En su libro Contra el tiempo, finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2016, el joven pensador mexicano Luciano Concheiro se suma al debate sobre las consecuencias de la velocidad en la sociedad contemporánea, e indaga el modo de librarse de ella. Una de sus intuiciones más interesantes es que «la lógica de la aceleración es un torbellino que atrae todo hacia sí para incorporarlo a su veloz movimiento circular». De ahí que, en su opinión, resulte inútil enfrentarse a la aceleración con lentitud, como propone el slow movement: antes o después, dice, «los intentos por querer ir más lento terminan siendo infestados por su dinámica y, sin excepción, se vuelven veloces».
Como no podemos detener esa dinámica, Concheiro aconseja huir de ella mediante una vivencia del tiempo basada en el instante, «un tiempo fuera del tiempo». Se trata de adoptar una actitud no de abierto enfrentamiento, sino de «resistencia tangencial que, aunque no transforme la realidad circundante, nos permita escapar por momentos de la velocidad». Cada cual debe identificar aquellas prácticas que le sirvan para zambullirse en el instante y escapar así del tiempo.
La propuesta de Concheiro me parece insuficiente. Entre otras cosas, porque no aclara cómo la concatenación de experiencias temporales puede ayudar a articular una narrativa coherente que dé sentido a nuestras vidas, que es precisamente uno de los males más serios que achaca a la aceleración. Si el instante no es más que un «mientras tanto» y si renunciamos —como él recomienda— a las «causas trascendentales» y a las «grandes expectativas», ¿de dónde vamos a sacar la narración que dé sentido a la vida acelerada que transcurre entre instante e instante?
Ahora bien, si trascendemos la fragmentación posmoderna en que encalla la segunda mitad del libro, la estrategia de Concheiro puede darnos una pista inicial —que luego habremos de completar— sobre el modo de contrarrestar ciertas tendencias que amenazan el ideal de la educación liberal.
TIEMPO PARA LEER, PENSAR Y CONVERSAR
Hoy tenemos una serie de fuerzas que conspiran contra el alma grande de la universidad: la lógica utilitaria, la multiplicación de la burocracia, la distracción digital, el relativismo, la corrección política… Lo peligroso de estas tendencias es que transforman la universidad en algo mezquino: alejan a los profesores de su vocación intelectual —que es una llamada a la magnanimidad— y les quitan tiempo, energía o libertad para sus importantes quehaceres.
Todas estas fuerzas forman una vorágine antiacadémica; un torbellino rapidísimo que distrae a los profesores de lo esencial. ¿Cómo resistir a esas tendencias? ¿Es realista enfrentarse a ellas de frente? ¿Debemos, por ejemplo, renunciar a las expectativas que la sociedad actual tiene de la universidad —preparar a los alumnos para el mercado laboral— y entregarnos sin mayores preocupaciones a la construcción de nuestro proyecto cultural en una Arcadia feliz?
Aquí es donde veo útil el planteamiento de Concheiro: más que ofrecer una estrategia de confrontación, podemos oponer una resistencia tangencial, que nos ayude a escapar del torbellino antiacadémico a través de la vivencia de momentos de reflexión y diálogo. También podemos llamarlos experiencias de educación liberal, donde se cultiva el saber por sí mismo en compañía de otros profesores.
«Entender la universidad como una comunidad de intelectuales supone colocar en el centro de la vida académica las conversaciones entre maestros y discípulos»
Una iniciativa interesante es el programa DOCENS, destinado a los profesores en formación de la Universidad de Navarra. Según explica Alfonso Sánchez-Tabernero, una de las prioridades del programa es facilitar momentos —sobre todo, a través de seminarios— para que los participantes lean, reflexionen y conversen sobre lo leído con otros profesores. Además, «a cada profesor junior se le ofrece [el acompañamiento de] un mentor, que es un profesor experimentado de su propia disciplina. Con él mantiene conversaciones periódicas, establece una lista de lecturas y puede solicitar su ayuda o consejo cuando lo desee».
Pienso que la figura del mentor, sugerentemente perfilada por José Antonio Ibáñez-Martín en su libro Horizontes para los educadores (Dykinson, 2017), podría incorporarse a otras iniciativas que vayan en la misma línea. Por ejemplo, un programa personalizado de cultura general, en el que los mentores ayuden a los profesores más jóvenes a diseñar un plan de lecturas para refrescar conceptos, autores y períodos fundamentales de la historia del arte, la literatura, la filosofía o la ciencia. O un programa de «grandes libros» para profesores, orientado a cubrir lagunas de obras fundamentales de la literatura y el pensamiento.
Quizá a algunos este enfoque les parezca demasiado modesto. Si la universidad —cualquier universidad— está llamada a ser una comunidad de intelectuales, ¿no debería la educación liberal impregnar toda la vida académica, en vez de plantearla en términos de «momentos» o de «experiencias»? Desde luego. Pero hay que contar con que el ambiente intelectual de las universidades del siglo XXI no es el mismo que había en la Universidad de Oxford en el siglo XIX. Un dato significativo recogido por Carles Geli en un reportaje de El País: en España, las primeras tiradas de los libros de ensayo no suelen superar los 1.500 ejemplares. Y aunque la venta electrónica ha aumentado, la dificultad para llegar a más lectores está llevando a las editoriales de no ficción a buscar libros más divulgativos. Parece que la consigna de moda en el sector es enseñar sin aburrir, como dice uno de los editores citado en el reportaje (cfr. «La gran mutación del ensayo», 12-06-2017).
En este contexto, donde se ve que tenemos menos tiempo (o ganas) para leer y pensar, estoy convencido de que el mejor servicio que una universidad puede prestar a sus profesores es ayudarles a encontrar momentos en los que puedan realizar su vocación intelectual más auténtica. En los que no se les exija acreditar resultado alguno y se les deje leer, pensar y conversar tranquilamente con otros profesores. La idea es pasar de un modelo de universidad «barrendera de ilusiones» (Roberto L. Blanco Valdés) a otro posibilitador; es decir, no una universidad que cargue a los profesores con pesadas tareas que nada tienen que ver con su vocación intelectual, sino una que ofrezca oportunidades de realización.
UNA IDENTIDAD CLARA
Ahora bien, para resistir a la vorágine antiacadémica, no bastan los momentos dispersos, por muy enriquecedores que sean: hace falta, además, una identidad clara. Lo explica muy bien Ana Marta González, con un planteamiento que a mi juicio supera al de Concheiro. A diferencia de la «fragmentación de las experiencias» típica de la cultura posmoderna, que nos deja sin una narrativa coherente, saber quiénes somos —tener clara la visión de la universidad que queremos ser— y actuar conforme a esa identidad nos ayuda a «contrarrestar las presiones externas». Entonces la universidad no tiene por qué plegarse «al ideario que inspira de hecho los procesos del mercado», porque puede oponer a él su propio ideario.
¿Qué es una universidad? El filósofo británico Michael Oakeshott responde en su libro La voz del aprendizaje liberal (Katz, 2009): «La universidad consiste en un grupo de personas dedicadas a un tipo de actividad […]: la búsqueda del conocimiento». Pero es evidente que «las universidades no tienen el monopolio de esta actividad»: también un ermitaño dedicado al estudio o una escuela infantil, añade, participan de esta actividad. «Lo que distingue a una universidad es su manera especial de abordar la búsqueda del conocimiento», caracterizada por «un emprendimiento cooperativo».
UNA GRAN «CONVERSACIÓN»
Dentro de ese grupo de personas, los intereses son di-versos y cada uno se dedica a una rama del saber. Pero la búsqueda del conocimiento no es inconexa. Gracias a que esa búsqueda se hace dentro de una comunidad de personas que están próximas —es decir, que coinciden y que se hablan—, cada rama del saber va compareciendo y aportando su voz. El resultado es una gran «conversación», cuyo tono «surge de la calidad de las voces que tienen la palabra, y su valor está en los recuerdos que va dejando en la mente de quienes participan en ella».
En el contexto actual, el mejor servicio que una universidad puede prestar a sus profesores es ayudarles a encontrar momentos para leer, pensar y conversar
Es lo mismo que dice Newman en sus Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria (EUNSA, 1996). El pensador inglés define la universidad como un lugar de encuentro entre profesores y alumnos, «celosos por sus respectivas ciencias», cuyos saberes distintos acaban integrándose en una unidad gracias a un clima de sereno intercambio. «Aprenden así a respetarse, tenerse en cuenta, y ayudarse unos a otros. Se origina en consecuencia una atmósfera clara y pura de pensamiento», en donde todos respiran y adquieren «un hábito de la mente que dura toda la vida».
Por su parte, Ana Marta González define la universidad como «un espacio donde la convivencia entre profesores y alumnos gira en torno a la búsqueda de la verdad en libertad». Lo que, entre otras cosas, supone admitir: «que hay una verdad», «que la verdad es difícil» y «que solo se puede alcanzar en libertad y con la ayuda de otros».
¿Qué implicaciones tiene el hecho de entender la universidad como una comunidad de intelectuales o de «buscadores de la verdad» (Víctor Pérez Díaz)? Una muy evidente es que la universidad debe ser un lugar de encuentro, por supuesto entre profesores y alumnos, pero también entre profesores. De hecho, dada la coincidencia de preocupaciones e intereses comunes, así como la estima compartida por la vida intelectual, es más probable que la amistad se afiance antes entre los profesores.
En segundo lugar, esta visión de la universidad vuelve a colocar en el centro de la vida académica las conversaciones con los maestros, cuyo fruto más maduro es la impronta que dejan en la manera de pensar de los discípulos. Como explica Pérez Díaz en un capítulo del libro colectivo La Universidad cercada (Anagrama, 2013), «lo que los docentes transmiten a los alumnos no se limita a sus asignaturas y lo que cuentan en unos libros o unas clases, sino que incluye en primer término su manera de ser y su vida intelectual».
Mediante el contacto directo con los maestros, los discípulos tienen la oportunidad de aprender por imitación «sus gestos intelectuales, es decir, sus modos de razonar y de expresarse, su uso de la metáfora, el estilo de su tratamiento del material empírico, las connotaciones emocionales de su opinión sobre las personas, la generosidad o la mezquindad de su juicio, la amplitud o la estrechez de su horizonte, su impaciencia o su calma, su disposición a decir sí o no a determinados estímulos, y la evocación de sus experiencias, que el discípulo tendrá luego que reconstruir combinando sus palabras explícitas, sus alusiones y sus silencios».
Por su parte, Oakeshott habla de una comunidad universitaria formada por tres tipos de personas: «Los académicos, los académicos que también son profesores y aquellos que llegan para que les enseñen, los estudiantes». Los dos últimos nos resultan familiares, pero ¿quiénes son esos académicos que no son profesores? Son personas —dice Oakeshott— de las que se espera que «dediquen todo su tiempo ocioso al aprendizaje, y que sus colegas tengan la ventaja de aprovechar sus conocimientos a través de conversaciones con ellos y que el mundo, quizá, se beneficie con sus escritos».
Vuelvo a la idea del mentor: ¿se imaginan cómo sería el nivel cultural de una universidad que contara con una reserva de maestros, cuya única ocupación fuera leer, pensar, escribir y conversar con los profesores y alumnos que fueran a visitarlos?
Desde el punto de vista de los estudiantes, la universidad —sostiene Oakeshott— es también «un extraño momento de transición en sus vidas». Es extraño porque seguramente no van a gozar de tanto tiempo ni de tanta libertad para dedicarse a la búsqueda del conocimiento. Sin obligaciones acuciantes a la vista, tienen por delante varios años para zambullirse tranquilamente en las «conversaciones con sus profesores, con sus compañeros y consigo mismos», y descubrir así «su destino intelectual». La universidad es «un momento en el que se puede saborear el misterio sin tener que buscar una solución inmediata. Y todo esto, no en un vacío intelectual, sino rodeado de todo el conocimiento y la bibliografía heredados y de la experiencia de nuestra civilización; no solo solos, sino en compañía de espíritus afines».
«¿Y qué hay de la cosecha?», se pregunta Oakeshott. ¿Qué «marca» debería dejar a los estudiantes su paso por la universidad? Desde el punto de vista intelectual, «se puede suponer que ha adquirido algún conocimiento y, más importante aún, una cierta disciplina mental». Esa disciplina les hará capaces «de buscar algún significado de todo aquello que afecta a la humanidad»; habrán «aprendido algo que lo(s) ayudará a tener una vida más significativa». Y desde el punto de vista moral, cabe esperar que hayan ampliado «el alcance de su sensibilidad moral» y que hayan afinado sus convicciones. No es que el saber les vaya a convertir en mejores personas, pero si de verdad han aprendido a apetecer la verdad, terminarán por querer dirigir su vida conforme a ella.
LA DISCIPLINA MENTAL
La disciplina mental de la que habla Oakeshott nos lleva a Newman, para quien la razón de ser de la universidad es educar la inteligencia; es decir, prepararla para el goce del saber liberal, «ponerla en condiciones de contemplar y comprender la verdad». La universidad cumple su cometido cuando inculca en los estudiantes «cultura intelectual», esto es, cuando enseña a pensar, cuando les mueve a apetecer la perfección del intelecto.
Como expliqué en mi libro Pensamiento crítico: una actitud (UNIR, 2016), «la universidad debe ser un lugar que enseñe el buen gusto en el pensar; que eduque el intelecto de tal forma que le haga preferir los matices, la calma y el rigor a los tópicos de brocha gorda; que inculque en los estudiantes la sensibilidad para distinguir las ideas valiosas de las que no lo son».
CONTRA LAS IDEAS INTOCABLES
La actitud reflexiva de la que hablan Newman y Oakeshott también es clave para plantar cara a los tópicos dominantes de nuestro tiempo; es decir, aquellas ideas que se consideran intocables en la opinión pública, no porque se apoyen en buenas razones, sino porque nadie se atreve a cuestionarlas. Y a fuerza de no cuestionarlas, acaban cristalizando en una estructura de corrección política, en una mentalidad hegemónica que puede llegar a ser opresora.
¿En qué consiste la actitud reflexiva? Se trata de una disposición de fondo que nos mantiene en guardia frente a las explicaciones simplistas o superficiales y que nos invita, en palabras de Luis Romera, a «lograr comprensiones de mayor penetración y alcance». Implica dos movimientos:
1. En primer lugar, la actitud reflexiva invita a repensar lo que se da por sentado. No por frivolidad o por afán de originalidad —dice Romera—, sino por el deseo de obtener una comprensión más profunda de los problemas. Es, por tanto, una actitud positiva: mediante la reflexión, intentamos detectar lo que no cuadra en una explicación, lo que chirría, lo que nos parece tramposo.
2. Pero «la actitud reflexiva no se agota en la crítica». Una vez identificados los presupuestos erróneos o incompletos de un planteamiento (porque detectamos, por ejemplo, que hay «unilateralidades, exageraciones, reduccionismos»), viene la parte creativa. Gracias a la comprensión más adecuada a la que hemos llegado, estamos en condiciones de afrontar mejor los aspectos del problema que hasta ahora habían permanecido ocultos.
La actitud reflexiva no es impertinencia ni orgullo. Todo lo contrario: es humildad intelectual. En vez de aferrarnos histéricamente a nuestras opiniones, decidimos revisarlas para ver si se adecúan a la realidad. Y lo mismo hacemos con las «verdades» que se tienen por intocables en un determinado momento histórico. De ahí la necesidad de elaborar «la crítica a lo asumido como “políticamente correcto” en un contexto social», añade Romera. A través del diálogo, contrastamos las diversas concepciones y las enjuiciamos «con la convicción de que es legítima la pretensión de intentar alcanzar una comprensión mejor de lo cuestionado».
Enseñar a pensar así a alumnos y profesores —despertarles la pasión por la actitud reflexiva— bien puede considerarse la gesta más heroica, la tarea más noble de una universidad.