La cultura es un triángulo con tres vértices. El problema en España consiste en que uno de ellos está tapado u obturado. Los otros dos gozan de buena salud y de reconocimiento público: son el arte y la literatura. El tercero posee, si se quiere, una mala salud de hierro; pero está, por ahora, sano y salvo. Sólo que, para desgracia de todos, no tiene el reconocimiento que se merece. Ese vértice tapado lo ocupa el pensamiento filosófico.
En España hay buenas tradiciones en artes plásticas y en literatura. También en arquitectura (aunque menos, mucho menos en el ámbito musical). Así mismo hay grandes tradiciones literarias, novelísticas, poéticas, teatrales, o de prosa literaria y periodística. Pero la tradición filosófica es escasa.
En épocas decisivas en el desarrollo de la filosofía, como en la Ilustración o en el Romanticismo, o en la segunda mitad del pasado siglo, España quedó siempre rezagada. Por eso, de hecho, la filosofía se inicia, casi de forma absoluta, en este siglo, especialmente a partir de las orientaciones ensayísticas de algunos pioneros como Unamuno, Ortega y Gasset, Xavier Zubiri o D’Ors, y a través de sus seguidores.
Todavía hoy la creación en filosofía tiene, en España, cierto carácter fundacional. La filosofía no ha abandonado aún, aquí, su carácter constituyente. Hoy por vez primera, y de forma bastante generalizada, se halla la filosofía en condiciones bastante normalizadas, u homologada en sus temas, motivos, preocupaciones y despliegues a lo que por tal se entiende en los principales países occidentales.
La filosofía, lo mismo que la literatura, tiene por materia prima la lengua y la escritura. Y la filosofía española posee la inmensa desventaja frente a las filosofías vecinas (francesa, alemana, italiana, anglosajona), la de poseer una escasísima tradición en la cual sustentarse, goza sin embargo de un privilegio que a la larga (mañana o pasado mañana) puede serle providencial: la pertenencia a una comunidad lingüística y de escritura transnacional, ya que afinca en una de las más importantes y universales lenguas (y escrituras) de nuestro planeta.
Sólo que por desgracia esa lengua y esa escritura han estado poco curtidas (tanto aquí como en nuestros países hermanos) en aventuras de pensamiento filosófico. Y en razón de ello no han obtenido todavía el reconocimiento que podrían merecer como lenguas y escrituras aptas para la expresión del pensamiento, o para el desarrollo de filosofías propias, creadoras y originales. En ello se halla la filosofía, en España y en Hispanoamérica, en situación de franca inferioridad en relación a países que, sin disponer de ese tesoro que constituye la existencia de una lengua transnacional, poseen todavía, hoy por hoy, cierto monopolio en lo que se refiere al escalafón del prestigio en negocios de pensamiento.
Ya es hora de que se reconozca este vértice siempre tapado de la cultura española. O de que los poderes públicos comiencen a comprender que una cultura verdadera y sana sólo puede existir en la tensión entre esos tres lados del triángulo. Por mucha pintura y arquitectura, o poesía y novela, que la cultura española e hispana pueda ofrecer, quedará siempre mutilada, o amputada de una de sus más relevantes dimensiones, si el vértice filosófico persiste en permanecer siempre tapado, ayuno del reconocimiento público que se merece.
II
Creo que en filosofía, a diferencia de lo que sucede en el campo de las ciencias, no es prescindible el medio lingüístico en el cual se realiza el trabajo de creación. La investigación científica ha asumido la lengua inglesa como lengua franca a través de la cual realiza sus ponencias y aportaciones. Pero en filosofía eso no puede (ni debe) suceder. La filosofía aspira, ciertamente, al conocimiento; pero tiene un carácter creativo que, en relación al medio oral y escrito en que se expresa, la emparenta a las tradiciones literarias.
Soy de quienes no suscriben incondicionalmente la reducción de la filosofía a narración o a relato. Creo que la filosofía tiene sus propios modos de argumentar, que no son reductibles a los modos argumentativos de la narración o del poema, como tampoco se pueden subsumir en los que son propios y exclusivos de la ciencia (por ejemplo, de la física teórica, de las matemáticas, o de las mismas ciencias humanas o sociales). La filosofía exige la lengua propia del creador, a la cual todo traductor debe acercarse con criterios interpretativos, hermenéuticos. Uno no puede imaginar el Tractatus en otra lengua que el alemán. Ni puede leer a Bertrand Rusell, a Foucault, a Paul Ricoeur o a Rorty sin tener presente las lenguas originales en que sus textos están escritos. Y lo mismo debe decirse de Zubiri, de Ortega o de Unamuno.
La filosofía en su historia ha combinado un género riguroso, bajo el formato del tratado (entronizado por Aristóteles) con un género más ensayístico y cercano a la ficción, sin que ello signifique mengua de profundidad y de exigencia argumentativa, lo cual se advierte ya en los diálogos de Platón, y llega a nuestro siglo a través de grandes escritores y estilistas de la filosofía como Ernst Bloch, Adorno o Benjamin; o bien Heidegger y Gadamer.
En este sentido importa tener claridad sobre la relevancia de ir gestando y consolidando una tradición y una comunidad filosófica en la que esta impronta de la lengua, en nuestro caso la lengua española, se halle en el centro mismo de nuestras preocupaciones. Sería, creo, un grave error por nuestra parte lanzarse a un insensato universalismo, o a un internacionalismo globalizante, en este sensible terreno de la lengua. Creo que el universalismo y el carácter internacional de la filosofía se halla en otra parte: en el inventario temático de los asuntos que trata, y en el acopio de medios e instrumentos disponibles para abordar tales asuntos.
Y en esos aspectos sí que importa alzar o elevar la reflexión filosófica en España a un nivel internacional temático y metodológico que la equipare a otras comunidades. Aunque al respecto hay que decir que el esfuerzo realizado es, en estas últimas generaciones, muy grande, tanto mayor cuanto que debió iniciarse de nuevo esa ascensión después del terrible bache que representó para la filosofía el largo túnel de la dictadura franquista. Una dictadura que a todos nos perjudicó grande y gravemente, pero que se ensañó muy en particular con la filosofía, a la que sometió a un máximo control ideológico, después de que las mejores cabezas de la filosofía de tiempos de la república acabaran su trayectoria profesional en el exilio, y sobre todo en México.
Pero hoy puede decirse, después de veinticinco años de democracia, que la filosofía ha ido adquiriendo un nivel académico en la universidad, y una presencia como actividad creadora en el mundo de la cultura, que ha supuesto el comienzo de una normalidad que es importante contribuir a consolidar.
III
Lo más deleznable de la filosofía de Heidegger radica en su afirmación de que sólo puede pensarse (en el sentido fuerte de la expresión) en lengua griega y alemana. O que de todas las lenguas de la modernidad sólo el alemán destaca por ser en verdad apto para el pensamiento filosófico. Una afirmación así sólo puede desmenterise de forma pragmática: mostrando formas de pensamiento que se producen en otras lenguas. Creo que ha llegado al fin la hora de las lenguas latinas; y no sólo del francés, con importantes tradiciones filosóficas, desde Descartes a Bergson, o desde Montaigne a Sartre, sino también del italiano, del español y de otras lenguas de la Latinidad. Que la filosofía tenga una pretensión ecuménica y universal no significa que no deba asumir la particularidad del medio expresivo en que discurre. La filosofía nunca ha sido neutra en relación a sus formas de dicción. No lo fue en Grecia (Platón es la prueba insigne pero también Aristóteles); no lo fue en la modernidad; no lo ha sido tampoco en el siglo XX, donde la mejor filosofía se ha puesto a prueba en su estilo, o en la materialidad escrita en que se encarnaba (Adorno, Benjamín, Wittgenstein, Heidegger, Foucault).
De hecho toda gran filosofía pretende decir o hacer verdad por medio del trabajo ímprobo y riguroso de la escritura y el estilo; y en este punto la filosofía «es la mejor música» (Platón). La filosofía que lo es de verdad no renuncia jamás a constituir un acto de creación (de lo que Platón llamaba poiésis). Sólo la mala y deficiente filosofía hace caso omiso de su materialidad de escritura, o de literatura de conocimiento, manteniendo un criterio neutro en relación a esa forja y destilado que constituye el trabajo formal y estilístico del texto.
Un trabajo en el que la creación o recreación del filósofo se hermana con la del músico. Por eso la aspiración última del filósofo es extremadamente ambiciosa: proponer Ideas filosóficas que puedan ser asumidas en su posible verdad a través de medios expresivos, lingüísticos o de escritura, que deban evaluarse desde criterios artísticos.
Y eso vale tanto hoy como ayer o anteayer; tiene vigencia en plena modernidad en crisis, en el mundo de cambio de milenio que vivimos, en plena era global; lo mismo que hace quinientos o dos mil trescientos años. Las buenas filosofías son aquéllas que, sobre la base de esos principios, son permeables a los problemas de su tiempo, o saben dar respuestas a éste. Decía Hegel que la filosofía «es la rosa en la cruz del presente».