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Stanley Pignal. Director de la oficina de The Economist en Bruselas y autor de la columna Carlemagne (Carlomagno), sobre asuntos europeos, del mismo semanario. Anteriormente, Pignal fue editor de banca y supervisó la cobertura de las instituciones financieras desde Londres.


Avance

Francia, la República Federal de Alemania, Italia y otros países europeos estrecharon lazos tras el horror de la Segunda Guerra Mundial para crear y poner en marcha lo que hoy es la Unión Europea (UE). Conseguir que Europa occidental estuviera tan integrada como para que sus Estados no se enfrentaran de nuevo, y fuera tan rica como para eludir el comunismo, fueron dos de las grandes ideas fundadoras. Setenta años después, hay conflicto bélico de nuevo en nuestro continente y Bruselas se plantea pasar de 27 a 36 miembros, nueve más, incluida Ucrania. La pertenencia está dictada por las circunstancias, y no tanto por preocupaciones filosóficas, igual que ocurrió en el tiempo de la Guerra Fría.

Según The Economist, los mayores desafíos actuales —la guerra de Ucrania, la competencia con China, el aumento de la migración en el Mediterráneo, la gestión del cambio climático— son geopolíticos. Esto ha supuesto que Europa vuelva su mirada a la geografía, después de años en los que no pensaba para nada en ampliaciones. La última nación que ingresó en la UE fue Croacia, en 2013, y la penúltima, Rumanía, en un ya lejano 2007. «Es posible que los franceses y los albanos no estén totalmente de acuerdo en los rasgos civilizadores que comparten, pero saben que comparten el mismo trozo de roca euroasiática. En estos momentos, eso parece más importante», afirma.

Los dirigentes europeos consideran que las diversas ampliaciones de la UE han sido las mejores decisiones políticas de la institución, por encima de grandes proyectos como la introducción del euro o el mercado único. Grecia, Portugal y España se incorporaron después de décadas gobernados por dictaduras. Entre 2004 y 2007 el bloque acogió a una docena de nuevos miembros, la mayoría de los cuales habían sufrido el yugo soviético. El hecho de que las fronteras de la UE se extiendan hasta Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría ha facilitado la ayuda a una Ucrania agredida bélicamente por Rusia. Las ampliaciones son historias de éxito y dan pie a la esperanza para otras futuras. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, hasta ahora escéptico con la expansión, ha rectificado y la apoya. Lo mismo ocurre en Berlín. La guerra en Ucrania ha provocado el cambio, por los miedos que desata. El desafío es espectacular porque llaman a la puerta Bosnia, Serbia, Kosovo, Macedonia, Albania, Montenegro, Moldavia, Georgia y, sobre todo, Ucrania. La fecha de 2030 es una de las que se manejan para empezar la ronda de acogidas.

The Economist recuerda que los líderes comunitarios no llegaron a definir la «identidad europea» hasta 1973, cuando invocaron los valores de sus órdenes jurídico, político y moral y se comprometieron a conservar la rica variedad de sus culturas nacionales. Dado que los valores eran universales (la democracia, el principio de legalidad, la libertad de conciencia y el respeto a los derechos humanos, entre otros) y las culturas diversas, no había una razón fundamentada para mantener a Europa del Este fuera tras la caída del comunismo. La adhesión a la UE se convirtió, en teoría, en una cuestión de criterios técnicos. Lo mismo ocurre ahora. Una Europa mayor y mejor es factible.


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Curiosamente, el único continente que se ha unido bajo un tipo moderadamente eficaz de gobierno multinacional no es realmente un continente. Puede que los anglófonos llamen a Europa «el continente», pero esto se debe a que su idioma evolucionó en una isla frente a sus costas. De hecho, se trata simplemente de un intrincado promontorio de Eurasia. Esto plantea un rompecabezas a los geógrafos: ¿dónde acaba Europa? Concretamente, la frontera oriental es difusa. El consenso actual afirma que discurre por Rusia a lo largo de los Urales, se vuelve imprecisa por un momento y continúa después por la cuenca del Cáucaso hasta el Mar Negro. Esto convierte no solo a Rusia, Turquía y Georgia en semieuropeas, sino también a Kazajistán y quizá Azerbaiyán. Y coloca a Armenia fuera de Europa, aunque muchos armenios no estarían de acuerdo.

Obviamente, Europa es más que un mero concepto geográfico. Pero otras definiciones también generan confusión. Si Europa está allí donde dominan los poderes europeos, el colonialismo se ha asegurado de que se extienda por todo el planeta. Cruce la frontera más occidental de los Países Bajos y entrará directamente en Francia, ya que se encuentra en la isla caribeña de San Martín, que se repartieron entre ambas. Defina, por otro lado, Europa desde un punto de vista cultural y se dará cuenta de que la música polka se parece más a la norteña mexicana que al flamenco español, y que el ouzo griego y el arak libanés son la misma bebida. Si se fija en los valores políticos, verá que muchas democracias de fuera de Europa encajan en el modelo, mientras que algunas cuasidictaduras internas puede que no. Céntrese en la religión o en la raza y estará cayendo en la intolerancia, algo que es considerado antieuropeo hoy en día.

Todo esto podría parecer una cuestión académica si no fuera porque la pregunta de qué define Europa es vital para los países que quieren unirse a la Unión Europea. De entre los actuales candidatos serios —seis países de los Balcanes occidentales, más Georgia, Moldavia y Ucrania— la mayoría se encuentran claramente dentro de los límites del continente. Todavía no han ingresado en la UE porque no han cumplido con sus criterios de adhesión. Pero esos mismos criterios son, en parte, producto de siglos de debates sobre lo que significa ser europeo. Y el instinto de los votantes de la UE sobre quién merece pertenecer al club ha sido configurado por la historia.

La paz perpetua

La idea de Europa nació en la Antigua Grecia, donde se contrastaba con una Asia despótica y bárbara. Tras la caída del Imperio romano, el sueño de la reunificación europea apareció de forma recurrente. En la Edad Media, se concretó en la unión de la cristiandad contra el islam. En los siglos XVII y XVIII, mientras las guerras de religión e imperiales hacían estragos, surgieron ideas seculares. En 1712 el abad de Saint-Pierre abogó por una «unión europea», y en 1795 Immanuel Kant propuso algo parecido en su obra La paz perpetua. Por desgracia, el tipo que se afanaba en intentar unir el continente en esa época hacía uso de métodos más sangrientos, hasta que se le detuvo en Waterloo.

La idea de la Ilustración de quién pertenece a Europa residía en la supuesta racionalidad y cosmopolitismo de los europeos. El siglo XIX añadió la idea de las culturas y los pueblos intrínsecamente europeos —o, lo más peligroso, las razas—. Ese nacionalismo se tradujo en más guerras y, en su sentido de culpabilidad posterior, llamamientos a la unidad europea. El movimiento europeo moderno se inició después de la I Guerra Mundial. Algunos de sus fundadores la consideraban una forma de que Europa compitiera con América y la Unión Soviética, lo que implicaba que Rusia no podría unirse nunca. Ni tampoco, según creían algunos, podría hacerlo Gran Bretaña, que se identificaba más con su imperio que con Europa (tenían razón de que esto suponía un problema). Cuando un primer gobierno europeo federal finalmente llegó tras la II Guerra Mundial, su misión fue política y económica: hacer que Europa occidental estuviera tan integrada como para que sus Estados no se enfrentaran de nuevo y fuera tan rica como para eludir el comunismo. La pertenencia estaba dictada por las circunstancias de la Guerra Fría, y no tanto por preocupaciones filosóficas insustanciales. Los líderes comunitarios no llegaron a definir la «identidad europea» hasta 1973, cuando invocaron «los preciados valores de sus órdenes jurídico, político y moral» y se comprometieron a conservar «la rica variedad de sus culturas nacionales». Dado que los valores eran universales (la democracia, el principio de legalidad, etcétera) y las culturas diversas, no había una razón fundamentada para mantener a Europa del Este fuera tras la caída del comunismo. La adhesión a la UE se convirtió, en teoría, en una cuestión de criterios técnicos.

Pero las mismas instituciones unificadoras que apoyaron la UE empezaron a reavivar las divisiones. La libre circulación obligó a los franceses (y a los británicos, durante un tiempo) a aceptar un número ilimitado de polacos y búlgaros. La unión monetaria forzó a los alemanes y neerlandeses a compartir presupuesto con los italianos y griegos. La legislación europea significó que cuando Hungría llenó sus tribunales, se generó un problema para todos. Se abrieron las antiguas fisuras: protestantes, católicos y ortodoxos; galos, germánicos y eslavos. Tras la crisis del euro de 2010- 2012 y la crisis migratoria de 2015-2016, pocos pueblos europeos estaban interesados en nuevos miembros.

Rematando la faena

En los últimos tiempos, los líderes europeos vuelven a mostrarse entusiasmados por la ampliación. Para entender por qué, resulta útil consultar al que posiblemente sea el mayor filósofo europeo del siglo XX: Ludwig Wittgenstein. El austriaco creyó en algún momento que el lenguaje debe referirse a cosas diferenciadas del mundo real, y que la filosofía debería aspirar a hacerlo exacto, como una ciencia. Más tarde, llegó a la conclusión de que eso era absurdo. Las palabras no pueden ser definidas con precisión; sus límites son difusos. Su significado radica en la forma en que las personas las usan para conseguir lo que quieren.

Lo mismo ocurre con la palabra «Europa». Los sentimientos de los europeos sobre quién merece estar en la UE depende de los problemas sobre los que estén discutiendo. La unión monetaria y los conflictos sobre el principio de legalidad son cuestiones de instituciones y cultura, y centran la atención en las distintas identidades e historias de los europeos. Pero los mayores desafíos actuales —la guerra de Ucrania, la competencia con China, el aumento de la migración en el Mediterráneo, la gestión del cambio climático— son geopolíticos. Esto ha hecho que Europa vuelva su mirada a la geografía. Es posible que los franceses y los albanos no estén totalmente de acuerdo en los rasgos civilizadores que los caracteriza, pero saben que comparten el mismo trozo de roca euroasiática. En estos momentos, eso parece más importante.


© The Economist. Reproducido aquí con permiso tras la compra de derechos al titular. El artículo original se publicó en The Economist (30/9/2023), p. 24. Traducción de Tridiom.


Foto: © Viktolio / Shutterstock.com

Director de la oficina de «The Economist» en Bruselas y autor de la columna Carlemagne (Carlomagno), sobre asuntos europeos, del mismo semanario. Anteriormente, Pignal fue editor de banca y supervisó la cobertura de las instituciones financieras desde Londres.