Tiempo de lectura: 4 min.

El libro comienza con una declaración de principios: si bien hay aspectos de ese Concilio que siguen siendo controvertidos, un rápido vistazo a todos los concilios de la Iglesia nos puede convencer de que esto no es una novedad. En cónclaves anteriores, grandes santos como el papa León I el Magno, o el heroico arzobispo de Milán, san Carlos Borromeo, sufrieron persecución y agravios por defender las reformas conciliares. Otros, como san Gregorio Nacianceno, llegaron a afirmar que «se debe evitar toda asamblea de obispos, ya que nunca he experimentado un final feliz de ningún concilio de este tipo» (p. 11). Pocas reuniones eclesiales han sido plácidas, y un breve repaso histórico basta para convencerse de que todos los concilios eclesiásticos han tenido que lidiar con disputas difíciles, a veces de siglos. El Vaticano II no es una excepción a esta regla.

En este sentido, la obra de Weigel es apologética, pues pretende sacar a relucir los aspectos fundamentales del Vaticano II y mostrar la influencia positiva que ejerce todavía en la Iglesia. El libro se divide en dos grandes partes: la justificación histórica y la exposición somera de los grandes documentos conciliares. La primera parte traza una profunda explicación de los orígenes del Concilio, con un análisis histórico sobre la crisis de la modernidad y el auge del humanismo ateo. La tesis del autor es clara: tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la Cristiandad había llegado definitivamente a su fin y se hacía necesario repensar la misión de la Iglesia en el mundo (p. 33). El catolicismo, y el cristianismo en general, habían perdido el favor de intelectuales y masas obreras por igual. Citando a Ratzinger, Weigel señala que Europa se había convertido en la cuna de un nuevo paganismo, por lo que el Vaticano II respondía a una necesidad acuciante: volver a evangelizar y santificar el mundo. Newman, el otro titán teológico que sirve como guía para explicar el Concilio, había apuntado ya en el siglo XIX que los cónclaves anteriores habían luchado contra falsos dioses, supersticiones y herejías: pero el moderno era un mundo «encerrado en sí mismo, confiado en sus propios poderes para facilitar la felicidad personal y una sociedad justa» (p. 16). El objetivo de la Iglesia moderna era proclamar el Evangelio en medio de una crisis civilizacional que había perdido sus raíces culturales.

El Vaticano II subraya la idea esencial de que Cristo es el centro de la historia, del cosmos, y que el suyo es el humanismo auténtico

En este sentido, es importante entender cuál era la intención original del papa Juan XXIII. Por una parte, el pontífice señalaba el problema al que se enfrentaban: la modernidad había producido un gran progreso material, pero no se había ocasionado un avance correspondiente en la esfera moral (p. 98). El objetivo del Concilio era convertir a la Iglesia en un instrumento más efectivo de la santificación del mundo, plantear un humanismo verdadero, y encarnar una auténtica comunidad humana. Un detalle revelador fue que el papa invitó a los obispos participantes a encomendarse a los dos grandes santos que llevaban su nombre: Juan el Bautista y Juan el Evangelista. Ambos tuvieron en común el anuncio de Jesucristo como Salvador del mundo y la propagación de la Buena Nueva por todo el orbe. Y esas eran, precisamente, las dos notas distintivas del aggiornamento que pretendía el ahora santo Juan XXIII: insistir en la centralidad de Cristo y despertar la misión evangelizadora de la Iglesia en el mundo.

En la segunda parte, Weigel desgrana una a una las distintas encíclicas que componen el magisterio del Concilio. Para el autor, es importante mostrar que los dieciséis textos deben entenderse a la luz del magisterio posterior, que los papas Wojtyla y Ratzinger interpretaron y amplificaron con sabiduría. Estos dos pontífices llevaron a cabo la difícil misión de proclamar la verdad de Cristo en un mundo fragmentado, surcado por profundos cambios culturales y sociales, al tiempo que la Iglesia modificaba su propia relación con el mundo. Para Weigel, el Vaticano II supuso un aldabonazo en la conciencia de los católicos, que podría resumirse en la idea esencial de que Cristo es el centro de la historia, del cosmos, que el suyo es el humanismo auténtico, y que bajo su guía se pueden crear auténticas comunidades de libertad y solidaridad.

El objetivo del Concilio era convertir a la Iglesia en un instrumento más efectivo de la santificación del mundo, plantear un humanismo verdadero

La palabra bíblica

El papa Benedicto XVI, uno de los intérpretes más autorizados para analizar el proceso conciliar, no ocultaba su «efecto inequívoco y positivo»: permitió la integración en el conjunto doctrinal de aspectos que estaban quedando aislados, como la primacía papal o la mariología; otorgó a la palabra bíblica todo su valor; hizo más accesible la liturgia; y dio un valiente paso hacia la unidad de todos los cristianos (p. 292). El Concilio sirvió así para cohesionar internamente a la Iglesia, pero también para darle un nuevo sentido de misión. Weigel confía ahora en que profundizar en los documentos del Concilio puede dar a la Iglesia un impulso apostólico necesario, aunque curiosamente pasa de puntillas por el magisterio del papa Francisco y los problemas actuales de la Iglesia. A pesar de que hubiera sido una buena oportunidad para presentar una panorámica del catolicismo actual, el libro ofrece una guía inigualable para entender el significado y la importancia del Concilio Vaticano II.

Doctor en Historia. Profesor e investigador en UNIR.