Tiempo de lectura: 10 min.

La etapa democrática española llega a su XXV cumpleaños con un balance positivo, considerada globalmente como un éxito en el proceso pacífico de la transición. Sin embargo, la fuerza de las circunstancias políticas, económicas e ideológicas forjaron un cambio social veloz en su implantación y profundo en sus consecuencias.

Amando de Miguel, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y autor de más de setenta libros, dirige una mirada atrás para analizar el alcance de la transición social española. Si su barba blanca y poblada atestigua sus muchos años de experiencia, la viveza e inquietud de sus ojos descubre el espíritu de observador joven e incansable que caracteriza todas sus reflexiones.

MARÍA ANDRÉS • ¿Qué entiende Vd. por transición social española y cuáles han sido los factores de cambio fundamentales?
AMANDO DE MIGUEL • Yo sostengo que la transición social comienza antes de la muerte de Franco. Esa idea asociada de cambio y velocidad es fundamental. Lo que otros países europeos habían tardado en adaptar un siglo o siglo y medio, en España se realiza en una generación. Por ejemplo, la incorporación de la mujer al estudio y al trabajo es un elemento que a mí me parece decisivo para entender la transición social, que se produce entre 1960 y 1990.
elgran001.jpgPor supuesto, la transición también ha desarrollado de un modo muy acelerado la urbanización y los movimientos migratorios: en esa misma generación, hemos pasado de ser un país de fuerte emigración a serlo de inmigración. La rapidez de este cambio lo convierte en un caso único en la historia, constituyendo una sociedad característica, al margen de la transformación política, y además anterior a ella.

M A • La mujer ha ocupado en el último cuarto de siglo nuevos espacios sociales y nuevos derechos, con un mayor protagonismo. ¿Cómo ha afectado esta realidad a los valores de la sociedad en transición?
A M • Hay un factor muy positivo y es que la mitad de la inteligencia acumulada en un país se empieza aprovechar de modo real. Podríamos compararlo con una extraña inmigración de diez o quince millones de inteligencias, que hasta el momento se habían aprovechado muy poco.
Por supuesto, un cambio tan drástico también tiene su aspecto negativo. Como la incorporación laboral ha ocurrido tan rápido, no ha habido tiempo suficiente para transformar los viejos esquemas: las funciones domésticas, como criar a los hijos, comprar, limpiar y cuidar a los ancianos, las siguen ejerciendo ellas. Los indicadores de salud empiezan a señalar un estrés enorme entre las mujeres españolas, lo que repercute en un malestar físico y psíquico superior al de los hombres. Las mujeres viven más tiempo pero, por lo visto, más enfermas.

M A • Hablamos de una incorporación masiva de la mujer al trabajo y, sin embargo, las tasa de paro femenino es mucho mayor que la del masculino…
A M • La respuesta a esta aparente paradoja es muy simple: hay un bloque enorme de mujeres que antes no trabajaba y hoy quiere incorporarse al mercado laboral. Esa aglomeración tiene que pasar por un filtro. Además, como las mujeres llevan a la vez las tareas domésticas, su ritmo de trabajo es más limitado. La cantidad de mujeres que quieren incorporarse al mercado laboral aumenta de forma variable, mientras que en el caso de los varones se mantiene estable. Todo esto incide en que el número de parados sea mayor entre las mujeres.
Pero no malinterpretemos las cifras, esto no significa que haya una discriminación de la mujer en el trabajo: el número de puestos para las mujeres aumenta a un ritmo mayor que para los varones. Tiempo al tiempo.

M A • La industria cultural fomenta, en su mayoría, el lado más frívolo del mercado femenino: revistas del corazón, novelas románticas, series rosas de TV, etc. ¿Qué ocurre con la nueva mujer intelectual española?
A M • El proceso está en sus comienzos, hay que dejar pasar otra generación para ver una presencia mayor de mujeres en el grupo de intelectuales. Insisto, no es que haya discriminación, sino que a las mujeres no les ha dado tiempo a evolucionar en su trabajo hasta los primeros puestos.
Claro que esto pone al descubierto otra cuestión ambigua: ¿desean las mujeres mandar en su trabajo? En mi opinión, las españolas no han deseado los puestos más altos de la empresa con la misma intensidad, porque el poder es una actividad de dedicación única, monotemática, casi obsesiva. Además de los límites que supone cargar con las tareas domésticas, ocurre que las mujeres no son nada monotemáticas, a diferencia de los hombres. En una cena de varios matrimonios, las esposas siempre hablan de ocho a diez cosas diferentes, mientras que los varones pueden pasarse toda la velada con un sólo tema de conversación, ya sea deportes o política. Otro ejemplo lo vemos todos los días con los lectores de prensa: las mujeres leen más revistas que periódicos porque estas publicaciones son pluritemáticas.

M A • Con todos estos cambios sociales, algo ha tenido que variar el concepto tradicional de familia, tan arraigado antes en la sociedad española.
A M • Al contrario, la familia sigue siendo un pilar fundamental de nuestra vida afectiva, tanto o más fuerte que nunca. Sí es cierto que hay más separaciones, pero el divorcio (aunque parezca una barbaridad lo que voy a decir) aumenta la unidad de la familia: el que fracasa en un matrimonio y se embarca en otro, es por pura vocación y voluntad de unión. Ya no hay tantos matrimonios de interés o conveniencia económica que perduren por meros convencionalismos.
En España, la familia pesa mucho. Hay estudios, por ejemplo, de cómo los pequeños negocios familiares —sobre todo en Cataluña y la zona mediterránea— se fortalecen porque son capaces de prestarse dinero sin interés y actúan con mayor solidaridad, algo impensable en otros países, como Inglaterra. Somos mucho más altruistas en el cuidado de los parientes (inversión en los estudios de los hijos, solidaridad en los negocios, cuidados en la vejez…) y sigue habiendo una inversión muy positiva en la unidad familiar.

M A • La transición se recuerda como una época de políticos comprometidos. Más discreta es, sin embargo, la memoria histórica sobre otros pensadores que colaboraron el cambio social de la época. ¿Cuál ha sido, a lo largo de estos 25 años, el papel desarrollado por los intelectuales?
A M • Está claro que jugaron un papel tan importante o más que el político en la transición a la democracia. De hecho, en el Parlamento hay un índice muy alto de profesores, escritores y periodistas, una circunstancia que ya se dio en la República y durante el franquismo. Aún así, desde la República no podemos decir que haya mejorado mucho la retórica parlamentaria, más bien hay que admitir que ya casi no se cultiva.
Lo que sí podemos destacar como mejora es el nivel intelectual en los contenidos de los medios de comunicación. Los periódicos y la radio —no tanto la televisión— son mucho más cultos, antes y ahora, que la mayoría de los medios en el extranjero. Hay un género de prensa amarilla o sensacionalista, los llamados tabloides, que se lee mucho en Europa y que ni siquiera existe en nuestro país. Es una tradición muy española el hecho de que las grandes plumas intelectuales escriban en los diarios y hablen en las tertulias radiofónicas. Incluso la prensa electrónica es un medio de opinión que será cada vez más reconocido.

M A • ¿En materia de educación, cómo ha respondido nuestra sociedad al incremento de alfabetización y a la mayor asistencia a la universidad desde la transición?
A M • Ha aumentado la cantidad de gente que recibe educación pero, paradójicamente, la calidad de los estudios ha descendido. Hay varios indicadores que lo demuestran. Muchos estudiantes tienen que hacer un máster al acabar la carrera porque no están suficientemente preparados. Además, muy pocos extranjeros estudian aquí y son muchos los españoles que se marchan a universidades de fuera, porque tienen más prestigio. Estos son sólo meros ejemplos, pero muestran la escasa calidad de la enseñanza universitaria española.
Quizá sea el coste que tengamos que pagar por esa rapidez en la transición social. Un dato de interés: hace sólo un par de generaciones, había tantos estudiantes en las universidades españolas como ahora profesores. Es una proporción que asusta, y es que el aumento de cantidad, a menudo, se realiza en detrimento de la calidad.
El ambiente educativo fuera de la universidad era asimismo diferente. Había muchos más libros en casa y una mayor tradición literaria en el hogar. Hoy la universidad se toma muchas veces como un diploma de acceso al mercado de trabajo.
A pesar de que haya menos analfabetos, definitivamente somos menos cultos que en la época de transición. Éste es un tema pendiente que seguimos sin haber solucionado.

M A • Muchos críticos hablan del Gran Hermano como un fenómeno de audiencia que muestra el bajo nivel cultural del español medio…
A M • Lo que interesa del Gran Hermano es que no fue algo episódico, sino que está en proceso de convertirse en un género. Nada más terminar, la televisión ofrece ya las secuelas con otros programas parecidos y, como nuevo género, se convierte en un elemento más trascendente en la cultura española. Personalmente, no creo que los telespectadores del Gran Hermano tengan un nivel educativo menor, como se ha afirmado. Hubo demasiados millones de personas enganchadas a la pantalla como para considerarlo un fenómeno para gente «sin calidad intelectual».

elgran002.jpg

M A • La transición política de la dictadura a la democracia ha sido un proceso que globalmente puede considerarse un éxito, pero que tuvo también elementos de debilidad. Hoy en día seguimos sufriendo las consecuencias de la poco sólida implantación del concepto de nación española en las zonas periféricas. ¿Cómo han evolucionado los sentimientos nacionalistas en las últimas tres décadas y de dónde ha surgido esa fuerte idea de identidad regional?
A M • Las diferencias regionales en España son cada vez menores. La integración sociológica de las diferentes comunidades está tan consolidada que ahora resulta más difícil que antaño diferenciar los valores, hábitos y costumbres entre vascos, murcianos, madrileños, etc.
A pesar de esta convergencia, se ha producido, desde la transición hasta ahora, el fenómeno de los nacionalismos periféricos. En este sentido, el terrorismo es el problema número uno en nuestro país desde la instauración de la democracia. Sin embargo, esa misma preocupación compartida aporta unidad a la sociedad española. Las diferencias que puedan existir entre ideologías políticas, sociedad o religión se difuminan al hablar del terrorismo. Por fin hemos encontrado un tema sobre el que el 80% de la población española está de acuerdo.
Ahora bien, es evidente que algunas comunidades tienen un concepto de identidad muy diferente. En el caso del País Vasco, para crear esa conciencia colectiva, los nacionalistas se han reinventado su propia historia. La integración entre vascos y españoles ha sido una constante a lo largo de los siglos, tanto que Euskadi llegó a ser la cabeza de la Corona de Aragón. El País Vasco nunca ha vivido su pasado por separado y esa historia nueva que quieren inventar constituye un derroche: en ella ya no existirían autores como Unamuno, ni Pío Baroja sería vasco. Desde luego, san Ignacio de Loyola tampoco, porque fue paje de los Reyes Católicos…
Muchos nacionalistas esgrimen el elemento lingüístico para reforzar su identidad independentista. Por supuesto que el vascuence es un idioma distinto, pero en Europa lo común es que cada país comparta distintas lenguas, sin ser esto un motivo de independencia.
En contraposición a este nacionalismo exacerbado, el resto de la sociedad ha forjado su propia identidad colectiva en la unidad contra el terrorismo. Sin embargo, la sociedad pacifista del basta ya, nacida bajo la democracia, tendrá que redefinir su postulado, porque ahora su lucha es estéril. Se trata de una campaña de adverbios y conjunciones («basta ya, paz para Euskadi») sin postulados claros: de momento pervive una tesis, la de los violentos, de rechazo a España. Necesitamos definir la tesis opuesta: el querer ser español, el aceptar esa nacionalidad. Nos falta perder el complejo de la dictadura franquista y decir, si uno gallardamente lo siente, que quiere ser español, vasco y español, sin que eso sea incompatible. La idea de que sólo se puede ser vasco y no español contradice mil años de historia. Esa es la verdadera raíz del conflicto. Y si esa proclama se hace matando, ahí tenemos la complicación añadida del nacionalismo vasco.

M A • ¿La solución?
A M • No hay receta mágica desde la sociedad, la solución debe ser política. Esto implica la unidad, no de ese grupo de los llamados demócratas en sentido restrictivo, excluyendo al PNV, sino la unidad de todos los partidos que luchan contra ETA. En el terreno político, la división entre demócratas-antidemócratas es falsa. La verdadera escisión existe entre los que quieren pertenecer a España y los que no.

M A • El nacionalismo vasco no ha sido el único conflicto violento desde la transición. En los últimos años, varios incidentes racistas (como lo sucedido en El Egido o Terrosa) han desatado el debate sobre una supuesta actitud xenófoba en la sociedad española. ¿Somos hoy más racistas que durante la transición?
A M • Los altercados esporádicos entre españoles e inmigrantes no pueden considerarse un conflicto racista, sino de clases sociales. Nunca ha habido problemas con la comunidad japonesa en Madrid porque en su mayoría son cultos y trabajadores. Sin embargo, sí lo hay con los inmigrantes analfabetos, sin poder económico, con un índice elevado de criminalidad y sin capacidad de adaptación social. En el caso de El Egido, por ejemplo, se cumplían todos estos requisitos.
No podemos decir que nos dominen los complejos raciales o xenófobos. Precisamente, un aspecto positivo de la sociedad española, en relación a otros países, es la escasez de conflictos raciales en nuestro país. Ni siquiera está claro que haya un racismo como tal contra los gitanos, nuestra mayor minoría étnica, porque es esta raza la que quiere conservar sus costumbres y desea vivir aislada, al menos en cierta medida.
Otra cosa distinta es que, económicamente, los de arriba desprecien a los de abajo. Ese es nuestro problema.

M A • ¿Cómo ha evolucionado el sistema de valores español en torno a la religión y su práctica?
A M • En este campo hemos sufrido el mismo problema de aceleración: el proceso de cambio en la práctica religiosa se produjo en apenas unos años. En esta rápida secularización, la religión ha dejado de ser algo externo y oficial (como lo era durante el franquismo) y ha pasado a ser una experiencia íntima, personal, que no trasciende a lo público. La fe se vive en la vida familiar y personal, no en la calle.
Como el proceso ha sido tan veloz, se ha perdido mucha práctica religiosa. Los estudios que yo he hecho, a lo largo de los años, demuestran que las personas que practican, aunque son una minoría, lo hacen con más convicción y autenticidad que antes. Son más consecuentes, sobre todo entre jóvenes y mujeres. Con la perdida de exterioridad se ha ganado una fe más auténtica.
A su vez, esta personalización de la religión ha creado otros conflictos con el respeto a la doctrina de la Iglesia, un conjunto de creencias que no cambian y de las que no se pueden hacer interpretaciones personales.

M A • La Generación del 98 marcó la sociedad española con un carácter negativo y autocrítico. ¿Hemos llegado ya a ese esperado final de la etapa pesimista?
A M • El pesimismo ha sido y es una constante en la vida social española. Sigue existiendo esa percepción de que «el pesimista es un optimista bien informado», aunque es cierto que este rasgo congénito español destacaba más antes que ahora.

M A • ¿A qué otros defectos debemos enfrentarnos los españoles en el nuevo siglo? Me gustaría que trazara el perfil del español actual.
A M • Yo creo que otro rasgo muy nuestro es que somos excesivamente extrovertidos, y eso puede llegar a hacer la convivencia incómoda. Todo se hace y se dice en bares, en la calle, en las ferias… desde una reunión de negocios hasta una tertulia de amigos.
Claro que hemos superado otros defectos nacionales como la pereza, que tanto marcó el prototipo del español antes de la transición. También hemos dejado atrás el carácter violento de principios de siglo. Los crímenes pasionales eran la norma del día, mientras que ahora estamos mucho más sensibilizados en torno a la agresividad, del tipo que sea.
Somos menos violentos y, ojo, menos pasionales. Nos estamos alejando del estereotipo de carácter latino hacia una personalidad más fría y calculadora. Yo diría que sobre todo en el caso de las mujeres, aunque ese es un chiste demasiado fácil…

Redactora Jefe de Nueva Revista