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Aquellos que nos sentimos profundamente arraigados en la cultura del libro, valoramos el encuentro con un manuscrito como De tristitia Christi, que escribió, en los primero meses de 1535 y últimos de su vida, un prisionero en la Torre de Londres, tan extraordinariamente singular como fue santo Tomás Moro. Debemos al dominico Pedro de Soto, que lo entregó al conde de Oropesa, embajador del emperador Carlos V, y al celo de san Juan de Ribera, que lo recibió de aquel, el que hoy España, la ciudad de Valencia, tenga encomendada esta valiosísima reliquia (thesaurus absconditus, en expresión acotada por el Patriarca), depositada en el colegio valenciano del Corpus Christi y publicada en 1998, en edición bilingüe, por el Ayuntamiento de esa ilustre ciudad, cuna de otro gran humanista como Luis Vives, amigo de Moro.

Como Moro confiesa en el Diálogo del consuelo contra la tribulación, al sentirse privado injustamente de su libertad,«en nuestro temor queremos tener presente la agoníade Cristo ante su muerte, agonía que para consuelonuestro quiso padecer antes de su Pasión, para que ningúntemor nos llevara a nosotros a la desesperación». ÁngelGómez-Hortigüela, en su riguroso estudio publicadojunto con la edición valenciana, advierte que para Morola oración es el camino para que Cristo nos infunda fortaleza y podamos superar toda tentación. Es muy expresivo el comienzo de la obra: De tristitia, taedio, pavore et oratione Christi ante captationem eius. Ciertamente Moro recuperaen la oración la calma, la paz interior y se preparapara morir asumiendo como propia la Pasión de Cristo.Después de la última cena, baja con Él desde el cenáculopor la Escala de los Macabeos y atraviesa el torrente deCedrón, «valle de lágrimas y torrente de tristeza». Con elMaestro entra en el Huerto de los Olivos.

En este último acto del drama de su vida, Tomás Moro funde su ánimo con el de Cristo, confunde su agonía en Getsemaní con la propia en la Torre, y siente con Él la misma angustia e igual amargura. Pero no se hunde, porque recuerda con san Pablo el aliento del Hijo de Dios: «Fiel soy yo y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas, sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla». Peter Ackroyd («The life of Thomas More» Vintage Books, 1999, pág. 372), su gran biógrafo, observa que, posiblemente, Moro vio venir una Reforma que destruía, más que iglesias y abadías, la unidad de la Iglesia.

El prisionero concluye, en una de sus cartas a su querida hija Margaret: «Que por su agonía se digne a ayudarnos en la nuestra, para que no se vea frustrado ese lugar del cielo por nuestra estupidez y cobardía». Pero, volviendo al núcleo principal del manuscrito, recuerda que Cristo acude a sus discípulos, que se duermen, con la ausencia que genera la tristeza. Como indica Gerard B. Wegemer (TomásMoro, Ariel, 1998, pág. 229), «los apóstoles representan a las autoridades de la Iglesia, que se duermen en sus laureles», mientras que los que contrataron a Judas representan a «otros gobernantes y otros césares».

Moro evoca las palabras del Maestro: «Mi alma está triste hasta la muerte, permaneced aquí y velad conmigo», mira a su alrededor y siente la cruel soledad de su celda. Y, de nuevo, escucha la voz de san Pablo: «Para mí, vivir es Cristo y morir es una ganancia», por lo que «deseo disolverme y estar con Cristo». En ese momento de terrible angustia, el prisionero recuerda la súplica de Cristo al Padre entregándole su voluntad y recuerda el adagio: «Quien vive bien, siempre ora», y escucha al Maestro: «Levantaos y orad para que no entréis en tentación».

El condenado evoca la necesaria santidad del sacerdote, unida siempre al reconocimiento de los pecados para poder acceder con dignidad al sacramento de la Eucaristía, y no convertir la comunión en blasfemia. Una blasfemia que es, también, traición al Maestro, como el beso infamante de Judas, aquel al que Cristo llama generosamente amigo, antes de entregarse en el momento del prendimiento.

Moro repite con los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas: «Quien quiera ser mi discípulo, coja su cruz y sígame». Su seguimiento culmina eligiendo «una muerte gloriosa con preferencia a una vida miserable».

El manuscrito se cierra con un salmo: «Bendito el Señor, Dios de Israel, el único que hace cosas admirables». «La tribulación y la angustia me encontraron. Tus órdenes son mi meditación». El prisionero, olvidada ya la pompa de sus años de canciller de Inglaterra, se agarró con fuerza al madero de la cruz del Maestro, le fue definitivamente fiel, y así pudo cargar libremente con la suya, superando su dignidad la ignominia de su condena. «The King’s good servant, but God’s first».

II. España supo siempre estar cerca de quienes profesaron con valor la fe de Cristo, arriesgándolo todo y convirtiéndose en la voz de la conciencia de su tiempo, al asumir el riesgo de defender su libertad personal frente a las presiones y abusos del poder. Por eso, los españoles solemos decir que de cobardes no hay nada, o casi nada, escrito.

Ya en el siglo XVI, en el que Tomás Moro alcanzó la palma del martirio, hubo plumas españolas que glosaron el elogio de su vida y de su muerte. Este fue, precisamente, el título de la obra que, en 1592, le dedicó Fernando de Herrera, nuestro gran humanista, que consagró la memoria de los hechos de aquellos hombres, como Tomás Moro, que se dispusieron a todos los peligros, «por no hacer ofensa a la virtud, y escogieron antes la honra y alabanza de la muerte, que el aburrimiento y vituperio de la vida».

Es esta, y no otra, nuestra visión católica, siempre universal, de los valores y creencias que configuran nuestra personalidad y definen nuestra historia.

En el siglo XVII encontramos un rotundo epitafio de Lope de Vega, en sus Rimas humanas, titulado «De Thomás Moro, inglés». Con resonancia herreriana, reza así:

«Aquí yace un Moro Santo, / en la vida y en la muerte/ de la Iglesia Muro fuerte, / Martyr, por honrarla tanto. / Fue Thomás, y más seguro/ fue Bautista que Thomás; / pues fue, sin volver atrás, / Martyr, Muerto, Moro y Muro».

Por ello, podría calificarse como de correspondencia providencial con el testimonio de España, de sus santos y de sus héroes, en defensa de la fe católica, el que el último manuscrito de Tomás Moro esté en nuestro suelo.

III. Finalmente, desde la propia cultura inglesa evocaremos un elogio contenido de nuestro santo. Se trata del recuerdo que le dedicó Winston Churchill en su obra History of the English-speaking peoples. En ella, el gran estadista reconoce el testimonio vital de Moro con estas palabras:

La oposición de Moro y de Fisher a la supremacía

que el rey pretendía ejercer en el gobierno de la Iglesia

fue una actitud noble y heroica. Si bien eran conscientes

de los defectos del sistema católico de su tiempo, odiaban

y temían el nacionalismo agresivo que estaba destruyendo

la unidad de la cristiandad… Moro tomó la defensa

de todo lo que había de bueno en la concepción

medieval. Él encarna ante la historia la universalidad de

la Edad Media, su creencia en los valores espirituales y

su sentido instintivo de la trascendencia. El hacha cruel

de Enrique VIII decapitó no solo a un consejero sabio y

competente, sino también a un sistema que, aunque no

practicara lo que predicaba, durante mucho tiempo inspiró

los sueños más radiantes de la humanidad.

A nosotros nos toca hoy recuperar el mapa de Utopía que trazaron esos mismos sueños.