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El mundo en que vivimos es un mundo en el que la música ha pasado a formar parte del ruido ambiental. Estamos en la sala de espera del dentista hilvanados sin poder remediarlo a un «hilo musical» en el que el ritmo automático impuesto a algo que sospechamos conocido nos impide corroborar que «aquello» fue alguna vez una exquisita sinfonía de Mozart. En Navidad, las calles de las ciudades se convierten en vías de asfalto encadenadas sin piedad a villancicos enlatados en cónicas gargantas de metal con amplificación, que impunemente lanzan al aire infectado de claxons voces chillonas con mensajes de paz al son de zambombas, ritmos de salsa caribeña y reclamos publicitarios de ventas masivas con sintonías de Adeste fideles. Incluso los más venerables cafés han renunciado a darle voz a la palabra y, olvidando los tiempos en que la música era cuando menos un necesario paréntesis en la conversación, los tiempos en los que el gozo de una interpretación avivaba el fuego del espíritu para seguir manteniendo la solaz comunicación, sojuzgan (en el mejor de los casos) la voluntad de tertulia al imperio de la «música culta en off«, entrometida comadre que cotillea, banalizando los misterios más sagrados de la casa en la que habita. De eso nos salvaría quizá nuestra pasividad. Pero ¿quién nos exime de culpa cuando la más cuidada versión de El clave bien temperado que suena mientras trabajamos en la redacción de un artículo para una revista universitaria en la biblioteca, revisamos un expediente de dominio en la notaría o atendemos al público en la ventanilla de un banco, puede ser pérfidamente atacada por cualquier sirena de policía y/o ambulancia procedente de la calle plebeya, o por la voz inoportuna de un colega que nos solicita urgentemente para una reunión inmediata? ¿O cuando incluso la presuntamente inocente intromisión del obstinato de la batidora de la vecina del quinto a través del patio puede dinamitar la más excelsa de las músicas en el momento en que, inmersos en el trajín de caseras labores, nos preparábamos inconscientemente para la lenta resolución del preludio n° 1 en do mayor que sonaba en Radio dos? No se asuste el lector. Ni se trata de no volver al dentista, ni de evitar pasear por las calles, ni de eludir responsabilidades profesionales, ni mucho menos de obligar a la vecina del quinto a que aplique un silenciador a su batidora.

LA NECESIDAD DEL SILENCIO

La propuesta del compositor John Cage puede tildarse de consecuente, cuando afirmaba que es necesario crear en estos tiempos una música a la que el ruido no conturbe porque lo acepte sin más en sus estructuras. Pero con la que ya forma parte de lo existente en este mundo, quizá la solución está en considerar que la música, para serlo, no necesita únicamente de una ordenación más o menos artística de unos sonidos cualesquiera, y a partir de ahí, que suene, como sea, donde sea, y en cualquier circunstancia. Se trata también del silencio. Porque la música, para serlo, necesita ser escuchada. Y la primera condición del escuchar es la anterioridad del silencio. Escuchar procede del latin auscultare. Este término nos hace evocar de modo inmediato la atmósfera tensamente silenciosa que precede a la audición del pulso del corazón en las visitas médicas. Escuchar implica atención a lo no inmediatamente audible, exige el esfuerzo de acallar lo exterior para encontrar lo interior, para encontrar el latido regular y rítmico del espíritu. Y silencio no es tanto la ausencia de ruido como un estado interior en el que el ruido se diluye en el vago sfumato ambiental que circunda aquello que se va encontrando, desadjetivándolo, cercando su sustantividad.

No propongo la eliminación del ruido de la vida cotidiana. Es imposible y, de no serlo, sería pavoroso, pues la exterioridad que nos rodea es ella misma ruidosa. El ruido da testimonio de la vitalidad del mundo exterior. La batidora de la vecina del quinto nos da prueba de la existencia del otro, nos acompaña en la elaboración de la comida, y nos incita a intercambiarnos una receta de cocina en el ascensor. La calle es algo vivo por el entrecruzamiento de gritos y voces, el trasiego de pasos lejanos y cercanos, las bocinas de los coches y las sirenas de la policía y/o ambulancia, el traqueteo del taladro de esa calle siempre en obras. En el ruido encontramos la confirmación del mundo exterior; y a nosotros en él. Pues quizá no podríamos ya suponernos sin los nítidos sonidos de los vasos de cristal con café colonial regado de chupito de aguardiante, ligados para siempre a aquellas conversaciones, rivales de la noche en alcanzar el día, que marcaron el resto de nuestras vidas; ni sin las inquietas campanadas del reloj de la catedral cada cuarto de hora, tempus fugit, que nos acompañaban en el duro remontar de los minutos de las tardes enteras de aquellos meses ante libros a los que queríamos arrancar sus secretos; ni acaso sin los quejidos nocturnos de los barcos arribando al puerto, bajos improvisados de nuestras vidas momentáneas en un lugar donde el mar no era circunstancia, sino melodía.

UNA ATENCIÓN QUE EXIGE EXCLUSIVIDAD

Lo que propongo es que ni aceptemos la música como ruido, ni convirtamos la música en ruido. Ruido es el mundo sonoro que nos circunda cuando no le prestamos atención. Y la música se vuelve ruido cuando está donde no debe. No se merece El clave bien temperado ser sometido a la esquizofrenia de no saber a qué atender, si a la anciana señora de nuestra ventanilla que no entiende el recibo de Telefónica o a la maravillosa resolución del preludio n° 1. Probablemente haremos, además, ambas cosas mal. Atención exige exclusividad. Quizá nuestro tiempo adolece de profundidad porque atiende a demasiadas cosas a la vez, con lo que no atiende verdaderamente a ninguna y pierde todo criterio selectivo en la admisión de lo que nos rodea. Oír una sinfonía de Mahler mientras compramos en unos grandes almacenes implica que nunca volveremos a ser capaces de concebir algo grandioso en ella, porque se pierde aquella conciencia de estar ante lo inaudito (lo nunca antes oído) que es cada encuentro con la música. Todo arte posee la magia de colocarnos momentáneamente en el ámbito de la excepción, de lo siempre nuevo, de la infinita capacidad de ser origen, como el mar que agitaba a Valéry («la mer, la mer, toujours recommencèe«..). Pero la velada alusión a lo indescriptible sugerida por una melodía de Schumann se hunde en el pozo irrecuperable de lo banal cuando se automatiza en una máquina tragaperras. La alegría pascual de aurora eternamente rediviva que canta exultante un allelluia gregoriano se vuelve tumulto intrascendente en un pub de moda ahito de hit parades (aunque sea interpretado por los monjes de Silos). El frenético y angustioso ardor del más trepidante de los solos de Charlie Parker naufraga en insulto a la desesperación en cualquier zona de tránsito de cualquier aeropuerto internacional.

Porque en la música, como en la vida, el secreto no está en el qué, sino en el cómo. Y en la música, el cómo se configura por la arquitectura interior construida por el silencio. Escuchar música es escuchar «a la música». Y escucharla es atender a una propuesta, aceptar el juego que nos sugiere, construyendo un espacio interior cuyos límites formales retraen al olvido momentáneo de la difuminación todo aquello que pueda violar la presencia de los sonidos. No se trata de una sacralización de la música, ni de establecer una liturgia de la escucha en escenarios plenos de mística elevación para iniciados. Se trata de recuperar la solicitud por lo que solo quedamente se muestra (independientemente del volumen de decibelios), de volver a encontrar en los sonidos lo que en definitiva «ponemos» nosotros en los sonidos. La música es cosa de dos, como toda relación amorosa: ella y nosotros. Escuchándola, la «dejamos hablar», y así evocamos lo que ella es. Permitiéndole mostrarse, hallamos en la música también aquello que de nosotros mismos desconocíamos. Mitigar el esfuerzo de la atención, desatender la magia de bemoles introspectivos, soslayar la invitación amistosa al diálogo con el tiempo que es la música solo puede conducir a la trivialización de nuestra dimensión temporal.

Lo que propongo es una ecología musical del medio ambiente que libere nuestros oídos de la tiranía de la divulgación indiscriminada y extemporánea de cualesquiera formas musicales. Y, reclamando el derecho al goce incierto pero tranquilizador del ruido circundante tal como es y sin paliativos, reclamo en definitiva el derecho inapelable a poder elegir libremente el momento de encuentro único con el murmullo sonoro de lo imposible.

Doctora en Filosofía