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Supongo que la forma más adecuada de empezar un artículo sobre el placer del miedo sería probar que semejante cosa existe. ¿Se puede gozar del miedo? ¿Puede el miedo resultar agradable? Hace poco discutí esto con un viejo amigo.

—El miedo —me dijo— es la emoción menos agradable. Yo lo sentí de niño y durante las dos guerras. No quiero que mis hijos lleguen jamás a sentirlo. Creo que es realmente posible, si yo me lo propongo, que ellos vivan toda su vida sin saber el significado de esta palabra.

—¡Qué futuro más horrendo! —dije yo. Mi amigo me miraba confusamente. Lo creo de verdad —seguí. Tus niños jamás podrán montar en una montaña rusa, o escalar una montaña, o pasear a medianoche por un cementerio. Y cuando sean mayores —mi amigo es un campeón de motonáutica— no podrán competir en lancha motora.

—¿Qué quieres decir?—me preguntó, evidentemente ofendido.

—Bueno, fíjate en las carreras de lanchas, por ejemplo. ¿Puedes decirme honestamente qué otra sensación, si no es la de miedo, tienes cuando pasas rozando una boya o navegas en aguas agitadas, cuando otro barco pasa rozándote o cuando derrapa justo delante de ti? ¿Puedes negar que un día de competición sin miedo, sin la sensación de piel de gallina, cuando los pelos de la nuca se erizan, sería un total fracaso? Me parece que pagas mucho dinero al año por tener miedo. ¿Por qué se lo niegas a tus hijos?

—Nunca lo había considerado de esa manera —me dijo. Y era cierto. Poca gente lo ha hecho. Por eso, en mi opinión, que manifiesto con sinceridad absoluta, resulta paradójico que millones de personas paguen todos los días enormes sumas y aguanten situaciones muy duras sólo para gozar del miedo. No estoy exagerando. Cualquier responsablede un parque de atracciones diría que las atracciones que tienen más éxito son las que provocan mayor miedo. Es evidente que el jugador de polo, el jinete, el piloto de una lancha motora y los que cazan zorros lo hacen por la emoción que produce el peligro. El niño que camina por la cuerda floja o de puntillas encima de una valla busca el miedo, y lo mismo el piloto de coches de carrera, el escalador de montañas o el cazador de leones.

Esto es solamente el principio. Por cada persona que busca el miedo en un sentido real o personal, hay millones que lo buscan indirectamente, en el teatro o en el cine. En auditorios oscuros se identifican con los protagonistas ficticios que están experimentándolo, y ellos mismos tienen una experiencia de miedo similar (el pulso más rápido, la palma de la mano alternativamente húmeda y seca, etc.), aunque no pagan el precio real. Que no tengan que pagar el precio es el factor clave. Observemos, por ejemplo, una de las clásicas situaciones de miedo: la legendaria, aunque ahora tristemente obsoleta, sierra circular acercándose a la heroína atada y amordazada. Si este inquietante escenario existiera en la vida real, la experiencia emocional de la joven inmovilizada, mientras la sierra se le acerca, sería cualquier cosa menos algo placentero. Inclusosi viéramos a una persona real en tal peligro, resultaría muy desagradable. Un ama de casa corriente, cuyos ojos se dilatan de excitación al ver en la pantalla cómo el cuchillo se acerca al cuello, se desmayaría sin duda si se encontrara un problema similar en su casa. ¿Por qué, entonces, goza en el cine?

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Precisamente porque no se paga el precio, y ella lo sabe. La sierra no llegará jamás a su objetivo. El guión tal vez indique que el rescate de la heroína es totalmente imposible. Pero en el subconsciente del espectador existe la seguridad, originada en la asistencia a obras parecidas, de que lo imposible va a ocurrir. El héroe, aunque acaben de enseñarnos que está inconsciente en el fondo de un foso lleno de serpientes de cascabel, aceite hirviendo y un amargo olor a almendras, aparecerá con tiempo suficiente para detener la sierra y atrapar al malo. O la sierra fallará. O el malo se habrá olvidado de afilar la sierra. O si es una sierra eléctrica, de pagar su factura de la luz. Tener miedo y no tenerlo, ésa es la esencia del melodrama. Tener miedo: tal vez la sierra destroce al ingenuo. No tener miedo: no lo hará.

El miedo en el cine es mi especialidad; y lo he dividido, quizás dogmáticamente, pero pienso que con razón, en dos categorías generales: el terror y el suspense. La diferencia es comparable a la que existe entre una bomba buzz y una bomba V-2.

Para alguien que no ha experimentado cómo actúan estas dos bombas, la diferencia no será clara. La bomba buzz hacía un ruido similar al del motor de un barco, y este ruido en el aire servía como anuncio de su inminente llegada. Tras pararse el motor, la bomba caía y explotaba poco después. El lapso de tiempo entre dejar de escuchar el motor y la explosión Ingrid Bergman en Nolorius (1946). era un momento de suspense. La V-2, en cambio, era silenciosa hasta el momento de la explosión. Cualquiera que hubiese oído explotar una V-2 había experimentado el terror.

Otra experiencia que, con seguridad, hemos tenido casi todos, nos ayudará a definir mejor esta diferencia. Andando por una calle mal alumbrada, avanzada la noche, sin otras personas cerca, un individuo quizá se dé cuenta de que su mente está jugando consigo mismo. El silencio, la soledad y la penumbra formarán un escenario de miedo.

De repente, una forma oscura se planta en frente del paseante solitario. Terror. No importa si el objeto es una rama moviéndose, un periódico levantado por el viento o solamente una sombra con una forma rara entrando inesperadamente en su campo de visión. Sea lo que sea, producirá un momento de terror.

El mismo paseante, en la misma calle oscura, podrá no tener ningunainclinación al miedo. Pero un ruido de pasos acercándosele por detrás le causará primero curiosidad, luego inquietud y por fin miedo. El paseante se parará, no oirá los pasos; acelerará su paso y asimismo lo hará el ruido que se escucha en la noche. Suspense. ¿El eco de su propios pasos? Probablemente. Pero suspense.

En la pantalla, el terror aumenta con sorpresas, y el suspense con avisos previos. Vamos a suponer, para aclararlo adecuadamente, que nuestro guión cuenta con una mujer casada que vive en Manhattan y que tiene un devaneo amoroso con un joven amante.

El joven se da cuenta de que el marido de su amante está en Detroitde negocios y directamente va hacia el apartamento de la mujer. Allí se enredan los dos en una actividad tan comprometedora como permitanlos censores. De repente, la puerta se abre violentamente. Aparece el furioso esposo con un arma en la mano. Resultado: terror. No hay suspense en absoluto en esta secuencia, porque los amantes no habían dado una sola pista al público de que semejante aparición podía suceder. Entonces el público, identificado con los amantes, tiene que compartircon ellos el susto de ver entrar al marido.

¿Y cómo podemos presentar el incidente si quisiéramos crear suspense en vez de terror? Recuerden la regla: terror por sorpresa, suspense con aviso previo. Muy bien, pues empecemos con los dos amantes en la habitación de un hotel. Nos dan a entender, a través de fragmentos de la conversación, que el marido está en Detroit. Entonces vemos al marido bajando de un avión. ¿Pero eso: dónde es? ¡No es Detroit, sino Nueva York! Para aquéllos que no están familiarizados con los dos aeropuertos, incorporamos una imagen con una señal identificadora del aeropuerto; quizá mejor, la matrícula del taxi cuando el marido proporciona la dirección del hotel.

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Volvemos con los amantes. Tome nota, en esta versión el público no puede identificarse plenamente con los amantes, porque sabe algo que los amantes no pueden saber: que el marido está en camino y que quizá les vaya a atrapar. Pero el público tampoco puede identificarse con el marido, porque sabe que el pobre hombre sólo sospecha que su mujer es infiel. Ahora nos movemos entre los amantes y el marido. Ellos siguen haciendo el amor, el marido se baja del taxi, el canalla se arregla su corbata y se prepara para salir. El marido sube las escaleras. ¿Llegará a tiempo? ¿Va a escapar el canalla? ¿Qué va a pasar si no escapa? Estas son las preguntas que el público se hace. Independientemente de si el marido llega o no, existe una situación de suspense.

Es evidente, considerando lo anterior, que el suspense y el terror no pueden coexistir. Si el público es consciente de la amenaza o peligro de los protagonistas —es decir, en la medida en que el suspense está creado— disminuye la sorpresa (o el terror) por la realización de esa amenaza. Esto supone un bonito problema para el director y para el guionista de la película: ¿disminuir el suspense para aumentar el terror o quitar todo el suspense para hacer la sorpresa completay lograr un terror tan impresionante para el público como para los protagonistas?

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El dilema terror-suspense se resuelve normalmente con un compromiso. En cada pelí-cula hay situaciones diversas. Lo normal —y yo creo que lo mejor— es que casi siempre proporcione suspense y que sólo haya unos pocos momentos de terror. Se goza más del suspense que del terror, ya que es una experiencia continua y cómo ha de sentirse bajo la presión del miedo llega a su climax de una manera creciente. Por el contrario, el terror, para ser realmente efectivo, tiene que venir de golpe, como una raya, y entonces es más difícil saborearlo.A pesar de eso, a la hora de hacer películas, en las que el miedo es un elemento clave, hay algo que no puede comprometerse. Es la relación entre el guión y las situaciones, y la garantía implícita de que el público no va a pagar el precio por su miedo. Para el dueño de una montaña rusa es un problema muy sencillo. Aunque tiene que tener un aspecto lo mas terrorífico posible, en realidad tiene que ser totalmente segura. La agradable sensación de miedo que tiene el público cuando el coche llega a una curva brusca, no existiría si el ocupante realmente pensara que el cochepodría fallar al tomarla. Por supuesto, el público en el cine está totalmente seguro desde este punto de vista. Aunque se utilizan armasy cuchillos en la pantalla, es consciente de que no van a disparar o acuchillar a nadie. También tiene que darse cuenta de que los personajes de la película, con quienes está estrechamente identificado, no van a pagar el precio del miedo. Este sentimiento tiene que ser totalmente subconsciente, el público tiene que saber que los espías nunca van a conseguir tirar a Madeleine Carrol desde el puente de Londres, pero tiene que olvidarse de que lo sabe. Si no lo supiera estaría realmente preocupado, y si no lo olvidara, sería aburrido.

La consecuencia de todo eso es que cuando se consigue que el público simpatice con el protagonista, aquél supone que existe una especie de manta invisible para proteger a éste del daño. Una vez que las simpatías están establecidas y el manto se acaba, no es legítimo, en opinión del público, ni en opinión de muchos críticos, violar el manto protector y llevar al protagonista a un final desastroso. Lo hice una vez en una película llamaba Sabotage. Uno de los protagonistas era un niño pequeño,con quien yo quería que el público se enamorarse. Mandé al niño a pasear por Londres con lo que él suponía era una lata de película debajo de su brazo, pero el público sabía perfectamente que era una bomba de relojería. Con estas circunstancias, el chico está protegido por su manto de una explosión precoz de la bomba. De todas maneras, yo la hice explotar matando al niño y a varios pasajeros desconocidos de un autobús.

Este episodio de Sabotage era una negación directa del «manto» invisible de protección que llevan los personajes simpáticos en las películas. Además, el público sabía que la lata contenía una bomba y que el niño no lo sabía. Dejar que la bomba explotara fue una violación de la regla que prohibe la combinación directa de terror y suspense, o aviso previo y sorpresa. Si el público no hubiera sido informado del contenido de la lata, la explosión hubiera llegado como una sorpresa absoluta. Como consecuencia de una especie de vacío emocional, provocado por un susto de este estilo, yo creo que sus sensibilidades no hubieran sido absolutamente insultadas. De todas formas, el público y los críticos estaban de acuerdo en que yo debería haber estado sentado en el asiento al lado del niño, e incluso, todavía mejor, en el asiento donde él había dejado la bomba.

Traducción de Neil Wheatley.