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Hay dos modos de trivializar las intervenciones de Juan Pablo II a propósito de la guerra del Golfo. Uno es ver sus llamadas a favor de la paz como el simple cumplimiento de un deber de oficio: así como un general debe arengar a sus tropas, lo que se espera de un Papa es que predique la paz. El otro es identificar su rechazo de la guerra con un aval al pacifismo a cualquier precio: de este modo, algunos han visto su actitud como una postura unilateral, incluso antiamericana, en la que coincidía con algunos sectores izquierdistas. Para despejar estos equívocos hay que tener en cuenta los principios que han inspirado la actividad del Vaticano ante el conflicto. Desde el primer momento, Juan Pablo II afirmó que la solución exigía la retirada iraquí de Kuwait. Calificó la invasión de «violación brutal de la ley internacional».

Y mantuvo que cuando un país quebranta de este modo el derecho «es toda la coexistencia entre las naciones la que se cuestiona». Lejos de contemplar este hecho con resignación, reconoció que la comunidad internacional no podía eludir «el imperioso deber de preservar el derecho internacional».

¿Era lícito utilizar las armas para expulsar a Sadam de Kuwait? Juan Pablo H no ha riegado el derecho de la alianza internacional a recurrir a la fuerza. Si los kuwaitíes tienen derecho a defender su tierra, tampoco se puede negar el de la comunidad internacional a correr en su ayuda. Pero si no ha negado ese derecho. tampoco lo ha alentado, y ha sugerido que debían buíscarse otros caminos para lograr ese fin. El Papa no se ha parado a discutir si la guerra era justa o injusta. Lo que ha asociado es la justicia y !a paz. «No queremos la paz a cualquier precio, sino una paz justa», aclaró, como para desmarcarse de cualquier postura simplemente «pacifista». En esa búsqueda de una solución justa al conflicto, ediálogo y la negociación debían prevalecer sobre el recurso a las armas.

Pues, en un momento en que lo que preocupaba a ambas partes era si podían ganar la guerra, Juan Pablo II llamaba la atención sobre las consecuencias que provocaría el conflicto en cualquier caso: devastaciones, víctimas humanas, posible extensión del conflicto, mayor enfrentan! iento entre los pueblos de la región y entre Occidente y los árabes. Por eso, en la carta que dirigió a Bush, recordaba que «la guerra no puede solucionar adecuadamente los problemas internacionales». Y advertía que aunque con ella «pudiera solucionarse momentáneamente una situación de injusticia», sus consecuencias «podrían ser devastadoras y trágicas».

Tras el alto el fuego, quedan dos países destrozados. En la coalición internacional se respira satisfacción por haber ganado la guerra con un mínimo de bajas en sus filas. Pero, a no ser que uno considere que la vida de un occidental vale más que la de un árabe, no puede ver las decenas de miles de iraquíes muertos —el balance es aún desconocido— como una mera estadística.

La tozudez y el aventurerismo de Sadam están en el origen del conflicto. Pero esto no excusa la pregunta de si no era posible otra estrategia de presiones y negociaciones para defender el derecho sin caer en la violencia.

Religión

Uno de ios temores del Papa es que el conflicto pudiera ser interpretado como una guerra de religión entre islam y cristianismo. De hecho, Sadam se apresuró a disfrazar su causacon íos oropeles de la «guerra santa», esperando capitalizar en su favor el empuje del fundamentalismo islámico. Por eso, una de las preocupaciones principales de Juan Pablo [I ha sido aclarar que la guerra tenía razones políticas, no religiosas. Ha rechazado el concepto mismo de «guerra de religión», pues los valores «que se derivan de la fe en Dios llaman a la concordia y el diálogo», no al enfrentamiento.

bién motivada por el deseo de preservar el futuro de las minorías católicas en la región —un islote de cuatro millones en un océano de población musulmana—. Estas minorías, diezmadas desde hace tiempo por un éxodo masivo, son reconocidas, toleradas o excluidas de la vida pública, según los casos. Y el Papa temía que la guerra provocara una mayor intolerancia contra estos árabes cristianos, riesgo más probable por el auge del fundamentalismo islámico y por los rencores que suscita un conflicto bélico. De ahí su deseo de evitar toda ruptura en el siempre difícil diálogo entre cristianismo e islam.

Palestinos

Tanto antes como después de la guerra. Juan Pablo II ha insistido en que la búsqueda de una paz duradera exige también solucionar los focos permanentes de tensión en Oriente Medio. Esto no significa que el Papa justificase la vinculación interesada que hizo Sadam Husein entre la invasión de Kuwait y el problema palestino. Pero no cabe duda de que el apoyo que ha encontrado entre las masas árabes se debe también a! resentimiento por la inhibición de Occidente ante otras injusticias de la región, como el incumplimiento por parte de Israel de las resoluciones de la ONU sobre los territorios ocupados. La convicción de que hay dos pesos y dos medidas no favorece el respeto al derecho internacional.

Frente a esta situación, el Papa ha recordado lá «injusticia» sufrida por el pueblo palestino, «en estado errante desde hace cuarenta años». Y el hecho de que la existencia del Estado de Israel sea «discutida y amenazada». A este respecto, ha lamentado que «demasiado a menudo se haya respondido negativamente a propuestas (…) que hubieran permitido iniciar un proceso de diálogo con vistas a garantizar las justas condiciones de seguridad al Estado de Israel y sus derechos indiscutibles al pueblo palestino». Tampoco se puede cerrar los ojos ante la suerte de! Líbano, que desde 1975 vive «una larga agonía» y está «ocupado por fuerzas no libanesas». En el plano económico, ha señalado que las desigualdades existentes en la región son tan grandes que ponen automáticamente en peligro la paz.

Si no se resuelven estas cuestiones de fondo, la paz estará siempre amenazada. La Iglesia no tiene una solución milagrosa que proponer. Pero advierte que el fin de la guerra no trae consigo automáticamente la paz. La paz sólo puede venir de la reconciliación. Y ésta depende de la justicia, no de la ley del más fuerte.

Ahora la diplomacia se ha puesto en marcha, para tratar de arreglar lo que se ha postergado durante mucho tiempo. La Iglesia católica quiere contribuir a esta pacificación, como se ha demostrado en la reunión celebrada en Roma en torno a Juan Pablo II por los patriarcas de las iglesias católicas de Oriente Medio y a los presidentes de las conferencias episcopales de los países de Occidente más implicados en la guerra. Con la autoridad moral que le da el no haber adoptado una postura de parte, Juan Pablo II está en las mejores condiciones para tender puentes entre Oriente y Occidente, entre cristianos y musulmanes.

Periodista de ACEPRENSA