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Jorge Freire (Madrid, 1985) es filósofo y escritor. Premio Málaga de ensayo 2020, escribió dos reconstrucciones biográficas: Una mujer rebelde en la edad de la inocencia, sobre la novelista Edith Wharton; y Nuestro hombre en España, sobre la estancia de Arthur Koestler en nuestro país. Es autor de los ensayos Agitación (sobre el mal de la impaciencia), y Hazte quien eres. 

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Avance

En estos tiempos marcados por la cultura de la cancelación, es preciso distinguir entre tolerancia y respeto, como expone el autor en este artículo. «Tolerarse —dice María Zambrano— es soportarse, y, aunque es algo, no es creador ni caritativo». Otra cosa distinta es el respeto: respectus es resultado de los sumandos re y spectum, mirar atrás, que además de una mirada implica un miramiento, recuerda Jorge Freire. Y añade que «atender al otro en su conjunto implica aceptarlo tal cual es». También distingue entre censor y cancelador: «si la censura clásica es vertical y se ejerce desde el poder, la cancelación es horizontal, pues la amonestación viene de nuestros pares» y cualquiera —observa— «puede blandir el índice para condenar al pecador».

Advierte el autor del peligro que entrañan lo que Antonio Machado llamaba «dioses apócrifos», es decir, los dioses ocultos, secretos, inconfesados. «Porque éstos han sido siempre los más crueles, y, sobre todo, los más perversos». Indica el origen pelagiano y luterano del clima de absolutismo moral de la cancelación. E ilustra sus reflexiones sobre la tolerancia, el consenso o el fanatismo con ideas de Graham Greene, James Baldwin y Truman Capote, entre otros. 

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Artículo

Durante los últimos tiempos se ha puesto de moda la expresión «cancelar a alguien». Con ella nos referimos al castigo que se inflige, habitualmente en redes, a quien dice una opinión controvertida o muestra un comportamiento recusable. 

La expresión, huelga decirlo, es la enésima importación de ultramar. En español se puede cancelar algo una cita, una cuenta, un pago pero no a alguien; de ahí se colige la intención destructiva de quien llama a la cancelación de una figura pública, consignándola a ese mundo sin retorno que habitan aquellas reservas que anulamos. 

El cancelador, a diferencia del censor, no desempeña oficio alguno: cualquiera puede cancelar a otro en sus ratos libres, resguardado tras el burladero de una cuenta virtual

En tiempos idos, el censor era un señor con bigote, gafas, nombre y apellidos que jalonaba de tachones un artículo de prensa o un proyecto de novela. No aspiraba a destruir a un enemigo schmittiano; más bien, se limitaba a recordar que ciertas cosas no se podían decir, so pena de pechar con indeseadas consecuencias. El cancelador, a diferencia del censor, no desempeña oficio alguno: cualquiera puede cancelar a otro en sus ratos libres, resguardado tras el burladero de una cuenta virtual. Si la censura clásica es vertical y se ejerce desde el poder, la cancelación es horizontal, pues la amonestación viene de nuestros pares. Su carácter es democrático. Por un lado, cualquiera puede blandir el índice para condenar al pecador: todos los días, miles de falanges se agitan como la varilla de un sismógrafo cuando perciben la más leve transgresión; por otro lado, cualquiera puede ser objeto de señalamiento: la víctima puede ser un acosador condenado o un racista de tomo y lomo; también, un humorista amigo de las bromas pesadas, una escritora envuelta en una polémica o un anónimo víctima de un rumor infundado. La existencia de canceladores cancelados muestra los peligros de cabalgar el tigre: antes o después tira al que lo monta, cerrando las fauces en torno a su garganta.

La noción de cancel culture comenzó a extenderse por Estados Unidos en 2015. Aludía aparentemente a las tentativas de silenciar o boicotear a una persona conocida que hubiera manifestado una opinión reprobable. Dicho sintagma ganó una enorme popularidad tres años después, cuando varias figuras de la industria del entretenimiento sufrieron la presión de sus seguidores. En 2020 iba de suyo que detrás de la «cultura de la cancelación» se escondía una nueva modalidad de censura cuando Harpers Letter publicó un documento contrario a «la intolerancia hacia los puntos de vista opuestos, la moda del vituperamiento público y el ostracismo», firmado por intelectuales como Francis Fukuyama, Margaret Atwood o Mark Lilla. Disponemos de amplia literatura acerca del «efecto trinquete» que, a modo de inercia irresistible, mueve en una dirección determinada a quienes participan en el debate público. Hoy parece obvio que no afecta en exclusiva a las personas conocidas. En agosto de 2021, la profesora de Harvard Pippa Norris analizó en la revista Political Studies los resultados de una encuesta realizada a casi 2500 académicos de ciencia política. Concluyó que una amplia mayoría encontraba dificultades para entablar un debate abierto y afirmaba haber visto disminuir su libertad de enseñanza e investigación durante los últimos años. Un amplio consenso adoptaba, al parecer, la forma de una «espiral del silencio» que acallaba las voces disidentes. 

Hace unos años, el University College de Londres prohibió la entrada de un club de lectura, el Club Nietzsche, porque según su consejo escolar el autor alemán podía fomentar el nazismo

Hace unos años, el University College de Londres prohibió la entrada de un club de lectura, el Club Nietzsche, porque según su consejo escolar el autor alemán podía fomentar el nazismo. El consejo no hacía sino asegurar herméticamente el consenso de la institución, impermeabilizándolo a ideas peligrosas. Naturalmente, a muchos sorprendió esta cerrazón en el templo de las ideas. ¿Acaso la sociedad de la tolerancia genera sus propios mecanismos de intolerancia? La pregunta, que obliga a una contestación afirmativa, ha de responderse a la gallega. Inquiramos, más bien, si es posible la tolerancia en la sociedad del consenso; si esta, por definición, no es una forma melosa y muelle de exclusión de la disidencia. Como explicase Kojève, la autoridad excluye la negociación. En ausencia de ésta, el consensualismo lleva a un continuo consentimiento. Pacta sunt servanda… Avenirse a pactos supone avenirse a ser tolerado. La auctoritas es sustituida por un pasteleo de voluntades en torno al chantaje y el oprobio. En la sociedad del consenso, la gente se tolera entre sí como tolera las molestias y los achaques. Consensuar deriva de la misma raíz que consentir. Y la tolerancia, erigida por muchos en valor moral, no es más que la evitación del conflicto. En la vida, como en la consulta del endocrino, tolerar no es más que ingerir algo sin reacciones adversas: tragar a tal o cual persona, tapándose la nariz si es necesario.

Cosa bien distinta es el respeto. Uno vuelve la vista al latín y descubre que consiste precisamente en eso: en volver la vista. La voz respectus es resultado de los sumandos re y spectum, mirar atrás, que además de una mirada implica un miramiento. Atender al otro en su conjunto implica aceptarlo tal cual es. La tolerancia, en cambio, no es más que una mirada al sesgo, algo ojizaina y siempre de soslayo, condicionada a que el mirado actúe de tal o cual manera. ¿No decía Hegel en su Sistema de la vida ética que lesionar el honor es impedir el reconocimiento por parte del otro de nuestro entero ser libre, personal y único? Uno no solo debe mirar al Napoleón victorioso en Jena, sino que ese mismo Napoleón, de alguna manera, ha de devolverle la mirada.

Hay quien tolera la lactosa y hay quien no la tolera, pero nadie, ni los tolerantes ni los intolerantes, tienen respeto por ella

La retama tolera mejor la sequía que el helecho y el oso polar tolera mejor el frío que el chihuahua. Tolerar es soportar. ¿Qué tiene de particular la tolerancia, si es una propiedad natal presente en todos los seres? El respeto, en cambio, es genuinamente humano. Hay quien tolera la lactosa y hay quien no la tolera, pero nadie, ni los tolerantes ni los intolerantes, tienen respeto por ella. 

Compañero, persona con la que se comparte el pan

Dice María Zambrano en Delirio y destino: «Tolerarse es soportarse, y, aunque es algo, no es creador ni caritativo. Convivir es más: es que las pasiones fundamentales, los anhelos, marchen de acuerdo. Es compartir el pan y la esperanza». El compañero es, etimológicamente, la persona con la que se comparte el pan (cum-panis), y para eso no hace falta tolerancia, sino respeto. Quien trueca la primera por el segundo pasa de soportarse a comportarse, de sobrellevar a llevar, de sobrevivir a vivir. El viejo banderillero enseña al joven diestro que hay que guardar respeto al toro. También a sí mismo, sobra decirlo, y a los demás. ¿O es casualidad que a la masa aclamadora o vociferante, según se dé la tarde, se la conozca como el respetable?

El clima de absolutismo moral que de un tiempo a esta parte respiramos supone, ante todo, una obsesión con el pecado. Yerran quienes creen que este es un asunto exclusivamente religioso. En su segunda acepción, el DRAE lo define como «cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido». Curiosa paradoja: el pecado como concepto ha desaparecido en los últimos años del discurso filosófico, al tiempo que la demonización del enemigo, asimilado al puro mal, se vuelve habitual. Esto, como explica Tom Holland en Dominio, se corresponde con la actitud de algunas sectas del cristianismo primitivo, como el pelagianismo. Si para Agustin todos arrastramos el pecado original, para Pelagio podemos ser virtuosos y perfectos por nuestras acciones, lo que legitima para lanzar la primera piedra. 

Entraña protestante del movimiento woke

Obvia es la entraña protestante del movimiento woke. Para el wokismo, como para el luteranismo, no hay posibilidad de humanidad purgante, que ha pecado pero quiere y puede redimirse. Nadie puede perdonar al pecador. Lutero y su discipulado tiraron abajo la Ecclesia Dolens, clausurando definitivamente el purgatorio en que las almas expiaban sus pecados. Ese estado de purgación, que hacía de la Ecclesia Dolens una Ecclesia Expectans, es una pérdida de tiempo cuando se anda con prisas; no hace falta purgatorio cuando puede instaurarse un estado policial, a la manera de Calvino en Ginebra. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y no dejes que se haga justicia en el más allá si puedes impartirla ahora mismo: quema de brujas, juicios sumarísimos, cultura de la cancelación.

Los dioses apócrifos

En castellano pena y penitencia comparte raíz etimológica. Pero el último dios apócrifo, que es el dios woke, habla en inglés. Hago mías las palabras del Juan de Mairena de Machado: «Que Dios nos libre de los dioses apócrifos, en el sentido etimológico de la palabra: de los dioses ocultos, secretos, inconfesados. Porque éstos han sido siempre los más crueles, y, sobre todo, los más perversos».

Si hemos citado a Pelagio es porque hoy casi todo el mundo es pelagiano. La Madre Teresa decía que ella «no había hecho nada» por los pobres porque el católico se toma por un agente del Espíritu Santo. El salmo reza aquello de «el Señor es mi Pastor, nada me falta»; nuestro coetáneo dice, más bien: «soy el puto amo, me sobran cojones» o, en su defecto: «soy un inútil, no sirvo para nada». Quien no se encuentre entre los puros y triunfantes ya puede correr a exhibir su militancia y adhesión inquebrantable a la causa. Toda secta niega su sitio en el mundo a la Ecclesia Dolens por una sencilla razón: secta es aquella organización religiosa, política en que todos sus miembros son militantes; militans, en latín, es el que se prepara para la guerra. ¿Sálvese quien pueda? Tan sólo hay ganadores y losers, a los que ya no salva ni Dios. 

El sacerdote borrachín de El poder y la gloria, la gran novela de Graham Greene, escuchaba con perplejidad las confesiones de sus míseros feligreses. ¿Por qué esos desgraciados pedían perdón por unos pecadillos que, después de horas doblando el lomo a pleno sol, constituían su única alegría? Cuando un indiano desdentado, en un arrebato febril, le confesaba sus miserias, el cura se sorprendía de la desmesurada importancia que el hombre confería a algo tan fútil. Nuestras vergüenzas son vergonzantes en su insignificancia, y puede que el cura whiskey se las hubiera tomado a chacota, pero hoy ya no existe ya el pecado venial. Un sólo lapsus condena para siempre. No ha lugar para la redención ni el perdón. Lo que llaman moralización es el puritanismo de quienes se saben elegidos y salvos. Para estar entre ellos hay que ratificar constantemente el propio estado de Gracia. Mañana es tarde para mostrar dudas o pereza ante mis conmilitones. No cabe clemencia con el rival. Vale quien vence. La bruja ha de ser quemada en la hoguera por los elegidos, que lo son antes que nada por su conciencia pura. No en vano, woke comparte campo semántico con awakeness, que alude a las sucesivas oleadas de activismo y conversiones en masa a la fe protestante en EEUU. O estás despierto y suficientemente cegado por la luz, o estás perdido. Y quien se pierde, pierde. ¡Losers!

Nadie es más peligroso, decía James Baldwin, que el que se imagina puro de corazón. ¿Y qué es la fantasía del consenso sino una de las muchas caras del fanatismo de la pureza?

Nadie es más peligroso, decía James Baldwin, que el que se imagina puro de corazón. ¿Y qué es la fantasía del consenso sino una de las muchas caras del fanatismo de la pureza? La palabra fanático, por cierto, viene de fanum, templo; fanático es quien se niega a salir del espacio sagrado para no ser manchado y corrompido. Entre abluciones y lavatorios, el puro aguarda al ángel que borre su mancha con una brasa, como Isaías, olvidando que el higienismo siempre lleva al desencanto. Para quien vive en el éter, todo es suciedad. Por mucho que se frote y se desinfecte, no se pueden extinguir los gérmenes. No hay higienismo si no es a cambio de una esterilización forzosa y permanente de pensamiento, obra y omisión. Truman Capote decía que cuando Dios te da un don, también te da un látigo con el que autoflagelarte. El problema de los asépticos es que su dios inflexible y apócrifo les hace blandir el látigo contra los sucios, que somos todos los demás.