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Es una costumbre milenaria terminar el siglo con algún pronóstico tremebundo. Resultado, quizás, de la necesidad de catarsis con la que la humanidad toma conciencia de sus fronteras, de los límites que atraviesa. El siglo pasado, la discusión sobre el fin del arte dio pie a un debate que duró cien años. Muchísimos artistas, libros, exposiciones y museos después, nos preparamos a degustar un nuevo final: se trata esta vez del fin de la Modernidad.

El criterio habitual que se sigue para entender la historia del arte suele ser el de una evolución continuada en pos de reflejar un mayor realismo, que, de repente -en el siglo XX- se convierte en una carrera desenfrenada por exhibir originalidad. Este último desarrollo, que en términos académicos se denomina «parámetro de las innovaciones formales», es precisamente lo que está en crisis -y con él todo el concepto de Modernidad artística-.

Para algunos críticos como Damián Bayón, la historia del arte del siglo XX sería como una bailarina de strip-tease que con cada nuevo «ismo» juguetea con alguno de los más acendrados valores artísticos hasta finalmente despojarse de él. Pues bien, después del helado rigor del movimiento minimal y del soberbio desprendimiento del arte conceptual, no hay ninguna duda: nuestra audaz bailarina del arte se ha quedado desnuda hasta el esqueleto. Es entonces cuando han surgido una serie de movimientos llamados postmodernos y la han cubierto con su capa remendada de ironía. Algunos de los rasgos más llamativos de la situación actual son la inexistencia de «voluntad de estilo», un eclecticismo en el que todo vale y una de-semantización de las formas y los símbolos artísticos. Estas características han sido señaladas numerosas veces: lo que no es tan evidente, quizá, es que su interpretación puede hacerse tanto en clave negativa como positiva. Porque, si bien es verdad que el tiempo artístico parece haberse detenido en una especie de estancamiento sin perspectiva de futuro, también lo es que paralelamente se está produciendo una recuperación de tendencias y valores que la rápida marcha del movimiento moderno había ido dejando de lado. Una situación de multiculturalismo o de culturas paralelas viene a reemplazar el monoculturalismo dominante del pasado inmediato. Igualmente, la de-semantización del símbolo artístico, cuya excesiva carga de ironía parece precipitar al arte en el nihilismo, puede entenderse como una resistencia a la utilización unilateral de la imagen que lleva a cabo nuestra sociedad capitalista para fines comerciales y políticos. Estaríamos, pues, entrando culturalmente en una situación de «retaguardia» (término infinitamente más combativo que el habitual de «Postvanguardia») frente a la «Vanguardia» y sus prisas, que definieron el ritmo artístico del siglo XX.

 

El retorno del arte figurativo

Dentro de este panorama, uno de los elementos que requiere un análisis más cuidadoso es la reaparición del arte figurativo. A pesar del carácter eminentemente manierista de su regreso, teñido de revivals expresionistas, nacionalistas, clasicistas…

Quizás el error más frecuente sea interpretar esta vuelta a lo figurativo como un retorno a la tradición clásica, considerar que ha quedado ya exhausto el impulso experimental del arte y que, por fin, veremos «gran arte» o «arte de calidad»; pensar en la modernidad y las vanguardias como un prolongado ataque de tos en la suave marcha de la misión y el quehacer artístico; o quizás construir la Historia del Arte sobre la base de una de esas oposiciones maniqueas tan típicamente dañinas del pensamiento occidental, en que lo abstracto y lo figurativo se oponen como dos ejércitos enemigos. Y ello, a pesar de que la accidentada historia del arte abstracto, rechazado en los países capitalistas por revolucionario en exceso, y en los países comunistas por demasiado burgués, da buena cuenta del carácter universalmente válido de tal división.

En primer lugar, la nueva figuración no es un arte anclado en representaciones naturalistas (salvo algún lavabo muy bien pintado de nuestro panorama español, que induce a emplear criterios de juicio artesanales mientras sumerge al espectador en el ámbito Zen de la mente en blanco) sino que ha asimilado la crisis de la representación que supusieron las Vanguardias. Como dice Valeriano Bozal en un texto reciente: «no se puede reproducir la naturaleza, hay que representarla mediante otra cosa…, esta afirmación pone en tensión la condición misma de la imagen pictórica, aquello que puede ponerse en lugar de la naturaleza para representarla.(…) Las cosas no pueden verse directamente, reproducirse directamente, sino a través de otras que las representan, las imágenes pictóricas».

Este descubrimiento de Cézanne & Co. al desvelar la no-naturalidad del signo pictórico, su caracter arbitrario (un modo de narrar entre otros modos de narrar), es un fenómeno parecido al del pecado original. Una vez que la pintura ha tomado conciencia de sí misma, no como «imitación a la realidad» sino como pintura, es imposible retornar a la inocencia del Paraíso. A pesar de lo cual, la emergencia del nuevo arte figurativo tiene un sentido profundo: no es tan solo el reflujo de un mundo artístico escondido que la tiránica dominación de la modernidad vanguardista más radical no dejaba aflorar (aunque eso también sea cierto). Más bien sería, a mi entender, la punta de un iceberg que revela una nueva actitud del artista hacia la sociedad: dejar de ser incomprendido. Al volver a la figuración, el artista da a entender el deseo de establecer una relación más directa con el espectador, y este cambio de actitud nos sirve para entender otros caminos artísticos, más heterodoxos, que se están dando en la actualidad.

 

La misión del artista

Si bien puede considerarse válida una definición de la obra de arte moderno como un mensaje cifrado dirigido al espectador, hay que reconocer que durante mucho tiempo ha tenido más de cifrado que de dirigido. Sin embargo, no debemos buscar las razones de esa situación tan solo en la complicación que implica la progresiva conceptualización de la obra, pues también tiene su causa en el arquetipo del artista moderno (que procede originariamente del Romanticismo): genial, original y sobre todo individualista. Hasta tal punto es decisivo ese arquetipo dentro de la valoración de un artista, que muchas veces es a resultas de un escándalo por lo que un determinado artista salta a la palestra de la fama. El mecanismo del escándalo merecería un estudio detenido, ya que en esta lucha entre artista y sociedad burguesa se le da la razón al artista, en un ejercicio de expiación y redención. Sin embargo, bastaría cambiar los términos de la ecuación, hablar de artista burgués y sociedad a secas para cambiar el resultado de la contienda. Algo así ocurrió hace poco -en 1987, en Nueva York- con un monumento que el Estado encargó al artista Richard Serra. La obra, una gran pared combada, de metal, denominada Tilted Are había sido especialmente ideada para una plaza a la que daban distintos edificios de oficinas. Los trabajadores de las oficinas fueron incubando una profunda animadversión hacia la obra, y exigieron su derribo o desmantelamiento. Después de reunir firmas y de un juicio, la obra hubo de ser retirada, a pesar de numerosas protestas por parte del propio escultor y de la comunidad artística a favor de la autonomía de la obra de arte y su indiferencia (una palabra en la que late un claro desprecio) hacia las quejas de los oficinistas. Este fue un escándalo que no benefició al artista (cuya fama, por otra parte, estaba ya bien establecida) y en el que, sin duda, el carácter humilde de los trabajadores, proletarios de white collar, ayudó a que éstos salieran victoriosos.

El pulso entre el artista y la sociedad es un tema delicado, y en términos generales más vale equivocarse a favor del artista, que es un visionario. Sin embargo, vale la pena plantearse cómo se ha llegado a un arquetipo de artista cuya única responsabilidad es la que tiene ante su propia obra, y cuya alienación de la sociedad es motivo de orgullo y la «prueba» de que es un espíritu realmente original.

Pero, frente al «artista formalista» (interesado en su propio mundo experimental) y el «artista crítico» (que basa su obra en una crítica directa o indirecta, lúdica o seria, de la sociedad en la que vive), empiezan a emerger nuevas tipologías de artista. Así, por ejemplo, el artista como chamán, cuyo modelo más notable sería Joseph Beuys, preocupado por dotarnos de una percepción distinta del mundo que nos rodea. Esta tradición enlaza con modelos primitivos en los que un mismo individuo de la tribu reunía los papeles de hechicero, curandero y artista, pues el arte es -de alguna forma- un exorcismo, un medio metafórico de resolver problemas reales. La exposición del Centro Pompidou Les Magiciens de la Terre (1989) ahondaba precisamente en esa eterna y novedosa tipología del artista.

Otro modelo es el del artista anónimo, cuya necesidad de expresión no iría ligada al sistema comercial que sustenta el arte, sino que rompería con las reglas de la sociedad de consumo. Éste es el caso de los artistas de graffiti, o el de los que decoran con mosaicos rotos y otros materiales de desecho las farolas del downtown de Nueva York, o el de aquellos que proponen obras de arte efímeras.

Finalmente, también se da la obra de arte como resultado de un esfuerzo colectivo, una obra como la que llevan a cabo grupos como Tim Rollings & K.O.S. o The Wandsworth Mural Workshop. Muchas exposiciones de arte actual -las llamadas exposiciones temáticas- podrían considerarse un ejemplo de obra colectiva, en el sentido de que una serie de piezas terminadas (pinturas, esculturas o fotografías) es reorganizada por uno o varios conservadores, de manera que las obras pierden algo de su carácter individual para pasar a ser fragmentos interconectados que tiene un efecto «total».

 

Nuevos caminos

De entre todo ese eclecticismo de estilos, técnicas y personalidades artísticas llama la atención la existencia de determinados géneros pictóricos (en el sentido de que el bodegón o la pintura de historia son géneros determinados) que se repiten, tratados en modalidades diversas que van del vídeo al cuadro tradicional, de la fotografía a la instalación. De esos géneros o temáticas recurrentes hay tres que parecen particularmente significativos: la parodia, el arte ecológico y el experimentalismo autobiográfico.

La parodia o la obra que se construye como imitación de otra obra artística sería el género postmoderno por excelencia. Postmoderno en el sentido en que definen el pathos postmoderno J.F. Lyotard (como «incredulidad hacia las metanarrativas») y J. Baudrillard (un «proceso de de-semantización»). Cuando Sherrie Levine vuelve a fotografiar y expone las fotografías que hizo Walker Evans en los años treinta, cuando Mike Bidlo copia detalladamente cuadros de Picasso, Magritte y Pollock, o cuando Simon Linke reproduce en óleo anuncios de Art- Forum, nos parece estar rozando el fin del arte, haber llegado a la antítesis de la creación, asomarnos a un precipicio de humor nihilista. Estas obras paródicas o «apropiacionistas» no solo carecen de significado en sí mismas -puesto que se refieren a una obra anterior-, sino que anulan todo el aura asociada al concepto de creador. En ese sentido, son obras «sin razón» y casi «sin autor», y podríamos, paradójicamente, incluir a aquellos que las hacen en la categoría de los artistas anónimos de los que hablábamos en el apartado anterior. Parece que éste el último rizo manierista de un arte autorreferencial que se mueve dentro del estrecho margen de sus propios códigos internos.

Sin embargo, una mirada menos indignada nos lleva a comprender el sentido crítico de tales obras, que ponen en cuestión el concepto de originalidad (concepto clave desde el Romanticismo e indispensable en la modernidad) y su valor comercial. ¿Quién va a querer comprar una obra que se vende como copia a precio de obra original? Éste es el modo en el que lo que antes considerábamos como algo decadente se puede convertir en algo con valor crítico, como un efecto de la retaguardia combativa, que se levanta contra el uso comercial que se da a la imagen.

El arte ecológico surge a resultas del carácter urgente y trascendental con el que se presenta la cuestión de la naturaleza. Es uno de los pocos temas de interés global, razón por la que puede convertirse en ese proyecto colectivo o visión integradora que los críticos sociales dicen que falta en nuestra sociedad. El gradual envenenamiento de la Tierra es sintomático de la insolidaria y destructiva civilización que hemos construido. Frente a ello, la postura del artista -artista chamán en la mayoría de los casos- es efectuar ceremonias de curación y sacralización, ya que si no hubiésemos perdido el sentido de lo sagrado no se hubiese creado este sistema de explotación en el que vivimos. No hay que confundir este arte con el Land-Art de los años setenta: no se trata de crear obras a escala heroica, titánica, huyendo el espacio cerrado y los medios tradicionales de la galería. La mayoría de los artistas que trabajan en esta línea no efectúan una obra perdurable; no se trata de, una vez más, dejar la marca del hombre sobre la naturaleza. Al contrario, este arte toma formas intangibles: el peregrinaje (James Turrell en el Roden Cráter, Arizona; Andy Goldsworthy en el Polo Norte), la celebración de fenómenos naturales como el amanecer o el solsticio (Fern Shaffer, R. Murray Schaffer), la reinvención de rituales de culto y veneración (Rachel Dutton). Solo queda documentación en forma de fotografía o vídeo, como testimonio, de una forma de arte que es sobre todo una experiencia en busca de la armonía perdida.

Finalmente, frente al experimentalismo formal que dictó buena parte de la producción artística del siglo XX, ha surgido un tipo de arte que parte de la experiencia personal o colectiva. La experiencia del dolor, de la enfermedad, de la maternidad, del deseo. Así, por ejemplo, tenemos la obra de Bob Flanagan, enfermo desde la infancia, que prepara instalaciones donde, de manera lúdica y dramática, presenta la vivencia de su enfermedad. Mary Kelly en Post-Partum Document intenta presentar el hecho de dar a luz de una manera alejada de tópicos. Obras colectivas como la de Jonathan Borofsky en Prisioneros o Mierle Laderman Ukeles en el Departamento de Basuras de la ciudad de Nueva York pretenden cambiar la imagen que la sociedad tiene de estos colectivos y la imagen que ellos tienen de sí mismos.

La pregunta que surge es: ¿es esto arte? Para mí, desde el momento en que un pensamiento o sensación, sea éste la desesperación o la belleza, es transmitido intencionalmente por un ser humano a otros a través de un lenguaje sígnico que apela a los sentidos (en este caso la mirada), es arte. Curiosamente, las inmensas posibilidades de manipulación de la imagen que ofrecen los avances tecnológicos son consideradas menos peligrosas para el concepto de arte que estas regresiones al papel del artista como guía de nuestra sensibilidad, como mago que nos descubre viejas y nuevas fuentes de belleza y armonía, como investigador estético y ético que ve y hace visibles las zonas oscuras de nuestra sociedad.

Un famoso libro sobre el arte del XX se titulaba Del arte objetual al arte del concepto, el nuevo paso sería al arte de la relación. Relación con la sociedad, en sus temas y en su dirección. El artista ha salido de la torre de marfil en la que la modernidad le había situado para entrar en contacto con el mundo que le rodea. Romper el dualismo entre valor social y estético es quizás el reto principal del artista del futuro. La nueva moralidad artística pretende de/construir y desenmascarar el uso que se hace de la imagen para propósitos siniestros (por ejemplo, en la publicidad, utilizando la belleza natural para que ayude a vender coches que la destruyen) a la vez que servir para reconstruir un mundo armonioso en el que todos los hombres sean capaces de reconocerse.