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En condiciones de esfera pública saturada y de uso extensivo de las redes sociales es razonable que se debata tanto sobre libertad de expresión. Hay más personas que nunca con plataformas individuales y colectivas para expresar sus posiciones ante el mundo, sus miedos, sus actitudes, sus decisiones de consumo y sus deseos (redes, foros, chats, apps, etc.) Emitimos y recibimos más mensajes que nunca, y eso puede generar problemas sociales de tiempo y espacio. Es decir, problemas de configuración de la esfera pública.

Lo que no es tan evidente es la manera en que debatimos sobre nuestra libertad de expresión. Existe un sentido común, quizá no mayoritario, pero sí muy importante, que se queja de que ya no pueden decirse las cosas que se decían antes, que ahora hay que callarse o disculparse por todo. Es la teoría de lo políticamente correcto, que señala que ahora hay discursos que son como un corsé que hay que quitarse para expresarse con libertad. Este argumento suele añadir que cada vez hay más gente que se ofende con facilidad y que la época se ha vuelto «blandita», tal como señalaba recientemente José María Cano.¹

Sobre lo políticamente correcto hay que decir, en primer lugar, que no es algo absoluto, sino una relación social cambiante y en permanente transformación. A mediados de los años setenta, con el final de la censura oficial franquista, se volvió políticamente correcto representar España como un país de vacaciones, sol y mujeres suecas cuya función social era básicamente activar el deseo de los hombres españoles y traernos riqueza y exotismo. Hoy no es políticamente correcto representar así a las mujeres suecas o Suecia como país, y no parece que nadie lo eche de menos, ni en España ni en Suecia. Lo políticamente correcto ha existido siempre, por tanto. Es un consenso sobre qué es aceptable y qué no en sociedad. No es algo nuevo, por tanto, sino un conjunto cambiante de lugares comunes que determina una parte de nuestras conversaciones cotidianas.

Veamos tres ejemplos más, dos sacados del mainstream político y otro de la contracultura de los ochenta. En 1998, en España se había vuelto políticamente correcto decir que lo privado funcionaba mejor que lo público. ¿Había un debate a fondo sobre el tema en la sociedad? Seguramente no, pero ahí estaba el lugar común. No era la única posición que existía en la esfera pública, pero sí una creciente y con argumentos de peso: habíamos pasado una crisis importante y ahora España iba mejor gracias, entre otras medidas, a que Aznar había aligerado el sector público con la venta de empresas estratégicas como Telefónica, Argentaria, Tabacalera, Endesa o Repsol.

La gestión privada, al introducir el beneficio y el principio de competencia en dichos sectores, los hacía más dinámicos y eficientes. En los ochenta esto no era políticamente correcto, aunque había quien minoritariamente, en la estela de las políticas de Reagan y Thatcher, lo defendía en términos muy similares. De hecho, una parte de la crítica de izquierdas a dicho lugar común se basaba en recordarnos un tiempo en el que los discursos privatizadores eran inaceptables. Por eso eran tan tímidos, para no parecer totalmente lunáticos y fuera de lugar, y por eso era terrible que ahora apareciesen de manera tan directa y grosera.

Sobre lo políticamente correcto hay que decir que no es algo absoluto, en primer lugar, sino una relación social cambiante y en permanente transformación

En 1991, los chistes sobre violencia machista eran lugares comunes («Mi marido me pega todos los días, cómo me pega mi marido» […] «Comprendemos tu profundo pesar, María Ascensión del Calvario, hija», según el célebre sketch de Martes y Trece). No generaban extrañeza. Si ser políticamente correcto es pasar desapercibido, si equivale a ser un ingrediente normal de la vida, entonces puede decirse que la violencia machista era políticamente correcta. Tan políticamente correcta como para producir risas masivas en prime time. Tan normal como que no existía el sintagma «violencia machista», sino otros como «crimen pasional» o, como mucho, «violencia doméstica», menos conectados con el marco estético y político del chiste de Martes y Trece. Sin herramientas sociales para abordar el machismo, ¿por qué no iba a ser normal, incluso gracioso, bromear sobre algo cotidiano, como dice el mismo Millán Salcedo disfrazado de portavoz de la Asociación de Mujeres Maltratadas, como que un hombre agrediera a una mujer por el hecho de serlo? Los chistes sobre la vida cotidiana pueden ser muy graciosos.

MIEMBROS DE RIP: LAS FEMINISTAS, MUY SUSCEPTIBLES

Al mismo tiempo, en 1987, los miembros de RIP, una importante banda de punk de Mondragón, abiertamente antisistema en lo social y lo económico, podían declarar en una entrevista que ellos el feminismo no se lo creían mucho y que había que tener cuidado con las «femis de Mondra», que son muy suyas, aunque «majas». Y no eran solo ellos, el periodista también señala abiertamente que las feministas son «muy susceptibles». La conversación culmina en la afirmación explícita de haber hecho «el mamarracho» alguna vez, en respuesta a la nada inocente pregunta del entrevistador: «¿Por qué dices que has sido machista? ¿Te has impuesto?».

Nada nuevo con respecto a nuestros días, por tanto, salvo que lo políticamente correcto cambia con el tiempo, pero a veces ni siquiera tanto. En este caso, lo que se dice con plena normalidad democrática en 1987 se sigue diciendo en nuestros días, por ejemplo José María Cano cuando se queja de lo blandito de nuestra época; de una época que ya no percibe que la voz «mariconez» en su canción «Quédate en Madrid» sea normal en una estrofa tan poco memorable, según él mismo, como «Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez / Y ahora hablo contigo en diminutivo con nombres de pastel».

Esto puede darnos pistas interesantes. Cuando algo empieza a generar extrañeza es a la vez un fenómeno natural, por el inevitable paso del tiempo, y un fenómeno político, por lo que supone para nuestros derechos, libertades y oportunidades como individuos y como sociedad. Si, con respecto a la época gloriosa de Mecano, pensamos la incomodidad con la voz «mariconez» como una grieta social en la vida cotidiana que debe ser leída desde el presente, en realidad no resulta tan extraña. Ser cariñoso, física y comunicativamente, en persona, por teléfono o en redes sociales con gestos o emojis, es habitual entre los hombres. Es mucho más normal, de hecho, que hace treinta años. Usar diminutivos también está más extendido, y para alguien joven no tiene nada que ver con la orientación sexual. De hecho, incluso a mí me genera extrañeza, que crecí con Mecano y sin Whatsapp. Puede ser discutible, pero no es una brecha difícil de interpretar. En realidad lo mismo pasa con la entrevista de RIP, cada una a su manera. Leída en 2019, es tan mainstream en su concepción del feminismo como la canción de Mecano.

LO NORMAL NO ES POLÍTICAMENTE NEUTRAL

En su reciente libro Perfil bajo. Libertad de expresión, ansiedad tecnológica y crisis políticaGuillermo Zapata muestra cómo cuando se dice que las feministas no nos dejan hablar a los hombres, en realidad ocurre que ahora hay un contradiscurso o un contrapoder al tradicionalmente masculino. Tomemos el caso de la «mariconez» de José María Cano. Es evidentemente un corsé masculino, una norma social bien conocida, que los afectos y los diminutivos son propios de mujeres o de hombres blandos. Los hombres no lloran. Los hombres no cuidan. Los hombres trabajan y luchan. Esto era así en los ochenta y, de alguna manera, lo sigue siendo en los recreos de nuestros hijos en la escuela. La hombría se muestra peleando, no cooperando o cuidando. Lo que ocurre es que ahora existe un discurso fuerte más en la esfera pública, y ese discurso, que no es nuevo, pero se está organizando de manera extraordinaria una vez más, dice algo sencillo: «Perdona, pero eso que dices no es normal, no es neutral, no es algo que vayamos a dar por supuesto tan fácilmente». Ese discurso se llama feminismo, se llama movimiento LGTBIQ, y está en condiciones de disputarle la esfera pública a las normalidades de RIP y de José María Cano, así como a cualquier otra persona, hombre o mujer, que considere que lo normal es lo que siempre se ha hecho, dicho o configurado como dominante en la esfera pública, y que por ser normal es políticamente neutral, luego inocuo.

Ese discurso alternativo dice que no es normal que las fotos del poder político y financiero estén llenas de hombres. Dice que eso es resultado de una construcción socioeconómica machista y de una división social de las tareas con brecha de género. Ese feminismo dice que no es normal que en la publicidad, el cine, la música o la esfera pública las mujeres aparezcan sistemáticamente como instrumentos al servicio del placer de los hombres. Dice que eso es patriarcado y que puede tener como efecto, deseado o no, que haya hombres que, de tanto verlas como objetos a su disposición, nieguen a las mujeres la condición de personas libres e iguales. El feminismo dice las palabras no son neutrales, que tienen efectos sociales, que nos configuran y que las normas lingüísticas son machistas. Y tantas cosas más que no parecen tan difíciles de comprender. Antes había un solo discurso. Ahora hay más de uno, y los nuevos discursos están dispuestos a decirle a la normalidad que han heredado que no la aceptan tal como es, que no es justa y que van a dar la batalla por cambiarla.

Por tanto, más que a una lucha entre un corsé (lo políticamente correcto) y un cuerpo que trata de liberarse (lo normal, lo que siempre se ha dicho), a lo que asistimos es a una ampliación de la esfera pública y a una tensión democrática. A un proceso de apertura, de deliberación y, por tanto, de conflicto y de extrañeza. Decirle a una normalidad dada que no es normal, neutral e inocua es conflictivo. Puede ser incómodo o incluso violento. Puede dar lugar a malentendidos. Por eso la normalidad es tan poderosa, porque se revuelve cuando la señalan, porque su tendencia es a permanecer, a reproducirse, a mantenerse presuntamente inocua.

RESULTADO DE MUCHA MOVILIZACIÓN SOCIAL

En resumen, si sentirse extraño con una concepción de la masculinidad que sanciona negativamente los afectos como algo inframasculino (luego femenino o queer) se vuelve políticamente correcto, es decir, si se normaliza, esto solo puede ser motivo de alegría. Si llega a ser así del todo, será el resultado de muchas batallas y de mucha movilización social. Cuando se logre, entonces habrá seguro muchas cosas incorrectas en nuestra corrección política, en nuestros consensos, en nuestra vida cotidiana, pero no esa. Esa en concreto es liberadora para los hombres y las mujeres, y hay que defenderla. La realidad que irrumpe con esa liberación merece mucho más la pena que la de José María Cano en «Quédate en Madrid». ¿Significa que hay que dejar de cantarla o que hay que borrar las huellas de la letra original? Claro que no. La concursante de Operación Triunfo que se sintió extraña lo hizo con conciencia crítica del presente, sin el menor afán revisionista. No le hablaba a los espectadores de 1988 para regañarlos por no haber dicho nada entonces, sino a los de 2018 para decirles que no se sentía cómoda. Le hablaba al conjunto de la esfera pública, no a José María Cano, cuya autoría es una posición más en el debate, sin duda reseñable, pero una que en la actualidad en ningún caso supone un privilegio interpretativo.

En su libro, donde se aborda la libertad de expresión de manera muy productiva, Zapata habla de chistes y de libertades. Insiste en que no hay que prohibir chistes. Lo que hay que hacer es discutir también sobre sus consecuencias. Al fin y al cabo, «la libertad de expresión no significa que pienses que lo que dices no tiene consecuencias. Para empezar, porque lo dices para que las tenga»². Hay que asumir las consecuencias de tener palabra y de tomar la palabra. La concursante de OT lo hizo, y con ello modificó las condiciones de la normalidad democrática por unos pocos minutos, días, semanas o quién sabe si más a medio plazo para no pocas personas de su generación. Lo hizo abriendo, no cerrando. Ensanchando, no encogiendo. Añadiendo al discurso normal («cántala, qué más da, si es solo una canción compuesta en un contexto determinado») un ingrediente diferente («ya sé que es solo una canción y que es de hace treinta años, pero yo canto hoy, no hace treinta años, y no me siento cómoda») y asumiendo su responsabilidad como persona pública. La corrección política resultado de ese pequeño y quizá anecdótico proceso estoy dispuesto a defenderla. Por esa responsabilidad creo que hay que defender lo políticamente correcto… si es lo correcto. 

NOTAS

D. Prieto, entrevista con J. M. Cano: «Vivimos una época tan blandita que se están amariconando hasta los gays», El Mundo, 26 de febrero de 2019.

G. Zapata, Perfil bajo. Libertad de expresión, ansiedad tecnológica y crisis política, Madrid, Lengua de Trapo, 2019, pp. 27-28.

Eduardo Maura es licenciado en Sociología y doctor en Filosofía. Ha dado clases de Teoría Crítica, Estética y Filosofía Política en la Universidad Complutense de Madrid y en otros centros (School of Visual Arts, Nueva York). Es diputado de Podemos en el Congreso y portavoz de este partido en la Comisión de Cultura. Es miembro del Consejo de Redacción de la revista La Circular y del Patronato del Instituto 25M. Ha editado a J. J. Rousseau y a Walter Benjamin.