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hombre.pngTantas veces se ha repetido el tópico sobre las dificultades que afectan al futuro de la Unión Europea que, llegada y confirmada la actual crisis, nos hemos quedado sin respuesta. En efecto, los resultados negativos que obtuvo en Francia y en Holanda la consulta sobre el tratado para establecer una Constitución europea aceptada por todos, han supuesto un duro golpe en el camino hacia una verdadera unión política europea.

¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo se explica semejante actitud? Lamentaciones inútiles que a nada conducen, si no sirven a los encargados de redactar la propuesta constitucional, como punto de partida para una reflexión profunda sobre las causas últimas del fracaso. Dentro de esos cauces, se mueven los planteamientos que Dominique de Villepin y Jorge Semprún exponen en este libro de reciente aparición.

El propósito de la obra ha sido ofrecer dos versiones diferentes sobre una misma realidad: la existencia y definición de los valores que encarna a través de la historia la civilización europea. Dentro de esas premisas, De Villepin, actual primer ministro francés, ofrece sus puntos de vista desde una perspectiva supuestamente cercana al centro-derecha. Semprún, ex ministro socialista de Felipe González, representa, en cambio, a esa nueva izquierda que, al proceder del comunismo, carece hoy de un discurso coherente. Son dos ideologías difusas que han perdido sus perfiles propios y se refugian en una vaga palabrería sin demasiado sentido para los más jóvenes.

Ambos  aspiran, a través de un tono pedagógico y profesoral, a encontrar cuáles son los valores éticos, sociológicos y culturales que, no sólo definan el estilo y carácter europeo, sino que puedan ser aceptados por los ciudadanos de los más apartados rincones del Viejo Continente. Y en la búsqueda de esos valores, hacen verdaderos juegos malabares para evitar el escollo que representa el cristianismo, como núcleo esencial sin el que la historia de la civilización europea, sencillamente, no existe.

Hasta finales del siglo XVIII, con la llegada de la Ilustración, el concepto de dignidad humana que iguala a hombres y mujeres, el deber del amor al prójimo y la libertad, son valores encarnados por el cristianismo. Con los ilustrados, esos mismos valores (libertad, igualdad y fraternidad) se proclaman como gran descubrimiento, aunque, desde luego, desprovistos de sus raíces trascendentes. El culto a la diosa Razón, sustituye a la fe y llega a imponer nuevos dogmas de obligado cumplimiento. Resulta curioso observar que, dos siglos más tarde, esos dogmas continúan vivos en las mentes de De Villepin y Semprún, como rasgo que les une, por encima de sus muy escasas diferencias en temas sociales y políticos.

Es cierto que los autores buscan, sinceramente, establecer ese espacio de valores comunes que permita a los europeos del siglo XXI sentar las bases de una larga convivencia pacífica, sin divisiones ni guerras fratricidas. También es cierto que desean evitar definiciones ideológicas y doctrinas que pudieran suscitar, en influyentes sectores laicistas, recelos y actitudes polémicas.

Todos esos prejuicios se encuentran presentes, de forma más o menos disimulada, en el proyecto de Constitución europea. Los padres de ese proyecto, lo saben como tampoco lo ignoran De Villepin y Semprún, quienes, finalmente, no ocultan su desconcierto ante la decisión de rechazar el proyecto de Constitución que expresaron en las urnas una buena parte de los ciudadanos europeos. No sabemos en qué medida se haya debido ese rechazo a razones históricas afines a la realidad del cristianismo. Sin embargo, es evidente que el rechazo ha supuesto una gran desilusión para el sector político, ciertamente minoritario, implicado en el proyecto. Desilusión palpable en el libro Villepin-Semprún, que se muestran reacios a cambiar los criterios mantenidos en el proyecto y dispuestos a hacer comprender a los europeos la necesidad de rectificar sus ideas y acomodarlas a las propuestas formuladas de acuerdo con los principios inalterables de la sagrada Ilustración.

Resulta significativo observar que ninguno de dos autores no se plantean la posibilidad de varias sus tesis y verificar si las comparten la mayoría de los ciudadanos, como perecería aconsejable desde una perspectiva democrática. Prefieren insistir en las razones ya de sobra conocidas con la esperanza de que, finalmente, sean aceptadas y llevadas a la práctica. Todo consistiría en un problema sencillo: mejorar los cauces de «comunicación», en lugar de corregir los puntos de vista después de conocer la opinión de los ciudadanos a los que, finalmente, será sometida la consulta.

El asunto demuestra la dificultad que tienen ciertos políticos para asumir los cambios sociales e incorporarlos a sus programas. Cuando las reformas se elaboran en los gabinetes, a cargo de un reducido número de expertos, muchas veces alejados del pulso vital de la sociedad, no es de extrañar que se produzcan rechazos o abstenciones. En particular, cuando se trata de un Referéndum en el que se pide una respuesta simple a una pregunta de extraordinaria complejidad. ¿Acaso puede el votante exponer sus dudas ante la urna? Hemos de confiar en que Europa salga con éxito del atolladero en el que nos encontramos y, de verdad, se reconozca la historia común en toda su riqueza, variedad y profundidad , sin complejos ni temores ante las pretendidas sombras de un pasado que solo existen en la imaginación de los débiles.