigualdad política, económica o sociocultural existente entre los diferentes grupos étnicos era indiscutible, suponía asumir de facto el fracaso de uno de los objetivos fundamentales que la había guiado. Dando un paso más allá, no faltó quien postulara que tal fracaso y, consecuentemente el atraso de la nación, tenía que ver justamente con el hecho de que el mestizaje no se hubiera impuesto en todo el país. 

La referencia a la Independencia no era cuestión baladí. Máxime en un contexto en el que se celebraba, inmerso México en una revolución, su centenario. No puede olvidarse que los procesos de independencias americanas acontecidos en casi todo el continente a lo largo del siglo XIX habían llevado a numerosos intelectuales y escritores de todo tipo a poner su inteligencia y sus escritos al servicio tanto de la defensa de las nacientes identidades nacionales, como de ideales largamente anhelados: el fin de la esclavitud, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la equiparación entre criollos e indígenas u otros. Ello al margen de que algunos grupos originarios combatieran a quienes querían hacer «iguales» a todos los seres humanos, pues tal pretensión podría suponer el fin de su especificidad étnica. En cualquier caso, la heterogeneidad de patrias, etnias, clases, orígenes, compromisos u otras particularidades hizo que las respuestas fueran totalmente dispares.

Más allá de la pluralidad de matices propios de cada contexto y autor, dos grandes tendencias se fueron consolidando en esos momentos y, de algún modo, siguen estando presentes con fórmulas nuevas. Así, a la hora de encontrar una legitimación para los nuevos Estados hubo quien, por una parte, optó por una posición «liberal» que ponía el énfasis en la irrupción del «hombre nuevo» que, además de lograr una insurgencia política, debía hacer que la emancipación impregnara toda la vida social. Hubo, por otra parte, quien prefirió decantarse hacia un romanticismo historicista volviendo sus ojos al pasado precolombino. Si los primeros identificaron usualmente ese «hombre nuevo» con el mestizo que dejaba atrás el hiato entre gentes de diferente «calidad», los segundos encontraron en los grupos originarios —reales o apócrifos, presentes o mitificados— la legitimidad de un Estado que encontraba su fundamento en la recuperación de aquello que la interrupción colonial había impedido desarrollar. Ello sin perjuicio de que, en alguna ocasión, se estuviera reivindicando un «indio» estereotipado muy del gusto de las élites lectoras y políticas que, de algún modo, daba continuidad a una percepción colonial de los grupos originarios.

De la biología a la cultura y a la política

Paradójicamente la noción de raza, que había irrumpido con fuerza en los finales del siglo XIX como pretendidamente científica por mucho que no lo fuera, no acabó con la jerarquización social de la «sociedad de castas». Sirva como indicio algo más que anecdótico que todavía el Diccionario de la RAE identifica en su primera acepción «raza» con «casta o calidad del origen». Pues bien, la noción de raza no sólo no borró esa jerarquización, sino que diríase que vino a reforzarla al asumir que el mestizaje era la «mezcla» entre «razas puras». De hecho, una de las señas de identidad de cualquier ideología racista es la creencia de que el mestizaje de los pueblos supone siempre una contaminación o degradación de la «raza superior» de la que sólo la «inferior» sale beneficiada. A la vez, esto explicaría que se considerara mestizaje el fruto de las relaciones entre personas blancas e indígenas (o blancas y negras), pero no, por ejemplo, a los hijos de padres y madres pertenecientes a diferentes grupos indígenas. Como si, a pesar de las ingentes diferencias étnicas existentes entre los pueblos originarios, incluso dentro del mismo país, todos los indígenas fueran esencialmente una única raza. No obstante, la imposibilidad de sostener la noción misma de raza fue progresivamente trasladando la discusión sobre el mestizaje desde el ámbito de lo biológico hacia el de lo cultural y lo político, incluyendo, de paso sea dicho, una ajustada crítica de género. Porque, más allá de la visión exculpatoria del mestizaje que se reitera desde este lado de océano Atlántico, no puede obviarse que el mismo en la mayor parte de las ocasiones surgió de relaciones impuestas, las más de las veces violentas o insertas en una violencia estructural, en las que un varón hizo ostentación de su poder sobre el cuerpo de una mujer.

Ubicar el mestizaje dentro del ámbito de lo cultural ha permitido, por una parte, la extensión de la idea de que el mestizaje es una de las características definitorias del continente iberoamericano. Pero, por otra, ha mostrado nítidamente que, en última instancia, es una ideología de múltiples matices. Deseable para quienes creen que una nación postcolonial debería aspirar a una igualdad, incluyendo lo cultural, entre los que la conforman. Deplorable para quienes observan en cualquier atisbo de mestizaje una pérdida de la propia cultura lo que les lleva a anhela, ante su inevitabilidad, sucesivas migraciones que puedan contribuir a «blanquear» ese quebranto. Porque, en última instancia, como señaló en su día Peter Wade (1997), la idea del mestizaje depende totalmente de qué se entienda por «blanco». A su vez, tal concepción se relaciona directamente con qué se entiende por «indio» (o por «negro»). Desde este punto de vista, en la noción misma de «mestizaje» incorporaría un pensamiento paradójicamente «racista»: de un lado abogaría por la inclusión de todos los grupos humanos en uno único; de otro, fundamentaría esa unicidad en una diferenciación previa de carácter exclusivista que define a los diferentes grupos por lo que no son. O directamente etnicista, como se había defendido desde posiciones defensoras de la revolución mexicana que sostuvieron la necesidad de «aculturar» a los indígenas para incorporarlos a las corrientes proletarias que propiciarían la transformación social. Como señalaba Fábregas (2012:2) «en este contexto, las relaciones interculturales son vistas como negativas, lo que en la realidad era cierto. En la relación ladino [blanco]/indígena, este lleva la peor parte. Lo que es inaceptable de la teoría de la aculturación, es el planteamiento de que estas relaciones negativas solo se terminarán al momento en que las culturas originarias se asimilen a la cultura nacional y desaparezca el indio». Desde tales posiciones, que no aceptan la pluralidad cultural en un mismo lugar, resultaría inviable pensar en el mestizaje de modo positivo. Por lo mismo, sugería el citado Wade, la defensa a ultranza del mestizaje, particularmente por algunas élites políticas, es, sobre todo, la principal manifestación de la existencia de prejuicios raciales porque asumen el mantenimiento de jerarquías sociorraciales que siguen teniendo en su cúspide a los blancos. Es decir, en no pocas ocasiones el mestizaje no es más que una expresión de la pigmentocracia según la cual el estatus de las personas se establece en función del color real o supuesto de su piel.

Atendiendo, pues, a las consideraciones previas puede indicarse que, en realidad, el término «mestizaje» engloba una pluralidad de significados, no necesariamente compatibles entre sí, que no tienen tanto que ver con el tipo de «combinación» cultural (o de otra índole) realizada, como con la evaluación moral que se hace de la misma desde posiciones diversas. Por lo mismo no sólo será positivo o negativo en función de quien lo contempla, sino que su significación puede variar enormemente dependiendo del contexto. Así, el levantamiento neozapatista en 1994 o la llegada al poder de Evo Morales en 2006 han favorecido en algunos casos una percepción en la que lo indígena simbólicamente podría tomar una cierta preponderancia sobre el modelo clásico de mestizaje. Prueba de ello es el surgimiento por doquier de procesos de etnogénesis en los que personas o grupos que habían ocultado su condición y pasado indígena, o no hecho alarde del mismo por considerarlo estigma o demérito, reivindican su pasado ancestral y una nueva/vieja identidad. Hemos visto así, como artistas, escritores, personalidades varias, localidades completas a través de sus cronistas e historiadores locales y, en definitiva, grupos de toda condición, recordaban que tenían 1/4 o 1/8 o 1/16 de indígenas. En este caso, lo relevante es que el reconocimiento de su condición mestiza se hace desde la preferencia de la parte «indígena» y en detrimento de la «blanca». Pero, a la vez, aunque invirtiendo los términos, este orgullo por un ancestro, real o mítico, venía a recuperar si quiera indirectamente aquella terminología colonial que categorizaba a las
personas por el porcentaje de sangre «blanca» que tuvieran:
cuarterón de mestizo, cuarterón de mulato, quinterón, requinterón, etc.

En cualquier caso, desde este punto de vista, denostado por quienes lo califican como una pasajera «moda de ser indio», el mestizaje, aunque no puede evitar la jerarquización sociorracial, se convierte en parte de una estrategia de resistencia a los efectos de largo plazo derivados de la antigua colonización. Con ello, sin embargo, se reafirma la posición de que la nación postcolonial se asienta en el mestizaje, aunque sea de nuevo cuño. O, visto de otro modo, el mestizaje de prevalencia indígena puede contemplarse también, aunque resistente a la inclusión, como parte de un mismo proceso incluyente de generación de un Estado en el que caben múltiples identidades no necesariamente excluyentes.

Un mestizaje de mercado

No se puede concluir una reflexión acerca de los mestizajes sin señalar que en las últimas décadas las industrias culturales, en el sentido frankfurtiano del término, han propiciado con pretensiones muy diferentes un mestizaje de mercado totalmente alejado del biologicismo y de la sangre que genera pingües beneficios a sus promotores. Se trata de un mestizaje que no diferencia este término de los de fusión o hibridación y que se aplica a las artes en general y que está teniendo un éxito particularmente en ámbitos tan dispares como la música o la gastronomía. Rechazada por los «puristas» la fusión gastronómica, es decir, la mezcla de comidas «típicas» de determinadas regiones o países se ha convertido en seña de identidad de un tipo específico de globalización. Aparecen así las comidas mestizas, o de origen mestizo según gustan de decir los cocineros, que se caracterizarían por combinar bien prácticas culinarias originadas en países diferentes, usualmente de América Latina y Europa, bien alimentos propios de los distintos lugares o simultáneamente prácticas y alimentos. Combinaciones que, además, en no pocas ocasiones generan nuevos platos y formas de comer al incorporar nuevas técnicas aplicadas a técnicas o productos «tradicionales». De forma análoga acontece en lo musical. Músicas, englobadas a veces bajo el genérico «músicas del mundo» mezclan, al igual que los platos de cocina, estilos, instrumentos, ritmos, etc., dando origen a nuevos sonidos o a otros que traen ecos de algo que se antoja «puro», por mucho que no lo fuera. Todo ello, por supuesto, como en los casos anteriores, con el rechazo de los «puristas» que identifican mestizaje o fusión con decadencia. Cierto que estas prácticas pueden rastrearse desde hace mucho tiempo, particularmente en el mundo de las artes plásticas o de la arquitectura donde las formas europeas y los motivos indígenas están presentes casi desde los inicios de la colonia impuestas por la corona o la Iglesia. Sin embargo, lo que les otorga un nuevo valor es, justamente, que la identificación de su condición de mestizas es la vía principal para ser apreciadas globalmente traspasando clases sociales, géneros o generaciones. Tras siglos de disputas sobre los mestizajes, considerados por los «puristas» de toda laya y condición, como una rémora, la música contemporánea, la literatura, las producciones cinematográficas, o las artes en general, están marcando la vanguardia de nuevos estilos de vida. Como siempre ha ocurrido con la fusión de eso que llamamos culturas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Fábregas Puig, Andrés: 2012. «De La Teoría de la Aculturación a la Teoría de la Interculturalidad Educación y Asimilación: El Caso Mexicano». Intercultural Communication Studies XXI: 1

Gamio, Manuel: 1916. Forjando patria (pro nacionalismo). México: Porrúa hermanos. Disponible en https://archive.org/details/forjandopatriapr00gamiuoft

Wade, Peter: 1997. Gente negra, nación mestiza. Dinámicas de las identidades raciales en Colombia. Santa Fe de Bogotá: Siglo del Hombre
Editores.


La imagen, de la galería de Gerd Altmann (geralt) en Pixabay. Se puede consultar aquí.

Antropólogo, investigador científico en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA-CSIC). Ha sido director de «Disparidades. Revista de Antropología»