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Llego tarde al homenaje a Antonio Fontán en este número de Nueva Revista (al de este número: a Fontán le homenajean implícitamente a diario sus cientos de amigos, discípulos y admiradores, entre los que, afortunadamente, me cuento); pero no tan tarde como para que el director no cuele amablemente esta pieza, modesta y republicana, a modo de tributo a Antonio Fontán.

He escrito «modesta» y he escrito también «republicana»: es modesta porque es breve y porque se refiere, a su vez, a un tipo de texto (o de texto iluminado) que suele tener pequeño formato: el ex libris. Sólo por eso, porque, para uno, todo lo que se refiere a Fontán es grande, gigánteo. Lo único pequeño en la vida grande de Antonio Fontán es su ex libris, que no debe de tener más de cuatro centímetros de largo por tres de ancho.

Y he escrito «republicana» usando la feliz expresión que uno de los miembros más distinguidos del consejo editorial de Nueva Revista —Paco Cabrillo— dedicaba a los originales nada originales, o sea, a los textos que cuando llegaban a la mesa del editor —la mesa de Antonio Fontán, como la del rey Arturo, también es grande y está llena de notables— ya habían sido impresos en algún otro sitio, de modo que publicarlos era re-publicarlos.

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Porque el caso es que, hace un par de meses, la inconsciente amabilidad de dos expertos exlibristas provocó que me pidieran que prologara un magnífico libro, que se ocupaba de rastrear la influencia cervantina y quijotesca en los ex libris desde 1770. Yo poseo libros, pero no tengo ex libris. Tampoco conocía la obra, sin duda interesantísima, de los exlibristas. Y de ese arte, como de las aficiones que le supongo familiares —encuademaciones, dedicatorias, coleccionismo de intonsos, de princeps, de primeras ediciones e incluso de erratas— no tenía más conocimiento que cualquier lector muy curioso que tenga, además, un par de maestros y.amigos bibliófilos —o, como es mi caso, más bien «bibliófagos»—. En fin: que mi desconocimiento de ese mundo mágico de los ex libris era y es oceánico.

Entonces recordé el ex libris de alguien admirable por sabio, por latinista, por político, por periodista: el del maestro de maestros e insuperable tejedor de amistades que es Antonio Fontán. Durante una época frecuenté muchos libros suyos (suyos en propiedad y suyos, sobre todo, porque los había escrito él, que es lo que tiene mérito), y casi todos ellos tenían, adherido, su ex libris, un pequeño sello con un hexámetro en letra gótica. Y el ex libris de Antonio Fontán me sacó del apuro del prologuista tan limpiamente como el propio Fontán me ha sacado otras veces de otros apuros.

Después, superado el trance, me volví a olvidar de esa curiosa afición o arte. Pero algo había aprendido de la prueba, y algo también rememoré con ella, algo que viene a cuento en este número de homenaje al hombre grande.

Caí en la cuenta de que el ex libris entrevisto en los libros de Antonio Fontán era distinto a los de la mayoría que yo había ojeado (y hojeado). Estos abundaban en dibujos con aspecto de litografía expresionista (mayoritariamente malos), en señoritas art nouveau castamente desnudas (mayoritariamente gruesas), en marcos grottescos, panoplias, escudos de armas, grifos, y dragones y barones más o menos rampantes (mayoritariamente sobreactuados); también en cierto humor y, algunos, en lemas solemnemente tópicos.

Lejos de ese bosque barroco y grandilocuente, Antonio Fontán encontró el texto de su ex libris (y esto sí que es «encontrar»), en el Catholicon de Juan de Balbis, obispo de Génova (n. en 1824); su autoría entre los antiguos (me dijo el propio Fontán, claro) es desconocida. Como todas las verdades, probablemente pertenezca ya a todos y a nadie en particular. Dice así:

Haurit / aquam cribro / qui discere vult / sine libro

«Saca agua con una criba el que pretende aprender sin libros». (La criba —cribrum— era el utensilio utilizado en las eras para separar el grano de la paja).

Lo que aprendí es esto: que en casi todos los demás casos, los ex libris venían a ser un espacio mínimo, casi mezquino y hasta vanamente celoso en algunos casos: el espacio meramente dedicado al registro de la propiedad literaria (o libresca); un torpe sello que, en muchos casos, y como tantas famas, probablemente no tenía casi nada que ver con la vida real del dueño del libro.(y del ex libris).

Lo que rememoré es esto otro: que el de Antonio Fontán era, a escala, uno de los muchos aspectos pequeños con los que ha hecho, de su larga vida, algo muy grande.

Doctor en Filosofía. Director del Instituto Cervantes de Lisboa