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Robin Hood es un héroe, aunque evidentemente era un ladrón. ¿Cómo es posible que narremos emocionados a nuestros hijos las andanzas de un salteador de caminos? Porque Robin Hood no era un ladrón cualquiera, sino un ladrón «redistribuidor»: robaba al rico y daba al pobre. Esta poderosa imagen se traslada al Estado moderno, que también pretende legitimarse sobre la base de vastas operaciones redistribuidoras, «solidarias».


Hay que cuidar a los desiguales económicos menesterosos y recelar de los pudientes. Independiente del aprecio doctrinal o moral que uno pueda tener por la igualdad, nuestra herencia intelectual atesora desde hace milenios la firme noción de que los ricos son malos y de que es bueno ayudar a los pobres, para que no lo sean o lo sean menos. Mi tesis en este ensayo es que la desconfianza hacia los ricos es tanto más correcta cuanto menos competencia haya, mientras que la ayuda al pobre es tanto más correcta cuanto más competencia haya. Mientras que en el repudio a las riquezas pudo influir la religión, la forzada redistribución de los ingresos con criterios igualitaristas representa un gran triunfo del socialismo. Esta equivocada doctrina ha pervertido las nociones de igualdad y solidaridad, al supeditarlas a la coacción del poder político, y ha protagonizado el camino desmoralizador que lleva desde el buen samaritano hasta Robin Hood.


DE LA RIQUEZA Y LA FORMA DE LOGRARLA


¿Tiene sentido la desconfianza hacia el rico? La tradición que la sostiene es muy amplia e incluye hitos de la historia espiritual de la humanidad tan importantes como los Santos Evangelios. Quien comparó la entrada de los ricos al reino de los cielos con el paso de un camello por el ojo de una aguja no fue un predicador cualquiera.


Sin embargo, tengo para mí que la cuestión es menos clara de lo que parece, puesto que dentro y fuera de la Biblia y de la Iglesia hay numerosos ejemplos que vinculan la condena a la riqueza o bien con su poderoso atractivo, que puede llevar al descuido del espíritu, o bien -y éste es el punto que aquí me interesa- con la forma en que esa riqueza fue conseguida. Típicamente, las riquezas acumuladas merced a la violación de la justicia han sido objeto de condenas sin tapujos.


Esto es muy importante, porque desde siempre esa forma injusta de enriquecerse estuvo abierta a los seres humanos, y fue ampliamente practicada. Ahora bien, precisamente, lo que distingue el avance de la civilización son las trabas que se imponen a ese tipo de enriquecimiento, que es esencialmente enemigo del progreso. Si la humanidad puede hoy alimentar a varios miles de millones de personas es porque la forma más normal de hacerse rico no es el robo ni el pillaje ni la piratería, sino algo infinitamente más benéfico y productivo: el mercado.


El mercado es un orden muy complejo. Así como el cuatrero sólo necesita de la violencia para hacerse rico, el tratante de ganado necesita muchas más cosas, como el orden y la justicia, la paz y la defensa (es decir, nótese, el Estado) y, por supuesto, un ámbito donde efectuar sus transacciones. Al revés de lo que habitualmente se piensa, en el mercado no rige «la ley de la selva» -al contrario, cuando esa ley rige, no hay mercados-.


Ahora bien, aunque está claro que el intercambio pacífico en un entorno de seguridad en la propiedad resulta más productivo que un robo generalizado, ¿por qué la riqueza acumulada a través del mercado resulta más benéfica que la amasada violando la justicia?


Este carácter benéfico es cualquier cosa menos obvio. Incluso en la actualidad, tras muchos años de funcionamiento de economías de mercado más o menos desarrolladas, numerosos políticos, religiosos, artistas, periodistas e intelectuales persisten en censurar a los ricos independientemente del camino que hayan recorrido hasta la opulencia, o más bien como si todos se hubieran enriquecido ilícitamente. Campea aún entre nosotros el falaz apotegma de Bernard Shaw: «Sólo hay dos maneras de hacerse rico: deshonestamente y robando».


La vía característica del enriquecimiento en las economías avanzadas es la competencia en el mercado, y esto significa producir bienes y servicios que la gente demanda. La fórmula puede ser puramente individual: los profesionales, artistas, escritores o deportistas más destacados pueden ganar mucho dinero, y está claro que lo hacen porque hay otras personas que libremente deciden pagar por sus servicios, o por sus cuadros o recitales, por sus libros o exhibiciones. Pero con ser muy espectacular y dar pie a demagogias y moralinas de varia suerte, esta forma de enriquecimiento es poco usual. No me refiero a ganar dinero con el trabajo y el esfuerzo individual, que es algo que hacemos todos, sino a ganar así «mucho» dinero.


EL BUEN RICO


La forma más común de enriquecerse en el mercado no es individual sino colectiva: es organizar una empresa con éxito. Con diferencia, la mayoría de las fortunas corresponden a personas vinculadas al mundo empresarial, sea porque hayan invertido su capital en montar un negocio, sea porque ocupen una alta reponsabilidad en un negocio montado por otros. Pero no es una labor individual. Ronaldo es un»empresario» de sí mismo, pero el grueso de los ricos del mundo lo son porque impulsan o participan en entidades colectivas que triunfan.


¿Por qué triunfan? ¿Por qué una empresa tiene éxito y puede remunerar tan generosamente a sus fundadores, capitalistas, socios y altos ejecutivos? En el mercado sólo hay una respuesta: porque lo que venden es apreciado por los consumidores. En tales condiciones, el enriquecimiento del empresario está indisolublemente unido a la utilidad social de su labor, una utilidad probada por sus clientes, que le compran porque «ellos también» salen beneficiados del trato. Esa es la diferencia entre el mercado y el robo. En el robo, sólo una de las partes gana. En el intercambio libre del mercado, ganan las dos.


Así, quien es rico a través de la competencia es útil a la sociedad. El motor del beneficio impulsa a las personas a organizar empresas, pero sólo conseguirán ganar si sirven a los demás, es decir, si hacen ganar también a la sociedad.


No es ésta la única forma de amasar una fortuna. Se puede conseguir a través del viejo sistema de quebrantar la ley: sigue habiendo ladrones y estafadores. Pero existe otra forma más interesante porque, siendo injusta, no siempre aparece nítidamente como tal: enriquecerse eludiendo la competencia. La participación del Estado es indispensable en ambos casos, pero de muy diferente naturaleza. Los criminales son «combatidos» por el Estado, mientras quienes se enriquecen colocándose al abrigo de la competencia sólo pueden hacerlo gracias a la «ayuda» del Estado.


EL RICO DEL CAMELLO Y LA AGUJA


Hay dos ejemplos clásicos de esta estrategia: los privilegios monopólicos y el proteccionismo. Tales serán los grandes enemigos de los economistas clásicos que, a partir de Adam Smith en el último cuarto de siglo XVIII, intentarán argumentar en favor del mercado libre y denunciarán la lógica del «mercantilismo», que beneficiaba sólo a los grupos privilegiados y perjudicaba a la mayoría de la población, imponiéndole precios altos y limitando su capacidad de elección.


Con la gran expansión del Estado en el siglo XX proliferarán las oportunidades de recibir beneficios mediante el Estado al margen de la competencia. Una somera mirada hacia el marco regulatorio de los mercados permitirá comprobar que son numerosos los grupos de presión que obtienen poder sobre sus mercados, protección, subsidios y toda clase de amparos anticompetitivos.


El bloqueo de la acción de los mercados tiene consecuencias importantes. Para el tema que nos ocupa, quizá lo más significativo estribe en que se debilita o rompe la conexión entre las necesidades sociales y el suministro de bienes y servicios festinados a satisfacerlas. En esa conexión aparecen estamentos intermedios en el lado de la producción, que parecen tener un considerable poder a la hora de definir las condiciones de dicha producción. Como el mercado de los helados de fresa no está excesivamente reculado, cabe afirmar que los helados de fresa que se venden en España son los demandados efectivamente por los españoles. Pero, por poner un ejemplo de un mercado intervenido que conozco muy bien, ¿cabría decir lo mismo de los catedráticos de Universidad?; ¿son ellos realmente los que la población demanda? No está nada claro, parque entre la demanda y la oferta de catedráticos se ha interpuesto el Estado, que nos ha hecho a los catedráticos funcionarios y que, para colmo, nos ha dado un gran poder a la hora de determinar quién es catedrático y quién no. Esto nos conviene muchísimo a los catedráticos, pero no es en absoluto evidente que convenga a la sociedad.


Por todas partes, entonces, hay posibilidades de enriquecerse al socaire del mercado. Si en vez de pensar en funcionarios, que no podemos convertirnos (honradamente) en multimillonarios, pensamos en empresarios que reciben subsidios o monopolios, observaremos que ellos sí que pueden acumular copiosos dineros gracias a este sistema, y no son pocas las fortunas de España en cuyo origen late algún privilegio anticompetitivo concedido por el poder político.


En este caso, pues, sí que es justo recelar del rico porque, al no haber pasado por el duro trance de la competencia no ha validado su riqueza, no ha demostrado haberla logrado sirviendo a la comunidad.


PROCUSTO Y ROBIN HOOD


La normal, empero, es que no se establezcan distinciones a la hora de censurar a las personas acaudaladas: todas parecen ser igualmente reprobables, y pocos discuten la necesidad de imponerles gravámenes específicos y escalas progresivas destinadas a tratar específicamente con el «problema» de la desigualdad. Parece indiscutible que sea malo que haya ricos, y que sea buena la igualación de fortunas. El Estado -¿quién, si no?- deberá llevarla a cabo y obligarnos a todos a ajustamos al lecho de Procusto. De las fantasías que corren entre las ideas económicas, pocas hay tan infundadas pero tan compartidas como las relativas a la igualdad de las rentas. Y no se trata simplemente del error de ignorar que el trato discriminador contra los ricos pueda tener consecuencias macroeconómicas negativas, al limitar la oferta de personas con iniciativa dispuestas a invertir para servir a una necesidad ajena. Se trata de que todo el discurso carece de base. Robin Hood es el héroe, pero evidentemente era un ladrón. ¿Cómo es posible que narremos emocionados a nuestros hijos las andanzas de un salteador de caminos? Porque Robin Hood no era un ladrón cualquiera, sino un ladrón «redistribuidor»: robaba al rico y daba al pobre. Esta poderosa imagen se traslada al Estado moderno, que también pretende legitimarse sobre la base de vastas operaciones redistribuidoras,»solidarias».


La bondad de este argumento tiene dos debilidades cruciales. En primer lugar, aunque parezca asombroso, no hay forma de demostrar que si quitamos una peseta a un rico y se la damos a un pobre la «felicidad colectiva» aumenta. No existe en realidad la «ley» de la utilidad marginal decreciente de la renta; esta ley exige imposibles comparaciones interpersonales de utilidad. Como dice Anthony de Jasay, la única forma de resolver el problema de las comparaciones entre las personas y sus rentas es que el Estado imponga «sus» preferencias a la comunidad. El desenlace de estas operaciones, en palabras de B. de Jouvenel, no es una redistribución de la riqueza de los ricos hacia los pobres, sino de «todos» hacia el Estado. Es característico de los Estados intervencionistas modernos que los impuestos suban vertiginosamente, pero que no por ello la distribución de la renta sea marcadamente menos desigual.


La segunda debilidad del argumento «robinhoodista» es que sólo es válido para Estados muy pequeños; el «Estado» en el bosque de Sherwood se limitaba al propio Robin de Locksley y su banda. Una vez que el Estado adquiere las proporciones que ha alcanzado en el siglo XX, entonces no puede ser financiado quitándole el dinero sólo a los muy ricos, que por definición son una minoría. Puede que el Estado «pretenda» hacer eso, pero en la práctica la única forma que tiene de financiarse es quitar dinero «a todos».


EL BUEN SAMARITANO PASÓ A LA HISTORIA


No parece obvio, por tanto, que deba utilizarse la coacción política de manera discriminada en contra de los ricos, y que el recelo ante las personas acaudaladas sólo se justifica cuando no haya competencia. Ahora bien, queda la otra parte del «problema» de la desigualdad: los pobres. ¿Qué hacer con ellos? Uno de los principales argumentos del crecimiento del Estado moderno es la lucha contra la pobreza. Este crecimiento es justificado por dos razones: su indispensabilidad y su eficacia. Se dice, así, que si el Estado no interviniera «solidariamente», los seres humanos abandonarían a los pobres a su suerte o a una «caridad» insuficiente e insultante.
Y se sostiene también que el Estado es eficaz en este empeño, es decir, que puede resolver el problema de la pobreza mediante operaciones redistributivas. Las dos razones son muy discutibles.


La idea de que el Estado llena una suerte de vacío en el cuidado de los pobres es otra de las supercherías con que se justifica el intervencionismo. Alegar que, si no hay Estado, los seres humanos no se ocupan de sus congéneres menos favorecidos es simplemente un disparate que no resiste el menor análisis. Desde los albores de la civilización, hay incontables ejemplos de lo contrario. La prueba más palpable de la potencia de ese sentimiento es que aún sobrevive: el voraz incremento impositivo no ha sido capaz de drenar el humanitarismo, del que proliferan abnegadas muestras en todo el mundo, muestras que se dan en todas las clases de personas y todos los niveles de renta. En contra de lo que sostiene la doctrina socialista, según la cual sin Estado no hay solidaridad, se ha estimado que una familia de clase media británica destinaba a gastos humanitarios un 10% de su renta durante el siglo XIX.


Siendo, pues, un sentimiento noble y profundo, ¿por qué es devaluado, por qué se supone que la caridad es humillante mientras que el Estado es solidario?


El auxilio individual al prójimo y la redistribución a caigo del poder político son efectivamente muy diferentes, pero la esencia de esta diferencia no resulta siempre evidente. Tomemos como ejemplo la noble actitud del buen samaritano, uno de los más bellos retratos de la solidaridad humana. La parábola es perfecta en los sentimientos que subraya, pero hay un dato fundamental que se da por sentado y es en realidad una conditio sine qua non: la libertad. La virtud del buen samaritano estriba en que actuó voluntariamente; de haber sido obligado por un centurión a socorrer al pobre judío apaleado y abandonado al costado del camino, la parábola habría perdido virtualmente todo su sentido, incluso aunque los resultados de la acción hubiesen sido los mismos. La virtud, en efecto, exige la voluntad.


El efecto desmoralizador de la expansión estatal se observa nítidamente en este caso, porque llega a reivindicarse como virtud una llamada «solidaridad» que ha perdido por completo la libertad y la responsabilidad individual, y ha sido reemplazada por la coacción y el colectivismo. Una interesante muestra de esta disolución es la campaña del 0,7%, cuyos protagonistas no se dirigen a los ciudadanos, para que libre y voluntariamente les entreguen el 0,7% de su renta, sino que se dirigen al Estado, con objeto de que éste, de forma coactiva, extraiga esa suma de los bolsillos de los contribuyentes, quiéranlo éstos o no. Y, asombrosamente, a este sacrificio de la libertad y la responsabilidad en el altar del poder político se le llama solidaridad, mientras que se considera que el auxilio libre y voluntario al prójimo es una caridad humillante. Hay pocas muestras más reveladoras de la zozobra y el desconcierto moral que esta visión de las cosas, según la cual la libre expresión de humanitarismo humilla, mientras que la coacción del poder ensalza.


El paso del buen samaritano a Robin Hood y la redistribución coactiva en favor de los pobres, entonces, arrastra una carga de desmoralización e irresponsabilidad. Pero, ¿sirve a su propósito y protege a los pobres?


MERCADO, ESTADO Y DESIGUALDAD


Los doscientos veinte años que han transcurrido desde que Adam Smith escribió La riqueza de las naciones han brindado múltiples pruebas de la validez de su mensaje: la libertad de comercio y la seguridad jurídica son los pilares sobre los que los individuos pueden apoyarse para «mejorar su propia condición». A pesar de ello, abundan quienes critican la economía de mercado y alegan que fomenta la marginación. Es muy habitual leer grandes cifras sobre la pobreza, definida generalmente con poca precisión, y acusaciones a países capitalistas como Estados Unidos de ser infiernos de desigualdad.


El problema de las estadísticas de la desigualdad es que virtualmente todas son encuestas que no toman en cuenta a las mismas personas, con lo que no puede saberse el dato más importante, es decir, si los pobres están condenados a la pobreza o pueden salir de ella. Las estadísticas, en suma, no miden la movilidad social. Para evaluar correctamente la desigualdad y la pobreza, habría que seguir el rastro de las mismas personas a lo largo del tiempo. Esto se llama en Estadística trabajar con «datos de panel». De ahí el interés de una investigación con datos de panel que la Universidad de Michigan está llevando a cabo desde hace casi treinta años, y que comporta seguir la pista a unas dos mil familias, a «las mismas» dos mil familias. Los resultados son ilustrativos. Según estos datos, dividiendo los ingresos en cinco tramos, las personas que integraban el tramo quinto, el más pobre, en 1975, prácticamente ya no estaban allí en 1991. De hecho, sólo el 5% de los más pobres continuaban en el tramo número cinco en 1991. ¿Qué sucedió entonces con el 95% de los que eran más pobres en 1975 y ya no lo eran en 1991? Pues que el 59% estaba en los dos tramos más ricos de la muestra. Y el 36% había subido del tramo cinco a los tramos tres o cuatro. Era cinco veces más probable en 1975 que un pobre subiese hasta el máximo escalón de la riqueza, que se quedara en la pobreza.


Podría argumentarse que esto indica movilidad pero no progreso, puesto que siempre hay, naturalmente, un 20% más pobre. Lo que ocurre, sin embargo, es que los ingresos no son constantes en una sociedad progresiva como la estadounidense, sino que aumentan. Y así, todos los tramos mejoraron su nivel de ingresos durante el período, y «especialmente el tramo más pobre», en el que los ingresos anuales subieron un 2.000% entre 1975 y 1991.


La movilidad no afecta sólo a los individuos modernos, sino también a los multimillonarios. Un estudio de la Alexis de Tocqueville Institution revisó la famosa lista de los 400 norteamericanos más ricos que publica la revista Forbes y comprobó que más del 80% de los nombres que aparecían en la lista de 1996 no estaban allí en 1983.


Otro tanto sucede con las empresas, que entran y salen de la célebre lista de la revista Fortune con mucha agilidad. Esta es la clave de la generación de oportunidades para la gente. Más aún, esas oportunidades aumentan con la libertad. Así, las entradas y salidas de las listas de Forbes y Fortune se aceleraron durante los años de Reagan, mientras que se frenaron en los años de Bush y de Clinton. Los mayores impuestos fomentan la supervivencia de las grandes empresas y las más copiosas fortunas, quizá porque pueden pagarse onerosos abogados y asesores fiscales para sortear las barreras tributarias que la gente corriente no puede eludir, y que dificultan la formación y el crecimiento de empresas nuevas. Es decir, los impuestos menores ayudan a la movilidad y los mayores petrifican los privilegios.


¿Qué pasa con los más pobres y la política económica?


Siempre se dice que el Estado de bienestar es la gran solución, que permite a los pobres salir de la pobreza. Los datos no permiten afirmarlo taxativamente. Parece que, por un lado, hay personas a las que el Estado de bienestar daña considerablemente, porque las deja paralizadas y atrapadas en el tramo menor de rentas, al reducirles el estímulo para progresar. Por otro lado, también hay grandes aumentos de ingresos y ampliación de la brecha entre lo que ganan los más ricos y los más pobres. Esto puede deberse a que las políticas fiscales crean más oportunidades para las personas mejor preparadas, mientras que los subsidios pueden frenar la posibilidad de progreso de los más pobres y peor educados. El caso de España tiene interés porque es el país occidental donde más intensamente han subido los impuestos en las últimas dos décadas, con el propósito ostensible de «reducir las desigualdades». Ahora bien, dejando aparte el hecho de que no contamos con datos de panel, las estadísticas que miden la desigualdad según el cálculo habitual de porcentaje de individuos o familias que perciben rentas inferiores al 50% de la media nacional indican que la desigualdad no se ha reducido significativamente: la concentración de ingresos apenas ha disminuido en nuestro país. Y, sin embargo, los impuestos han subido vertiginosamente.


A veces se argumenta que con esos impuestos se han podido acometer políticas redistributivas que han mejorado la situación de los más pobres y han incrementado la igualdad. Esto, sin embargo, no está claro. Un capítulo del gasto público ha pasado de prácticamente cero a ser uno de los más importantes: la deuda pública. Difícilmente cabe alegar que
sea igualitaria la redistribución de rentas que comporta el pago de los intereses de la deuda pública. Y lo más grave, sin duda, es otra variable que también ha pasado de cifras muy elevadas: el paro. No puede seriamente argumentarse que la igualdad ha aumentado en España con la democracia, cuando unas políticas presuntamente igualitaristas y «solidarias» han llegado a condenar el paro a la cuarta parte de la población activa, y para colmo con una incidencia particular en los grupos más débiles de la sociedad: los jóvenes y las mujeres.


CONCLUSIÓN


La desigualdad económica es un gran caballo de batalla de los enemigos de la libertad. Pero, en realidad, el problema no es la desigualdad sino la pobreza. Sólo el excesivo amor a la simetría que despliegan los internacionalistas lleva a identificar ambas cuestiones. Sin embargo, lo cierto es que la mejor forma de salir de la pobreza es la libertad económica, que extiende las oportunidades al mayor número de personas y permite que se enriquezcan más y mejor, puesto que lo hacen sirviendo a la comunidad.


Los socialistas (de todos los partidos, que diría Hayek) han terminado por aceptar el mercado, pero a regañadientes, puesto que alegan que la intervención pública es necesaria para «resolver» la desigualdad. Esto comporta una doble confusión. No está nada claro que la desigualdad per se, separada de la pobreza, sea en realidad un problema, y tampoco está claro que el Estado sea capaz de «resolverla». Las onerosas e ineficientes estructuras redistributivas de los Estados modernos, manifiestamente erigidas para suprimir la desigualdad, han tenido efectos perversos y han ejercido un impacto desmoralizador sobre la sociedad, al impulsar a los diferentes grupos a la puja redistributiva en busca de favores públicos, en una desenfrenada carrera en la que, como decía Ludwing Erhard, «todos terminamos con la mano metida en el bolsillo de otro». Para colmo, este mecanismo de incentivos lleva a economías ineficientes, y con la excusa de la lucha contra la desigualdad se acaban generando vastas capas de marginados: el caso más patente es el aumento del paro.


La desigualdad económica de los pudientes sólo es censurable seriamente en un marco de falta de competencia. Y la desigualdad económica de los menesterosos necesita de la competencia para su mejor solución. En cuanto a la solidaridad, sólo desde la desorientación de los intervencionistas se puede argumentar que la verdadera solidaridad exige dejar atrás el buen samaritano y abrazar el modelo de Robin Hood.


El clamor intervencionista en contra de la desigualdad se convierte finalmente en un clamor en favor de más y más Estado. El camino desemboca en la pérdida de libertad y en una distorsión de la democracia y de la justicia. Distorsión de la democracia porque, con la excusa de «resolver» la desigualdad, se van quitando límites al poder y ampliando su esfera de acción. Y distorsión de la justicia, porque la única forma de resolver políticamente las desigualdades es que el Estado tenga el poder de tratar a los individuos por «desigual». Aquí la justicia debe arrancarse la venda para que el Estado pueda vernos y darnos a cada uno nuestro merecido. La presuntamente «solidaria» lucha contra la desigualdad acaba por socavar la igualdad más importante, la más indispensable desde el punto de vista liberal, la igualdad crucial de una sociedad abierta: «la igualdad ante la ley».

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, Universidad Complutense