No había visto nada igual desde que paseé por los pasillos del instituto de enseñanza secundaria donde enseño con La profundidad de los sexos de Fabrice Hadjadj bajo el brazo. El título de este último libro de Gregorio Luri (Azagra, 1955) también ha despertado la casi impertinente curiosidad de todos (alumnos, padres, profesores) con los que me cruzaba. Si en el primer caso se sentían interesados, con El deber moral de ser inteligentes se sentían interpelados.
Luri se apresura a reconocer que el título no es suyo, sino de John Erskine (fundador de la Universidad de Columbia), que escribió en 1914 The moral obligation to be intelligent. Sugiere Luri que Concepción Arenal y Jaime Balmes esbozaron la idea antes que Erskine. En La instrucción del pueblo, Arenal advierte de que permanecer voluntariamente en un estado de letargo intelectual equivale a «mutilar la existencia». La anécdota del título del libro nos da, si la extrapolamos, la categoría de Gregorio Luri. Primero, su infalible olfato lector, capaz, en este caso, de identificar un título que es un lema de poderoso atractivo. Luego, la honradez de jugar siempre con sus fuentes encima de la mesa. A renglón seguido, la capacidad de remontar cualquier originalidad hasta los orígenes. Pero lo más importante es su determinación para poner en práctica lo que lee y escribe. Y un paso más: su habilidad para involucrarnos. Los libros de Gregorio Luri tienen mucho de llamada a la acción, en este caso, de empujar a la inteligencia.
El deber moral de ser inteligentes consiste en una colección de artículos y conferencias con el denominador común de la pedagogía, campo en el que Gregorio Luri es un experto de reconocimiento internacional. A diferencia de lo habitual con este tipo de libros recolectores, aquí nunca decae la intensidad ni el interés ni la coherencia. Gregorio Luri ha demostrado ser un ensayista de mucho empaque —Erotismo y prudencia: biografía intelectual de Leo Strauss (Encuentro, 2012); La escuela contra el mundo (Ariel, 2015); Introducción al vocabulario de Platón (Siltolá, 2015); Elogio de las familias sensatamente imperfectas (Ariel, 2017); etc; pero es, quizá antes, un comunicador sobresaliente. Estas conferencias cumplen al pie de la letra la máxima horaciana de instruir deleitando, y trasladan al papel el tono cordial de su voz.
La lectura no resulta repetitiva porque, aunque el libro no sigue el camino rectilíneo de la argumentación ensayística, logra un armónico expandirse en círculos concéntricos. Los temas van ensanchándose de conferencia en conferencia, sin monotonía o redundancia. Lo consigue gracias a un estilo que aúna amenidad y ambición intelectual. El texto sobre la negligencia es prodigioso: maravillosamente escrito, con gran pulso narrativo y una in- formación ingente, marca de la casa, que redunda en un imperativo moral: el trabajo es mucho más divertido que la indolencia. Lo que queda demostrado, además, con el propio artículo, tan trabajado, fascinante y rematado con donosura: «La condena de quien no hace nada es que nunca puede darse un descanso».
El reto de conseguir la atención
¿Cuáles son esos temas concéntricos? Primero, la crítica constante a los datos y los tópicos indiscutidos. Oímos repetir sin pausa que el 65% de los niños actuales acabarán trabajando en sitios que ni imaginamos. Luri comenta:
«Nadie nos explica nunca cómo ha conseguido obtener datos tan precisos sobre un futuro del que, por supuesto, sabemos tan poco». Cuando acepta un dato, no se queda en él, sino que extrae conclusiones. Si el Informe Pisa de 2009 constata que los profesores gastan como media el 20% del tiempo de clase en sofocar las pequeñas interrupciones, Luri concluye: «Es decir, de los cinco días lectivos semanales uno lo dedicamos a intentar poner orden». Por último, no se deja impresionar por la originalidad de las teorías. Se atreve a denunciar que «lo novedoso parece sustituir a lo bueno en el orden de nuestros valores». No solo desmonta tópicos, también actitudes: «Hoy en el mundo de la educación nadie parece molesto si le dices que está equivocado, pero se deprime si sospecha que está anticuado».
Liberado, dedica su atención a un valor tan poco original como a la atención. El reto pedagógico más importante del presente consiste en educar la atención: «la llave de acceso a nuestra inteligencia». Vacunado de novedades y novelerías, puede leer con provecho a Jaime Balmes, nada menos: «Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo, atesorando siempre un caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud; y finalmente las recuerda con más facilidad, a causa de que, con la continuada atención, estas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada». Balmes añade una consideración más ética, que se compagina bien con el tono moral del libro de Luri. Quien es atento resulta, encima, «más urbano y cortés. […] Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención».
La pulcritud intelectual
Esas buenas maneras, Luri las eleva a rango de mejoras educativas. Se declara ferviente partidario de una innovación pedagógica: la de la puntualidad de los profesores, que evitaría lógicos desórdenes de convivencia y pérdidas absurdas de tiempo. Y partidario de otra innovación: la de los pasillos limpios, que servirían de correlato objetivo de la pulcritud intelectual.
No hay que sacar la impresión de que Gregorio Luri se contenta con exponer con encanto lo evidente. Ya hemos hablado de lo bien pertrechado de datos y de estudios que llega a sus conclusiones. Él viene de casa con la tarea hecha. Pero, a cambio, nos manda más tarea. Defiende una educación que ponga al alcance del alumno la excelencia.
«Un maestro es», recalca, «el amante celoso de lo mejor que puede llegar a ser un alumno».
Por eso, reacciona contra esa «tolerancia represiva», en palabras de Herbert Marcuse, que, a fuerza de pensamiento débil y de absolutizar el relativismo, termina educando contra el amor a la verdad. Solo desde el respeto a los hechos y el cuidado de las palabras («los seres humanos estamos hechos de palabras», subraya Luri) podemos hacer algo noble con nosotros mismos. Ese empeño, que Rob Rieman llama «nobleza de espíritu», Gregorio Luri lo llama «humanismo», aunque son dos gotas de agua. No es extraño que ambos pensadores coincidan en citar con veneración a Jan Patocka, que en Platón y Europa insistía:
«El cuidado del alma no tiene por finalidad el conocimiento, sino que el conocimiento es para el alma un medio de llegar a ser lo que puede ser, de alcanzar lo que aún no es por completo».