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En el pasado (y de hecho hoy en día en partes del mundo musulmán) los sistemas económicos también se construyeron para promover ideas religiosas como la salvación personal y la gloria del creador. Otros sistemas han sido elaborados con propósitos militares concretos: por ejemplo, el sistema nacional socialista sacrificó el bienestar material de las personas en aras de la conquista militar y de la pureza racial. El subsistema maoísta del socialismo en la China tenía por objetivo conseguir la distribución igualitaria y la pureza de clase.

Sin embargo, un sistema económico moderno existe para proporcionar a las personas cantidades y calidades crecientes de los bienes que desean a precios que quieren y pueden pagar, y tiene que ser capaz de hacer esto eficazmente, es decir, con el menor gasto posible de recursos, en un momento determinado y con posterioridad. Esto último significa que el crecimiento en la producción de los bienes deseados se logra mejorando la productividad del trabajo, el capital y la tierra. A su vez, esto se produce por la innovación tecnológica y social. Un sistema económico moderno es creativo y su capacidad de invención se usa para mejorar el nivel de vida de las personas. De eso se trata y parece que esto es lo que quieren las personas en todas partes. Aquí estamos hablando de la vida individual y real de las personas, no de la gente considerada como una abstracción colectiva.

Pero el hecho de que un sistema económico moderno se preocupe ante todo por la mejora de las condiciones materiales personales de la vida no significa que haya queexcluir otras necesidades. Al contrario, cuestiones como la equidad en la distribución de la renta y la riqueza, la igualdad de oportunidades, la protección medioambiental, la prevención del fraude, la oferta de bienes públicos y otros imperativos sociales, culturales y morales están en el programa del sistema económico moderno, pero no son la primera preocupación del mismo. Son complementos necesarios de su función principal que consiste en producir y distribuir bienes eficazmente a fin de aumentar el bienestar materia! de las personas. En el terreno de las ideas, un sistema económico debe tener una teoría «científica» positiva que explique cómo funcionan sus instituciones (y, cuando el sistema se hunde, cómo pueden ser arregladas) así como una teoría normativa que se refiera a la ética del sistema, es decir, lo que es y lo que debe ser. El sistema económico moderno no es sólo cerebro sin corazón. Usa sólo un cerebro para producir bienes a fin de que el corazón pueda tener cosas que distribuir de acuerdo con su percepción de lo que es bueno y justo.

El sistema de mercado

Sólo hay un sistema económico que cumpla las condiciones de la modernidad: el sistema de mercado practicado por las democracias occidentales y por un número creciente de los llamados nuevos países industrializados, sobre todo en Asia Oriental. El sistema ha demostrado su capacidad para aumentar el bienestar material de las personas en un periodo, relativamente corto, de tiempo con un gasto comparativamente pequeño. Algunos de sus errores se han corregido y el abanico de oportunidades se ha extendido, sobre todo, a través de la intervención indirecta o indicativa del gobierno en el mercado, basada en un proceso político cada vez más democrático. Este logro, sin parangón en la historia, proviene de la incorporación de la idea de la libertad individual a las instituciones del mercado. Esta idea está basada en cinco principios que soportan el sistema de mercado. Estos son: el derecho inherente del individuo o de las familias a tomar decisiones en su propio interés; la voluntariedad de las transacciones; la responsabilidad personal por las decisiones tomadas; la competencia, es decir, la presencia de alternativas; y la horizontalidad o ausencia de relaciones jerárquicas.

El sistema de mercado soluciona espontáneamente los problemas económicos mediante el intercambio de bienes y servicios, la escasez relativa de precios, la búsqueda del beneficio, la libertad de entrada y salida, la propiedad privada y el Estado de Derecho. El sistema se orienta más a los medios que a los fines. No se propone deliberadamente conseguir un conjunto de objetivos sociales, clasificados jerárquicamente, sino que llega a su solución —la óptima satisfacción de los deseos de los usuarios mediante un proceso continuo de descubrimiento y adaptación a acontecimientos imprevistos, en los que el conocimiento que emerge excede al poseído por los compradores y vendedores individuales. En resumen, el sistema de mercado consiste en reglas de conducta abstractas e independientes en sus fines traducidas a transacciones voluntarias que hacen que la gente se comprometa a ser más rica. Es un modelo económico esencialmente optimista, creado espontáneamente «en allant» —no diseñado de forma consciente— por y para personas libres.

El principio en el que se basa el sistema de mercado, es decir, la conducta de los individuos en su propio interés, molesta a los moralistas de la izquierda. Argumentan que los individuos tienen un conocimiento limitado y, a menudo, equivocado de lo que es mejor para ellos. Creen que, ya que la avaricia y la ambición personales oscurece el propósito superior, una autoridad paternalista, preferiblemente benigna, con una visión más amplia, perspectiva más a largo plazo, sabiduría y conocimiento superiores debe decirles lo que quieren realmente e imponer su interpretación a los más obstinados. El interés individual y el derecho inherente de los individuos a buscar este interés a través de un proceso dialógico de descubrimiento en el mercado es considerado egoísta y caótico, y despreciado por ello.

Este es el camino para la ingeniería social que, a su vez, abre las puertas del terror. La avaricia y la ambición, apunta Peter Berger, son constantes antropológicas. «Hong Kong, escenario de los mayores milagros del capitalismo en este siglo, es la metrópoli más dura del mundo contemporáneo —a menos que uno quiera dar este premio a Moscú—.» Berger encuentra el disolvente de estas constantes antropológicas en «esa constelación poderosa de morales y modos conocidas como la cultura burguesa…».

Probablemente Max Weber tenía razón al decir que tiene que haber una serie de presupuestos culturales para que el capitalismo arraigue en una sociedad, ya sea en la forma de «ética protestante» en Europa y América, ya en la «moralidad post-confuciana» que ha sido tan discutida en años recientes en el contexto de crecimiento económico de Asia Oriental (Berger). Estos presupuestos culturales son los que hacen posible la emergencia de un orden legal, sin el cual el sistema de mercado carece de contenido filosófico y práctico. El Estado de Derecho es la noción institucionalizada de que el poder gubernamental es confiado al gobierno por los gobernados y que los gobiernos que rompen esta confianza pueden ser sustituidos mientras aquélla lo tolere (Leonard Shapiro),

Irving Kristol reflexiona sobre la conjunción del interés propio, la ética optimista y el mecanismo democrático del capitalismo para determinar quién tendrá acceso a los bienes —la voluntad y la capacidad de pagar— («El dinero de todo el mundo tiene el mismo color»): Debido a que esta sociedad (burguesa) propone hacer lo mejor de este mundo, en beneficio de las mujeres y de los hombres corrientes, hunde sus raíces en ta motivación más común de la condición humana: el propio interés. Asume que, aunque sólo en unos pocos son capaces de aspirar a la excelencia, todos pueden saber cuál es su propio interés, y alcanzarlo. Esta asunción «democrática» sobre la igualdad potencial de la naturaleza humana justifica a su vez la existencia de una economía de mercado en la que cada individuo define su propio bienestar, e ilegitima todas las teorías económicas paternalistas de eras anteriores. Sin embargo, uno debe enfatizar que la búsqueda de la excelencia por los pocos —ya sean definidos en términos religiosos, morales o intelectuales— no está prohibida. Tal actividad es meramente interpretada como una forma especial de interés propio, que puede ser truncada libremente pero no puede solicitar tener un status oficial. La sociedad burguesa también asume que la concepción del individuo de su propio interés será bastante «ilustrada» —es decir, prudente y con perspectiva—, como para permitir que otras pasiones humanas (el deseo de formar una comunidad, el sentido de la comprensión humana, la conciencia moral, etc.) puedan manifestarse aunque siempre de forma voluntaria.

Esta clase de sistema favorece actitudes que son indispensables para su función optimista. Estas incluyen: disciplina, respeto a los horarios, preferencia por explicaciones pragmáticas y racionales (más que por explicaciones románticas, utópicas o místicas) de los fenómenos económicos, y siguiendo a Berger «el derribo de barreras tradicionales de linaje y casta, un sentido arriesgado aunque calculado de la vida y una orientación hacia el futuro más que hacia el pasado».

Pero las críticas no están equivocadas del todo. Entre los vicios culturales del sistema de mercado, según Berger, están «la tendencia a juzgar el éxito humano en términos exclusivamente monetarios» («¿Cuánto vale esto?»), la introducción de ¡a competencia en esferas de la vida no económicas donde estas consideraciones no son adecuadas (sobre todo en la esfera privada) y el menosprecio de lo que los griegos llamaban la «vida teorética». No sirve de nada negar que, a pesar de los argumentos persuasivos en apoyo del sistema de mercado, la ética, especialmente cuando es aplicada a la relación entre el comportamiento de lo que es mercado y de lo que no lo es, constituye el talón de Aquiles del sistema al que los enemigos del capitalismo han apuñalado con regocijo, aunque se haya demostrado históricamente que sus propios códigos morales son inferiores.

Un buen ejemplo de las dificultades del capitalismo en las cuestiones éticas nos lo da un artículo reciente publicado en el Wall Street Journal por A. J. Robinson, vicepresidente ejecutivo de una agencia inmobiliaria internacional, hablando sobre cómo deberían reaccionar los empresarios occidentales a la carnicería de la plaza de Tiananmen. Antes de que la empresa del autor del artículo vuelva a China se tienen que cumplir cuatro condiciones: 1) seguridad para los trabajadores extranjeros de la empresa; 2) existencia de un ambiente de trabajo estable y productivo; 3) una solicitud de la empresa asociada china para que aquélla vuelva; 4) una declaración oficial del Gobierno focal asegurando que la ciudad está segura y está abierta a los intereses extranjeros. Dos semanas después de haberse producido la masacre, Robinson declaró: «Parece que estas condiciones se han cumplido en Shangai, y lo más seguro es que volvamos esta semana». Más aún, debido a que las autoridades chinas (una vez (avada la sangre de la plaza) deseaban que las empresas extranjeras volvieran a su país y «podrían estar dispuestas a realizar concesiones a fin de lograrlo», el buen sentido empresarial indica que los chinos tienen que ser presionados para realizar dichas concesiones. Por ejemplo, Robinson dice que antes de volver, el inversor debería intentar una reducción de sus impuestos («¿qué mejor época para pedirlo?»), solicitar más control en la dirección de la empresa y pedir ayuda para solucionar el problema externo de la conversión «a fin de que el dinero ganado pueda ser convertido razonablemente», animar a los gobernantes chinos a realizar una campaña de promoción de la China, dirigida a agencias de viaje, empresarios y turistas («vender una imagen segura y estable del país»), y apremiar a los dirigentes a hacer llamamientos especiales a los chinos de ultramar (especialmente a los que viven en Hong Kong, Taiwán, Singapur y en los Estados Unidos) «a no abandonar la China».

Volver a China

¿Qué tiene de malo esto? Realmente nada, sí hablamos solamente en términos de sistema de mercado. Para que el empresario occidental espere un tiempo antes de volver a la China, el ultraje moral público tenía que haber sido traducido a un lenguaje de mercado que el capitalista pudiera descifrar mediante el beneficio de la empresa y su estado de cuentas. En el ámbito del mercado, lo que produce dinero es bueno, y lo que no es malo. Esta traducción de preocupaciones éticas amplias en mera contabilidad puede darse si la pérdida de confianza en la sociedad del Gobierno chino reduce las expectativas del empresario de ganar dinero. Sin considerar si esto ocurre o no, hay aquí una ambigüedad moral. («Y yo dije: Irene, ¿sabes por qué hago esto?; para ganar dinero») (Tom Wolfe).

El sistema económico socialista («el socialismo real») es un modelo de asignación de recursos planificado y centralizado administrativamente que deriva de la teoría positiva y normativa marxista, interpretada «de forma creativa», desarrollada y revisada por Lenin, Stalin, Mao y otros. Ha sido incorporada a instituciones fundadas por Lenin, sistematizadas por Stalin en Rusia tras 1917, y revisada con frecuencia, pero no trasformada estructuralmente, en Rusia y en todas partes desde la muerte de Stalin en 1953.

El sistema socialista

A diferencia de la economía de mercado, eí sistema económico socialista se creó deliberadamente para conseguir fines específicos. No surge de la interacción espontánea, voluntaria y competitiva de compradores y vendedores, sino que se impone desde arriba por lo que se considera —según las creencias historicistas de Marx— una autoridad todopoderosa. Esta autoridad es el Partido Comunista, o para ser más precisos, el estrato gobernante del partido, la «antorcha» de la historia. Este estrato gobernante está formado por los escalones más altos del partido, del Estado, de la Policía y del Ejército (la clase dirigente del aparato). La propiedad privada de los medios de producción es abolida y expropiada por la «sociedad», o en otras palabras, por el partido-Estado, formado por los gobernantes que obtienen rentas privadas de la propiedad pública y maximizan estas rentas mediante lo que el economista polaco Jan Winiecki describe como «una interferencia prolongada en el proceso de creación de riqueza», principalmente a través de los nombramientos monopolizados por el partido a todos los puestos directivos («nomenklatura»).

Los fines del sistema, ordenados por la autoridad, están clasificados según su importancia. Los objetivos revelados públicamente (por ejemplo, la mejora del nivel de vida) no son con frecuencia los reales. El objetivo real, principal y fundamental del sistema es la presencia del monopolio económico, social y político de la minoría gobernante. Aunque no se dice públicamente con estas palabras, este objetivo se presenta como la necesidad de mantener el papel dirigente del Partido Comunista. Sin este papel, continúa la argumentación, sólo habría caos. Entre los objetivos revelados de más prioridad («preferencias de los planificadores») se encuentra el rápido crecimiento de la producción.

Se planea que las industrias de producción de bienes sean las que crezcan más deprisa, y en la vanguardia están las industrias intensivas (acero, hierro y construcción de máquinas). El armamento producido por estas industrias mantiene el principal objetivo del sistema, tal y como se acaba de demostrar en el caso chino. Por el contrario, el suministro de bienes y servicios al consumidor ocupa una posición muy baja en la escala de preferencias de los planificadores.

Se busca el crecimiento mediante altos índices de inversión: los más altos, para la industria pesada, mucho más reducidos para la ligera (bienes de consumo), y los más bajos para la agricultura. Los ahorros necesarios para sostener las acumulaciones masivas de capital y trabajo son arrancados de los agricultores y de los trabajadores urbanos nacionalizados. Esto se realiza mediante entregas obligatorias a! Estado de productos agrícolas a precios muy bajos fijados por la autoridad (sin que tengan ningún tipo de relación con las condiciones de coste y demanda del sistema) y mediante la imposición de altos impuestos sobre los bienes de consumo vendidos en tiendas de propiedad gubernamental. El crecimiento es «extensivo» —en lugar de extensivo— en el sentido de que se crea ante todo por la suma de los factores de producción (capital y trabajo, sobre todo), a un nivel tecnológico conocido, en vez de crearse a través de la productividad de estos factores. El sistema es partidario de cálculos físicos y del trueque, y está en contra de las transacciones dineroprecio multilaterales. En un sentido auténtico, supone una vuelta a la forma primitiva, «natural» y anterior a la existencia del dinero, de llevar los negocios de todos los días.

Y precisamente aquí está el problema. El sistema económico socialista, a pesar de las protestas de sus creadores, no fue diseñado para suministrar a las personas cantidades y calidades crecientes de bienes a precios que quieren y pueden ganar, ni para hacer esto de forma eficaz; ni siquiera se pretendió que fuera así. No proviene de decisiones autónomas de individuos que buscan la forma mejor de satisfacer sus propias necesidades, tal y como ellos los ven, estando de acuerdo en transferir sus derechos de propiedad en respuesta a las oportunidades de obtener beneficios indicados por precios competitivos. El hecho es que el sistema económico socialista, concebido e impuesto desde dentro, no mejora las condiciones materiales de la gente corriente, como un resultado normal y natural de su existencia. Trata al consumidor como un demandante residual en una producción en la que no tiene voz. Fue creado e impuesto con el fin específico de preservar el monopolio de los dirigentes comunistas. Esto lo ha conseguido hasta ahora, pero a un coste cada vez mayor (y prohibitivo) y con una eficacia cada vez mayor, hasta el punto de que ni siquiera su objetivo principal se puede sostener.

El sistema es premoderno porque no puede ocuparse del bienestar del consumidor. No sólo produce antiguallas (bienes anticuados), como señaló el economista chino Sun Yelang hace unos años, sino que el propio sistema es una antigualla.

Problemas del sistema socialista

El sistema económico socialista tiene muchas desventajas que lo hacen irrelevante en el mundo moderno. El sistema es incapaz de sacar al Tercer Mundo de su marasmo material, y convierte a países del Primer Mundo (por ejemplo a Checoslovaquia, a Polonia y a las repúblicas bálticas) en países tercermundistas.

El sistema socialista siempre ha alardeado de que se pueden programar y sostener altos índices de crecimiento, en vez de ser dejados a la incertidumbre y a la confusión del mercado. Así, el crecimiento no sólo sería acelerado por una razón central superior, sino que sería un crecimiento pausado pero continuo, sin las explosiones, saltos y sufrimiento humano del anárquico sistema de mercado. Aunque, este argumento siempre ha fallado desde un punto de vista teórico, ya no se mantiene más, ni siquiera momentáneamente, en un sentido estadístico: por ejemplo, en Europa Oriental (incluyendo a la URSS) el índice medio anual de crecimiento de PIB pasó de 5,2 por 100 en 1950-55 a 1,4 por 100 en 1980-85 y a cerca del 0,6 por 100 en 1987. Este resultado relativamente modesto fue atribuido en gran medida al crecimiento de Alemania Oriental, ayudado por la relación especial de este país con RFA y a las fantasías estadísticas rumanas. Los índices de crecimiento anual medio del PNB real soviético descendieron del 6 por 100 en 1950-55 a 2,2 por 100 en 1980-85 {según los cálculos occidentales, del 4,3 al 1,5 por 100). La China, que adoptó cambios de mayor alcance hacia una economía de mercado en los años ochenta, mostró algún crecimiento hasta 1988.

Pero no sólo han disminuido los índices del crecimiento económico en la mayoría de las economías socialistas sino que han fluctuado como si nadie hubiera oído hablar de la alegada superioridad de la economía planificada. La URSS ha sufrido una larga y profunda depresión (15 años de estancamiento con Brezhnev y Gorbachov) y la China experimentó un colapso de proporciones apocalípticas llamado «el gran salto adelante» (58-60), que provocó un descenso de la población, reconocido oficialmente, de 135 millones de personas en dos años (la cifra real es probablemente el doble).

La explicación dada para la caída del índice de crecimiento a largo plazo en el sistema es el agotamiento de las fuentes de crecimiento externo rápido (en particular trabajo, pero también inversión de capital y bienes vírgenes) que estaban disponibles tras la Segunda Guerra Mundial. Estos no fueron sustituidos por fuentes de crecimiento intensivo, es decir, por mejoras en los factores de productividad basados en innovación tecnológica, gerencial y del sistema.

La productividad laboral de los miembros del Consejo de Asistencia Mutua Económica (CAME), Europa Oriental y la Unión Soviética, es 2/5 partes de la de las democracias occidentales. El índice de crecimiento de la productividad laboral pasó de un 4,8 por 100 en 195030 a un 2,5 por 100 en 1960-83, como media anual, y la productividad del capital ha tenido índices de crecimiento negativo desde 1960, El crecimiento medio anual fue de un 2,1 por 100 en 1960-83. (En Checoslovaquia el descenso medio anual fue de un 3,4 por 100 en 1981-85,3,1 por 100 en Hungría y 2,7 por 100 en la URSS). V la caída continúa. La productividad total de los factores se ha estancado prácticamente durante casi 30 años. La causa de ello es la incapacidad del sistema de generar y aplicar la innovación tecnológica al proceso de producción, incluso la tecnología importada o robada. El fallo está en el sistema. El economista soviético Nikolaí Shmelyov (Noryi Mir, junio 1987) se queja de que «la industria soviética rechaza el 80 por 100 de las innovaciones y decisiones técnicas. Nuestro nivel de eficacia está entre ¡os más bajos de los países industrializados. ¿Qué nos impide mejorar? Ante todo el miedo ideológico a dejar salir el genio maligno del capitalismo de la botella».

La preocupación de muchos economistas occidentales con índices de crecimiento comparados no tiene mucho sentido si ignora la calidad del crecimiento en el contexto socialista. El hecho es que gran parte del crecimiento de la producción socialista es inútil ya que lo que se produce no puede ser utilizado, por varias razones. Lo más corriente es que un producto no sea deseado por aquellos para los que se produce (quizá sea comprado por los consumidores debido a la ausencia de mejoras alternativas, como una especie de «sustitución forzosa», pero la producción sigue siendo ruinosa}. En muchos casos la producción es de una calidad tan mala o de un diseño tan atrasado que sólo los consumidores más desesperados la comprarán {sin embargo, tos relojes de pulsera soviéticos que parecen despertadores de 1900 se consumen de forma desesperada en los ambientes modernos y adinerados de Manhattan, aunque nadie digno de respeto se atrevería a llevarlos en el Arbat).

Gasto masivo

El derroche aumenta también cuando la coordinación entre productos-vendedor y factores-producción se rompe, como ocurre a menudo en el sistema socialista. La producción exigida carece de los factores necesarios. Ambos están en sitios equivocados, o permanecen en el mismo sitio porque los medios de transporte necesarios no existen —no han sido planificados, o si lo fueron, se construyeron en lugares equivocados o según especificaciones erróneas. El despilfarro tiene lugar cuando lo que se produce no son «bienes» sino «males»— cosas que crean más problemas que beneficios, sobre todo degradación medio-ambiental. El sistema socialista va unido a un modelo nocivo y desviado de industrialización centrada en industrias extractivas y de producción de bienes, una estructura de «industrialización chatarra» obsoleta y conducida en la dirección equivocada. «En 1990», dice Irena Dryll, un economista polaco, «la estructura de la producción será peor que hace cinco y diez años». Según otras personas, la economía socialista «o es reformada total y radicalmente o se hundirá». (Jan Czekaj y S. Owsiak).

Sin embargo, la historia de las «reformas» de la economía socialista muestra lo difícil que es cambiar el modelo y la dirección del sistema. Está basada en una teoría económica que garantiza la ineficacia crónica en la asignación de recursos. Una ética que incluye el empleo garantizado de por vida, la inmortalidad de la empresa, el odio a la renta pero no al poder, va en contra de la eficacia. Y el sistema está pegado a una estructura industrial mal dirigida que ignora el rápido avance del mundo moderno hacia modelos de desarrollo. Las industrias pesadas favorecidas por el sistema utilizan trabajo, energía y materias primas con más gasto del garantizado por la tecnología disponible y del utilizado por las democracias occidentales y los Nuevos Países industrializados como Taiwán o Corea del Sur (la China es particularmente mala en cuanto a esto, pero su economía es la propia del TM en sus estadios primarios de desarrollo, Pero las cosas no van mucho mejor en otras partes más desarrolladas del sistema socialista). La URSS utiliza 50 por 100 más acero por unidad de renta nacional que los EE. ÜU. Las economías del CAME consumen más del doble de materias primas y energía por unidad de Producto Nacional que las democracias occidentales. En el proceso de producción, emiten entre tres y cinco veces más dióxido de sulfuro a la atmósfera. El «récord» conseguido en este terreno por los soviéticos, europeos del Este y chinos es todo menos calamitoso.

Deudas externas, subsidios internos

Con muy pocas excepciones, el socialismo es incapaz de vender sus productos fuera de sus fronteras. Exporta materias primas, energía y algunos alimentos, como por ejemplo, salami e hígado de oca húngaros, y jamón polaco, como si nunca se hubiera producido la industrialización. Al sistema le resulta difícil competir en el mercado mundial con bienes producidos en nuevos países industrializados como Brasil o México, incluso cuando parte de él opera bajo condiciones de nación más favorecida. La causa de esto no es el proteccionismo occidental sino el sistema socialista. La falta de competencia empobrecedora no sólo es grave, sino creciente. Lo que no interesa al mundo libre, es sometido a trueque dentro del sistema.

Durante los años 70, Polonia, Hungría, la Unión Soviética y la China hicieron muchas compras en el mercado mundial, donde uno debe pagar con dinero auténtico (dólares, marcos o francos) y no con rublos o zloties. Escasos de dinero contante y sonante, lo pidieron prestado a los bancos occidentales repletos de petrodólares recién reciclados, y a veces también a los gobiernos occidentales animados por la distensión. La idea era modernizar las economías internas con tecnología importada. Se argumentaba que esta modernización técnica ayudaría a producir los bienes deseados en el mercado mundial, a impulsar las exportaciones de moneda fuerte y a pagar la deuda —el principal y los intereses— dejando dinero de sobra para ahorrar.

Pero la estrategia no funcionó. Aquellas importaciones que no eran bienes de consumo (para seguir encubriendo el descontento económico) sirvieron para apuntalar la industria pesada mal administrada. Incluso aquí, no sirvieron de mucho debido al estrangulamiento de la oferta (los ordenadores no funcionaron sin electricidad o cuando los apagones están a la orden del día).

Más importante aún, la eficacia potencial de la tecnología importada no fue autorizada por el sistema. Para hacer su trabajo de modernización la tecnología de la información debe operar en un entorno cultural de libertad; no es indiferente desde un punto de vista cultural. Pero el sistema socialista, a pesar de la «glasnost», se funda en la proposición de que la información es propiedad estatal privilegiada que debe ser suministrada en pequeños bocados y convenientemente alterada, a habitantes seleccionados que han sido ocultados por motivos contrarrevolucionarios posteriores. Con frecuencia la tecnología, dirigida en su origen a mejorar el bienestar material de los consumidores, se usa para propósitos de «seguridad pública». Por ejemplo, las sofisticadas cámaras suministradas por Gran Bretaña a la China y pagadas mediante créditos de las agencias multinacionales, (es decir, contribuyentes occidentales) fueron instaladas en los faroles y los tejados de la plaza de Tiananmen para contar el tráfico. Pero después del 4 de julio de 1989 {y probablemente antes) se usaron para fotografiar a las personas que hablaban con extranjeros; estos «vendedores de rumores» fueron después enviados a la cárcel. Las transmisiones por satélite de las cadenas de televisión americanas fueron pirateadas por el régimen con fines similares.

En vez de una mejora tangible en la actuación interna y en la competitividad internacional del sistema socialista, el resultado ha sido una deuda exterior creciente —más de 100 billones de dólares en 1989, excluyendo la China— que con el tiempo tendrá que ser pagada por los contribuyentes occidentales para evitar lo que los banqueros dicen que sería el colapso del sistema financiero internacional.

En lugar de cerrar las industrias ineficaces, no competitivas y obsoletas, algo que en la mayoría de los países equivaldría a cerrar la mayor parte de la economía, el sistema recurre a los subsidios. Productores ineficaces son sacados de apuros por otros comparativamente más eficaces gracias a las transferencias presupuestarías del Gobierno.

Escasez crónica

El sistema económico socialista es un sistema de escaseces de casi todo lo útil —no sólo de bienes de consumo, sino también de equipo—. Los planificadores no pretenden que la principal producción del sistema sea la escasez, del mismo modo que no intentan producir despilfarro; pero las escaseces —extendidas y permanentes— son el resultado concreto de sus esfuerzos. Sin embargo, aunque no del todo intencionado, la escasez y el exceso de demanda resultante no son del todo accidentales.

La economía de la escasez, o el «mercado permanente de los vendedores», supone un dominio insidioso de éstos. El vendedor, al fina! de la cadena de las transacciones, es el Estado; la gente corriente son compradores sumisos. De hecho, es una economía de guerra. Ei sistema, generando tensiones y envidias entre las personas, favorece un culto acusado de la rudeza y el mal humor que degrada la vida personal y social sin aportar ningún tipo de ventaja material que compense. El sistema es una tragedia de costumbres y moral.

Además, la escasez crónica y el exceso de ia demanda hacen que el dinero sea casi inconvertible en bienes, reforzando así su primitivismo. Se han perdido los incentivos del trabajo. Gorbachov, en su carta de julio de 1989 a los dirigentes del Grupo de los Siete en París, pedía que la Unión Soviética fuera invitada a participar en la economía mundial. Pero para que esto ocurra, es necesario que la URSS tenga una economía. La convertibilidad internacional del rublo requiere como condición previa que el rublo sea convertible internamente en bienes útiles. De lo contrario, ¿qué extranjero en sus cabales querría cambiar bienes útiles por rublos que como mucho pueden ser utilizados para empapelar paredes?

La práctica inconvertibilidad interna de las monedas socialistas {cuyo valor nominal se está depreciando también ahora por lo que se refiere a los pocos bienes útiles que se pueden comprar con ellas, a pesar de la inflación) quizá sea más intencionada de lo que parece a simple vista. Ciertamente, por lo que se refiere a los bienes de consumo básicos, como alimentos, vestidos, vivienda y también a muchas materias primas, es el resultado de que el Gobierno ha establecido precios muy por debajo de los niveles de equilibrio del mercado. Esto crea automáticamente una escasez de los bienes. La escasez, a su vez, significa que la decisión sobre quién debe recibir qué ya no la realiza el consumidor mediante su voluntad de pagar el precio del mercado, ya que a precios tan bajos los bienes han desaparecido de los estantes y muchos de ellos están bajo el mostrador. La «decisión excluyente» (es decir, quién recibirá los bienes y quién no) pasa del individuo a) Estado, ya mediante el racionamiento, ya mediante la influencia política personal —comisiones al aparato que controla los bienes, vzyatka (los ingresos), y otros canales culturales socialistas™. En cualquier caso, la libre elección se reduce.

Ya que el dinero no sirve para comprar mucho de nada, tiene que ser tirado o ahorrado, a la espera de que llegue el día en que haya algo útil que comprar. En otras palabras, el ahorro personal no es voluntario, sino que de hecho es forzado por las circunstancias creadas por el sistema. En 1987, en la Unión Soviética sólo el 27 por 100 del aumento de la renta personal nominal se dirigió a compras de bienes de consumo. El73 por 100 restante se ahorró porque no había nada que comprar. Aunque es difícil dar una cifra precisa para el exceso de demanda, se cree que alcanza una cantidad que oscila entre los 30 y 40 billones de dólares al año en la URSS. También existe una escasez crónica en la oferta de los bienes de «lujo» como coches y jabón. Su disponibilidad planificada es insuficiente en relación a su demanda bajo condiciones de pleno empleo y lo que existe es distribuido primero entre los que tienen influencia y los que pueden entrar en el vasto e invisible «banco de intercambio de favores».

La creación de escasez puede ser contemplada también como un sustituto de la competencia entre las empresas. La escasez de factores de producción combinada con cuotas de producción ambiciosas y obligatorias crea tensiones gerenciales que sustituyen a la competencia horizontal. Los directores de las empresas tienen que estar alerta y apresurarse para conseguir los escasos recursos disponibles para poder cumplir las normas impuestas por autoridades administrativas superiores. Por otra parte, estando obligados a llegar a cuotas de producción inalcanzables, dados los factores de producción asignados, los directores de las empresas juegan con los encargados de la planificación: minimizan sus capacidades y exageran sus necesidades, acumulan fuerza de trabajo y capital («reservas escondidas») y generalmente despilfarran.

Desde otro punto de vista, la escasez generalizada y permanente hace que a los productores les resulte fácil «vender» cosas. Los compradores tienen una capacidad de negociación mínima, y por ello es sencillo venderles la basura producida. Los directores de las empresas carecen de incentivos para innovar o para cuidar la calidad de sus productos. En la lucha por conseguir bienes —cualquier tipo de bienes— se ignoran los errores de la planificación, la incompetencia de la dirección y la auto-indulgencia, y estos fallos no se castigan hasta que se produzca la siguiente purga política.

Trabajo y consumo

Según Shmelyov, la apatía masiva, la indiferencia, el robo, la falta de respeto por la honradez laboral, unido todo ello a una fuerte envidia de los que ganan más —incluso mediante métodos honrados— ha llevado a la virtual degradación física de una parte significativa de la población como resultado del alcoholismo y de la pereza. La población no se fía de los objetivos e intenciones declaradas ni de que exista la posibilidad de organizar de forma racional la vida económica y social. Esto se llama alienación. El socialismo favorece una predisposición a la «redistribución», que en realidad es desahucio. Cualquier indicio de aumento de la riqueza personal es atribuido a haber hecho trampas en la economía nacional o haber maniobrado con inteligencia en la economía sumergida. La apatía se extiende a todo el sistema, así como la corrupción que la acompaña. «La desesperanza» —escribe Dryll— genera cinismo y éste corrupción, contribuyendo todo ello al declive posterior.» Estamos siendo testigos de una auténtica inversión del darwinismo social: la decadencia competitiva y la supervivencia de los incapaces, ¿de qué sirve la destreza, y de hecho el trabajo, cuando el dinero carece de valor y los costes —del consumidor— sobre todo el tiempo empleado en conseguir bienes de segunda o tercera ciase aumenta cada año? (Según un informe polaco, el tiempo medio utilizado por un ama de casa en hacer cola pasó de 63 minutos al día en 1963 a 98 minutos en 1976, un coste real al que hay que añadir el coste de los productos si es que hay productos cuando uno llega al primer puesto de la cola). Chamstwo —o mal humor— se ha convertido en la norma de la conversación social. ¿A qué se deben los problemas del sistema?

Hay varias razones por las que el sistema genera problemas que harán que estalle con el tiempo

1.—Error intelectual e imposibilidad práctica de planificar el sistema.

Hay algunos que argumentan que el intento de diseñar un orden complejo, espontáneo y que se sostenga por sí solo es erróneo desde un punto de vista teórico e imposible de llevar a la práctica. La distinción es importante, puesto que la impractibílidad de la planificación central, si sólo fuera un problema de utensilios y métodos, podría ser superada cuando se desarrollasen mejores técnicas. Pero la carga del error teórico, de ser éste cierto, condenaría al fracaso a todo el proceso planificador. A comienzos de los años veinte en Rusia, antes de que Stalin llevara a cabo (a planificación central, B.D. Brutkus dijo que la vida económica no podía ser planificada, del mismo modo que ningún otro proceso evolutivo podía planearse de antemano. Según F.A. Hayek (The fatal concept: the error of socialism, 1988), el socialismo se basa en premisas falsas y pone en peligro el nivel de vida y la propia vida de una gran parte de la población existente. Alee Nove (El sistema económico socialista, 1980) cita una estimación que señala que para preparar un plan preciso e integrado de la oferta material y técnica (tabla input-output) sólo para Ucrania durante un año se necesitaría el trabajo de toda la población mundial durante 10 millones de años. Y uno debe añadir que una vez elaborado el plan quedaría obsoleto. Quizás se podría reducir el tiempo a cinco millones de años con modelos matemáticos y ordenadores mejores.

 2—Valoración incompleta. El sistema socialista carece de un meca

El sistema socialista carece de un mecanismo de valoración que indique de forma automática, rápida y precisa a los que deciden qué es necesario hacer en la economía, la mejor forma de hacerlo. Carece de un sistema racional de precios que indiquen los costes marginales de los bienes a los productores, y a los consumidores los valores marginales en el sistema, incluidos los planificadores… En el sistema socialista, los bienes que hay que producir por imperativo de los planificadores son valorables por definición calculándose su valor ex ante por los planificadores y expresado en precios establecidos por la autoridad central sin considerar si los bienes sirven a un propósito útil o si terminarán en un montón de chatarra. Ya que el pleno empleo es uno de los imperativos de la ética socialista, se seguirán produciendo y valorando bienes sin demanda para evitar que la gente pierda su empleo. Por el contrario, en un sistema de mercado no se determina el valor de los bienes hasta que éstos son vendidos a consumidores no coaccionados. Los bienes que no tienen compradores carecen de valor, por mucho «trabajo social» que se haya empleado en ellos. Los precios socialistas calculados ex ante por la autoridad central «desinforman a los compradores y vendedores y hacen que los resultados financieros de una empresa y sus cálculos económicos no tengan sentido y sean engañosos» (Bous). La rentabilidad relativa, bajo estas circunstancias, no indica ni remotamente la utilidad social relativa de diferentes modos de acción, siendo un reflejo de precios distorsionados. El sistema es anárquico y subóptimo.

3.—Incentivos desvirtuados y el problema del indicador.

El sistema de mercado establece un vínculo directo y claro entre la eficacia del factor actuación y el factor recompensa. La constelación de los precios de mercado dice a los agentes económicos cuáles son las combinaciones óptimas de recursos. El productor ineficaz sale del mercado porque quiebra; los otros obtienen recompensas. Esta es la única condición que debe ser satisfecha mediante acciones maximizadas de los agentes, dentro de parámetros expresados en precios oferta-demanda flexibles. El sistema socialista rompe este vínculo vital entre la actuación eficaz y la recompensa. Determina a priori qué actividades son socialmente necesarias y cuáles deben ser mantenidas con independencia de su coste. Los trabajadores, directores de empresa y otros maximízan su actuación, pero dentro de parámetros «equivocados» y subóptimos. El resultado es que el mismo sentido y el significado del valor del trabajo se pierde. Muchos trabajadores maximizan matar el tiempo y las empresas maximizan las pérdidas financieras.

El problema radica, esencialmente, en un error teórico. En sus manifestaciones diarias es un problema de «indicadores de éxito» perversos. Esta situación no es desconocida en partes del sistema de mercado sujetas a regulación administrativa. Por ejemplo, en Tammany Hall, Nueva York, a los oficiales de justicia que investigan los casos de muertes violentas se les paga por cada cuerpo. Por ello, cuando encuentran un cadáver en el East River hacen un certificado de defunción y lanzan de nuevo el cuerpo al río para volver a utilizarlo. El socialismo extiende este tipo de comportamiento a todo el sistema. Durante mucho tiempo se recompensaba a los hospitales soviéticos por las curaciones efectuadas. Por ello no admitían a nadie que estuviese gravemente enfermo. se pueden encontrar innumerables ejemplos de este tipo de comportamiento.

¿Qué hay que hacer?

La respuesta es sencilla y eficaz, pero inaceptable para los encargados del sistema y para sus acólitos, que se benefician de la situación actual de irracionalidad generalizada.

La solución al problema económico del socialismo es deshacerse de la planificación administrativa centralizada totalmente, sin excepciones ni cualificaciones. Este es el primer paso. El socialismo no puede curarse, tiene que rechazarse. El segundo paso es adoptar todo el sistema de mercado, no partes de él. (Cómo hacerlo es otra historia). No existe una solución de compromiso. He defendido durante muchos años esto y estoy contento de ver que economistas socialistas desilusionados se están aproximando a esta idea, si no a raudales, al menos en un número respetable. El mercado es el único sistema económico moderno no coactivo y centrado en la demanda. Para que tenga éxito ha de aceptarse en su totalidad, como un conjunto integrado y consistente, con propiedad privada y todo y con su cultura liberal característica, incluyendo una cultura política que defienda la democracia y se oponga a la política totalitaria. Las construcciones intermedias son juegos de salón académicos, inteligentes pero equivocados en los hechos y en la lógica, sin significado positivo práctico. Se pueden suavizar los aspectos más duros de los principios operativos del sistema de mercado, y corregir sus errores medíante la intervención apropiada de gobiernos elegidos democráticamente; pero esta intervención no debe ser de una magnitud tal que haga que aquellos principios no sean operativos y que los errores del mercado sean sustituidos por los errores del Gobierno.

El proceso al socialismo de mercado, mercado socialista, autogestión u otras soluciones «híbridas» dadas a los problemas de la planificación central socialista no puede hacerse aquí por simples razones de espacio. Ya se ha hecho en muchas ocasiones y también gracias al instructivo ejemplo negativo de las economías planificadas que han intentado hacer cambios en el sistema. Pero hay que mencionar dos razones de su fracaso. La primera es que la planificación central y el sistema de mercado son incompatibles; de hecho se excluyen mutuamente, tanto desde un punto de vista filosófico como institucional. Los precios no pueden ser rígidos y flexibles ex ante y ex past al mismo tiempo. Las transacciones no pueden ser a la vez horizontal-voluntarias y vertical-obligatorias. la libertad económica es incompatible con el control central de todo lo que muestra el más ligero indicio de actuar según su voluntad. Y la segunda razón es que para abastecer eficazmente la demanda de los consumidores, el sistema de mercado necesita tener un cierto cuerpo claramente dominante, consistente e integrado de instituciones, y no un mosaico de pequeñas partes del mercado sin relación alguna, mezcladas con residuos de los mecanismos de la planificación. Por ejemplo, el sistema de mercado necesita tener un mercado libre para los bienes y otro también libre para los factores, no uno sin el otro (como se ha intentado hacer en China).

Las consecuencias desastrosas del socialismo en el bienestar moral y material han alcanzado unas dimensiones tan críticas que amenazan con provocar una convulsión social masiva en varios países socialistas, La Unión Soviética, la China y Polonia son candidatos al levantamiento revolucionario. Algunos miembros de la clase gobernante (entre ellos Gorbachov) parecen haber entendido esto. Otros, como los gerontócratas de Pekín, no. Los que lo han comprendido, han puesto en marcha una serie de reformas: sin embargo, éstas no van muy lejos.

Hasta que no se tome la decisión de sustituir por medios pacíficos el socialismo por el sistema de mercado, esta solución (la única) se impondrá por la acción revolucionaria de un grupo de personas cuya paciencia está llegando a un limite.