A pesar del Gobierno —el título no es lo mejor del libro— recoge un centenar de artículos publicados por Carlos Rodríguez Braun entre 1988 y 1999. Aunque todos son respuestas a opiniones de personajes políticos o públicos, y tienen por ello algo de ocasional, Rodríguez Braun no va nunca a la anécdota sino a la cuestión de fondo; y eso es lo que hace que muchos de los artículos puedan leerse hoy con el mismo interés que cuando se escribieron, hace cinco o diez años. Forman una especie de catecismo liberal, articulado, precisamente, sobre los lugares comunes de lo que podemos llamar la «izquierda progresista». Las respuestas o contra-argumentos anti-intervencionistas, liberales, se presentan con una ajustada mezcla de ironía, respeto hacia el criticado y sencillez conceptual que dan un resultado, además de instructivo, muy divertido.
Los tres maestros de Rodríguez Braun son Adam Smith, Hayek y Buchanan. Las aportaciones fundamentales de la escuela escocesa, fuente en la que nacen los diversos ríos liberales, fueron el subrayar la conexión existente entre división del trabajo y desarrollo del mercado, y entre este desarrollo y la creación de riqueza, por un lado; y por otro, la distinción entre el sistema de normas, iguales para todos, que conforman la Justicia, base de los derechos de propiedad y de la actividad económica, y la Benevolencia, cuya preocupación es el resultado distributivo de la aplicación de esas normas.
De Hayek vienen muchas cosas, pero lo esencial es su comprensión del mercado como institución surgida de modo espontáneo —como el lenguaje, o el dinero, que nadie ha inventado— y la intuición de que la «ingeniería social» dirigida desde el ámbito político es con frecuencia más peligrosa de lo que el sentido común y algunas apariencias indican. El Estado no tiene ningún privilegio respecto a los individuos en cuanto a la posibilidad de que sus intervenciones puedan generar consecuencias no deseadas, pero su potencia para hacerlo y la gravedad y alcance de esas consecuencias son, evidentemente, mucho mayores en el caso del Estado que en el caso de la actuación de los individuos o de las empresas privadas.
Finalmente, Buchanan es el fundador, con Tullock, de la teoría de la Elección Pública, el mayor avance del último medio siglo en la comprensión de la política y del Estado en las modernas democracias. Con el análisis económico de la política y la fundamentación ética del capitalismo basada, precisamente, en su capacidad para crear riqueza, los teóricos del Public Choice volvieron a tomar la herencia de Adam Smith dos siglos después.
Los tres argumentos de Rodríguez Braun contra los lugares comunes del «progresismo intervencionista» se refieren al Estado, a los derechos de propiedad y al fundamento ético del capitalismo.
Primero, la reflexión sobre el Estado. Comentando en 1995 un libro «neosocialista» (el socialismo superviviente del derrumbe soviético y de la crisis del Estado del Bienestar), Rodríguez Braun sostiene —y yo creo que es la idea más interesante de todo el libro— que el problema fundamental de los socialistas es que «les sigue faltando una teoría solvente del Estado» (p. 48).
La reflexión sobre el Estado es, hoy en día, el verdadero centro de la argumentación liberal contra toda clase de intervencionismos. El Estado no es una gran familia, ni una comunidad de vecinos, ni una institución neutral que filtra o canaliza derechos de la sociedad, ni una máquina para corregir las desviaciones del mercado, como sostienen algunas de las opiniones criticadas por Rodríguez Braun. El Estado moderno es, sobre todo, una máquina de redistribución, basada tanto en la lógica del súbdito (lo que se obtiene del Estado no cuesta nada, sólo aparentemente, claro está), pero también en la lógica del propio sujeto-Estado, tratando de obtener más poder, como ha señalado otro de los maestros de Rodríguez Braun: Anthony de Jasay, en su libro El Estado, publicado por Alianza.
Esta idea central, la aparente incapacidad de la izquierda para entender lo que es el Estado moderno, reaparece en varios artículos más, entre los que hay que destacar «Interpretación navideña del pensamiento único», dedicado a Joaquín Estefanía; «El Estado no es una comunidad de vecinos», a Miguel Ángel Fernández Ordóñez«; «El Estado y el pueblo», a Javier Pradera; y «Breviario liberal», a Francisco Tomás-Valiente. Son cuatro piezas sobresalientes por su claridad, lo bien trabado de su argumentación y su notable fuerza didáctica.
Segundo, los derechos de propiedad. En un artículo publicado en 1991 y referido al papel social de aquel sujeto, que ustedes quizá recuerden, apodado «El Dioni», dice: «Nada hay más antitético que el robo y el crecimiento económico…, el crecimiento necesita un marco institucional que garantice precisamente lo que el robo vulnera: el derecho de propiedad» (p. 24).
El entendimiento de la propiedad privada y, en general, de los derechos de propiedad, como factores cruciales en el desarrollo económico es más fácil hoy, tras la experiencia del sistema soviético y similares, que en casi cualquier otro momento de este siglo. Pero hay un terreno que parece impermeable a la experiencia: la ecología. «La aplastante mayoría de los ecologistas son enemigos del mercado y de lo que debe ser su sustento jurídico inicial: la propiedad privada… Lo extraño es que los ecologistas no perciban que, con llamativa frecuencia, los problemas ecológicos derivan no de la propiedad privada, sino de su ausencia» (p. 24).
Rodríguez Braun deja para el final su empresa más audaz y de más improbable éxito: discutir con los teólogos de izquierda. Rechaza, por supuesto, la posición que domina de forma abrumadora en ese gremio, una posición en la que se insiste «en la antinomia entre religión y capitalismo e incluso se esgrime la figura del buen Samaritano como frente al mercado» (p. 262). Rodrí-guez Braun vuelve a las fuentes smithianas para señalar que no existe contradicción entre la preocupación por los resultados distributivos que da el mercado, resultado de la aplicación no discriminatoria de normas iguales para todos, y la defensa del propio mercado. El hecho de que el capitalismo y el mercado, como cualquier otro sistema de organización social, produzcan situaciones que deben corregirse, no puede justificar una condena moral del propio capitalismo o de los derechos de propiedad que son su base.
Aquí resulta interesante señalar la (casi) total ausencia de los especialistas en cuestiones de moral y religión en la crítica de los resultados, obviamente catastróficos, que han producido los sistemas colectivistas en comparación con los sistemas de propiedad privada y mercado. Los teólogos y especialistas en materia de religión han sido muy sensibles, desde luego, a las agresiones del socialismo del siglo XX a ciertos aspectos de la moral tradicional (el «amor libre», el divorcio y el aborto, por ejemplo), pero con pocas excepciones han mostrado estólida impasividad o indiferencia ante los desastres económicos del colectivismo y las consecuencias morales de tales desastres.
Ni siquiera el derrumbe del sistema soviético y la puesta en claro de sus lacras y terrible historia han sido suficientes para que los teólogos de la izquierda rectificasen. Sostener que el capitalismo es un sistema que tiene una sólida base ética, precisamente por su eficiencia, no es sostener que sea perfecto. Pero la «teología de izquierdas» es un adversario particularmente peligroso, y Rodríguez Braun se defiende del contraataque que ya imagina: «Que no se me acuse de bárbaro ultraliberal. No estoy diciendo que el mercado sea perfecto, ni que el Estado deba desaparecer. No identifico el mercado con la solidaridad. Tampoco condeno sinmatices a quienes claman por ayudas públicas para los pobres. Lo único que sostengo es la falsedad de la idea de que el mercado es por necesidad éticamente sospechoso y moralmente inferior a la intervención pública. Creo que la atávica hostilidad religiosa hacia el mercado puede acercar a creyentes y socialistas (de todos los partidos, que diría Hayek), pero refleja una incomprensión de los fenómenos económicos» (p. 264).
A pesar del Gobierno contiene además un repaso —en el significado coloquial de la expresión— a diversos tópicos de la izquierda.
Se trata, en definitiva de un libro de ética práctica, con claras virtudes didácticas. Por eso, es una pena que no se haya incluido al final una guía de lecturas básicas, que hubiera ayudado al lector a mejorar su formación, precisamente sobre los argumentos que se manejan.
LUIS M. LINDE