En esta temporada operística se han producido en el Teatro Real y en el Liceo de Barcelona una serie de acontecimientos culturales que desdicen la teoría de que el género lírico pertenece casi exclusivamente al siglo XIX, y en todo caso al barroco, ahora redescubierto, afortunadamente. El siglo XX y también el XXI (Henze, Sahariao, Eotvos, Halffter, De Pablo y tantos otros) han dado a luz obras maestras, cuatro de las cuales han sido estrenos en las capitales citadas, y alguna en el país. A la vez sentimos sensaciones encontradas de vergüenza y satisfacción. Tantos años de penuria y conservadurismo cultural se van poco a poco quedando en el olvido mientras se recupera parte importante del arte de este siglo.
Cuatro títulos importantes en la historia de la música y el teatro contemporáneos: De la casa de los muertos de Janacek, El sueño de una noche de verano de Britten, La ciudad muerta de Korngold y Diálogos de carmelitasde Poulenc. Montajes, con nombres importantes como Klaus Michel Grüber (Janacek) Robert Carsen y Pier Luigi Pizzi (Britten), Willy Decker (Korngold) Robert y Carsen (Poulenc), lo que permite encontrar una vía de estudio de la puesta en escena de la ópera en el momento actual. Todos estos espectáculos son imaginativos y originales, y en ningún caso suponen una traición a las obras sino una puesta al día con multiplicación de los signos escénicos, al servicio de lo que libretistas y compositores han deseado. Curiosamente en algún caso (Janacek, Korngold, Poulenc) coinciden ambos trabajos, lo que no deja de ser significativo, aunque la inspiración venga de Dostoievski, Shakespeare, Le Fort, Bernanos o Georges Rodenbach.
Los temas de estas cuatro operas son diversos. De la casa de los muertos de Janacek, basada en la obra homónima de Dostoievski, es un canto a la libertad frente al horror de la opresión, del gulag, que se extendería siniestramente en el siglo XX y en este XXI, que con tan malos auspicios ha comenzado. En la brevedad de una hora y cuarenta minutos, el fresco colectivo que traza Janacek, con esa música esencial que se pliega al idioma checo como un guante, sin efectismos ni alharacas, dice todo sobre ese concepto de la libertad. Las historias individuales de los prisioneros, en contraste con la del preso político que será liberado tiempo después, son un resumen de las que contiene el largo texto dostoievskiano. La partitura, dentro de la tonalidad, es sumamente expresiva y matizada. El compositor checo alcanza en esta obra su máxima depuración, con un sentido profundamente teatral, a pesar de algunas opiniones en contra. El conflicto global del hombre en la búsqueda de la libertad (los gulags, todos los gulags de entonces y ahora) acompañado del individual de cada personal a través de una historia del pasado que no tiene futuro, es la esencia de esta gran obra.
Klaus Michel Grüber, con la inestimable colaboración escenográfica del pintor Eduardo Arroyo, en idéntica búsqueda de la esencialidad que el compositor, dirige la escena desde un icono, el árbol, con tonalidades claras y serenas en las imagenes, sólo rotas en la representación teatral de los presos, y el pájaro, un águila herida, como símbolo cercano. La luz es fundamental, como la colocación de los personajes en la escena y el punto de atención que se les presta en los diversos momentos de este círculo sin salida. Sólo el prisionero político es liberado. El resto permanecerá en esa situación opresiva. La libertad es fácil de perder y muy difícil de recobrar. Sin alharacas ni espectacularidades innecesarias, el montaje fluyente, bien dirigido musicalmente por Marc Albrecht y tambien magníficamente interpretado por un reparto colectivo, nos dice muchas cosas sobre la condición del hombre desde el propio Dostoievski, al que Janacek ha dado nueva vida desde una visión dramática y musical que concentra las largas páginas que el escritor ruso ha dedicado a rememorar su estancia en la Casa de los Muertos.
De forma muy diferente, la ejemplar carrera operística de Benjamín Britten encuentra su scherzo en la versión, una de las muchas compuestas, de la obra de Shakesperare Sueño de una noche de verano. Ampliada la orquestación para su representación en grandes teatros, su concepción de ópera de cámara aparece de forma muy clara. Dos montajes en el Liceo de Barcelona y en el Teatro Real de Madrid la dan a conocer al público español. Estos juegos de amor y sus dicotomías, nobles, hadas, rústicos, encuentran en la ópera una perfecta formulación. También Britten huye de los excesos, hace que un actor incorpore a Puck, confiere a un contratenor y su frágil y peculiar voz el fundamental papel de Oberon. Estos juegos de amor tienen, no obstante su aparente ligereza, una densidad notable que la sutil configuración instrumental acentúa. Dos montajes diferentes, en Barcelona el de Robert Carsen, hecho famoso en Aix-en-Provence y adaptado para las condiciones específicas del Liceo. Un trabajo extraordinariamente imaginativo que, siendo fiel a la obra, le confiere una condición plástica muy distinta. En cierta forma me recordó el genial montaje de Peter Brook de la pieza shakesperiana, con su caja blanca, sus columpios y el colorido del vestuario. El DVD realizado por el Liceo se ha convertido en uno de los más alabados de los últimos tiempos y las críticas han sido unánimes. Verdaderamente refleja lo que fue una representación modélica tanto desde la orquesta como del grupo de cantantes, en lo actoral y en lo musical.
El montaje de Pier Luigi Pizzi fue estreno absoluto en el Real. Si el bosque del primer acto era tal vez demasiado sólido, el segundo fue mucho más creativo, desde un uso admirable de la luz y del espacio, considerado como un todo, con la elegancia y el buen gusto propio de este escenográfo y realizador. Britten, pues, va encontrando, como Janacek, su puesto en los teatros de ópera. Dos grandes compositores del siglo XX, a la altura de los más destacados de la historia de la ópera, sobre todo desde prestaciones musicales con un buen nivel general.
Distinto es el caso de Erich Wolfgang Korngold. El niño genial, alabado por Mahler, Richard Strauss y Puccini, vio su carrera truncada por la llegada del nazismo, su exilio le erigió en uno de los músicos de cine más importantes de Hollywood llegando a obtener dos Oscar, pero su carrera de gran compositor quedó truncada. Sus obras, de carácter posromántico no estaban de moda y su bellísimo concierto para violín o su sinfonía no tuvieron éxito. De las óperas compuestas por este peculiar artista sólo La ciudad muerta ha logrado permanecer en el repertorio, injusticia que debería ser reparada, como tantas otras.
España ha tenido que esperar más de ochenta años para estrenar Der tote Stadt. El Liceo ha arriesgado en esta apuesta y, es justo agradecérselo, con éxito. Ha coproducido el magistral montaje de Willy Decker y ha puesto la carne en el asador con la propuesta. El cada día más interesante director musical del Liceo Sebastián Weigle, del que habíamos visto unos excelentes Boris Godunov y Parsifal, se movió como pez en el agua en esta densa partitura y supo distinguir los momentos líricos de ensoñación, los irónicos y los dramáticos, matizando las complejidades de una instrumentación devoradora. El carácter necrófilo de esta ópera, su morbidez dramática, su tremenda melancolía (ese final que parece feliz y es en cambio totalmente desesperanzado) fue un hecho musical importante en esta temporada operística en España.
La idea de la muerte, la fantasía onírica, son temas no sólo de Georges Rodenbach, autor de la famosa en su tiempo Bruges la mort, sino también de Fritz Lang (Las tres luces) o todo el cine expresionista alemán, para no fijarnos en el gran filme de Hitchcock Vértigo en el que, en cierta forma, se intenta recuperar a una persona fallecida a través de un ser vivo de casi idénticas características físicas, está omnipresente en la ópera de Korngold, sombría, melancólica, crispada, nocturna, soñadora de íncubos, irónica y en el fondo visionaria. Una época espiritual a la que seguiría, el compositor pudo comprobarlo personalmente, una pesadilla de la destrucción múltiple del ser humano como colectivo con la llegada de los nazis al poder. Paul, el protagonista, representa al individuo traumatizado por la pérdida. El sombrío final se asemeja en parte al de la ópera de Alban Berg Wozzeck, crónica de una disolución del hombre producida por otros hombres. Paul se autosumerge en el sueño alucinatorio al habitar voluntariamente una ciudad que parece estancada en unas aguas pútridas. Brujas es la prisión física, mientras María, «que no resucitará», supone la cárcel espiritual. El personaje al final parece abandonar la ciudad, pero no estamos muy seguros de que la necrofílica pesadilla de la amante muerta termine definitivamente.
Willy Decker escoge para su puesta en escena la sobriedad esencial y riquísima, paradójicamente, en imágenes. El espacio de la realidad, casi vacío, dos sillones, el retrato de María, la caja con el peinado, colores negros y luctuosos. El espacio del sueño, en el fondo del escenario, en una dicotomía que en algún momento llega a confundirse. Los techos se transforman, las imágenes oníricas —blanco desde el Pierrot— son sarcásticas y de una poética agresiva, James Ensor en el recuerdo de una blasfema procesión. Expresionismo y simbolismo, desde una visión que integra todos los movimientos artísticos de esta Europa que finalizaba su periplo. Contrastes llenos de fuerza en la ponderación muy medida de una obra que representa, quizá sin que el autor lo supiera a sus veintiún años, una especie de despedida.
Así podría definirse este montaje: la anécdota individual, como representación de un mundo que Decker pone ante nuestros ojos, absolutamente coherente en la partitura de Korngold. El posromanticismo, la tonalidad, la plenitud sonora son, como en La mujer sin sombra de Richard Strauss, signos que pertenecen ya al pasado, aunque en el tiempo de su composición sean presente. La Europa que comenzaba a vivirlos después de la Primera Guerra Mundial, ya no permitiría esas mórbidas pasiones de un amor necrófilo y en cierta forma parásito. Los sentimientos de culpa, de redención, de búsqueda de lo desaparecido o de esperanzas del retorno parecen cosas lejanas, aunque a pesar de todo puedan tocar algunos puntos de sensibilidad del presente.
Quizá en este espectáculo el misterio de lo fantástico y su posible incursión en lo real sea uno de los puntos culminantes. Paul ha soñado, ha tenido una trágica premonición; cuando despierta y vuelve a lo real todo su deseo por Marieta desaparece, y al tiempo las imágenes de la pesadilla, de forma un tanto incongruente rompen el culto a María, la adorada muerta. El misterio de esa ópera se encuentra en el final. ¿Por qué Paul renuncia al amor posible por Marieta? Cuando abandona la habitación que ha sido una especie de santuario necrófilo, ella ya no está en él. Decker lo marca claramente, no existe la alegría o la serenidad de una cierta esperanza, sino el vacío. Marieta, presencia física se aleja, como también María, presencia espiritual. La nada es el camino, el triste camino aunque sea fuera de Brujas, la muerta. Las ciudades con agua y canales llevan consigo una especie de sueño ensimismado que sigue perdurando a través del tiempo y de los más sofisticados avances tecnológicos.
El siglo XX y sus propuestas nos hacen ver la gran ausencia lírica del siglo XXI con las suyas. Las óperas estrenadas de Henze, Eotvos, Adams, Previn, De Pablo, Sahariao y tantos otros no asumen del todo este tiempo nuestro y sus características específicas. Quizás aparezca algún día esa ópera que como Wozzeck, Guerra y paz, Lady Macbett de Msen, Lulú y esta Ciudad muerta represente el tiempo que nos toca vivir. Hasta ahora, y salvo excepciones contadas y teniendo en cuenta esos valiosos títulos concretos, seguiremos esperando.
En todas estas óperas la denominación común ha sido el interés por la labor actoral. Gruber, Kramer, Pizzi y Decker la han cuidado sobremanera. En el último caso una ópera que exige a los protagonistas una tesitura casi imposible, con tonalidades muy diversas, no falló en el lado escénico. Desde una visión de Paul, María y Frank totalmente contrastada en la realidad y en el sueño, los artistas supieron con el gesto y la colocación en el espacio, matizar las diferencias. Por ello, musical y escénicamente, fue tan convincente este tardío pero indispensable estreno.
Lo ha sido en Madrid, la ópera de Poulenc basada en Le Fort y Bernanos. Llevada al teatro en su día por José Tamayo con gran éxito, la visión del martirio de las monjas de Compiegne, dato histórico, parecía incidir en este tipo de obra cristiana, ejemplarizadora tan al uso, aunque el nombre del autor de Mouchette hiciera pensar en una mayor profundidad. También Poulenc, después de la eclosión de su religiosidad, intentó mostrar el camino del martirio como prólogo a la santidad. Esta es la visión más tradicional, la que tal vez estaba en la mente de sus autores. Del estudio de la ópera, desde una representación esencializada, surgen dos temas importantísimos: el miedo a lo físico, a la destrucción y la duda de la trascendencia, a lo que habría que añadir, desde el personaje de Blanche de la Force, la existencia de una especie de paranoia ligada indestructiblemente a su propia y personal historia.
El interés de estos Diálogos va más allá de la asunción de lo religioso, de la fe salvífica, de la comunión de los santos. Incluso, aunque no se participe de ello, el inmenso drama de estas mártires religiosas toca a toda las conciencias. La espléndida y a la vez terrible escena de la muerte de la primera Priora tiene alcance universal. ¿Quién no ha sentido un especial temor a la extinción del propio ser? Paralelamente, el rechazo del martirio que la madre Marie quiere asumir muestra otra derivación de la heroicidad buscada en la proclamación más que en la catarsis. Blanche de la Force, por su parte, pasa del miedo al martirio, a su aceptación, en parte como contraposición a su miedo a la soledad. El psicoanálisis puede ser muy importante para penetrar en la última implicación de estas monjas del Carmelo en la aceptación de un sacrificio que, por otra parte, proclama la santidad de las mártires desde la tradición del cristianismo.
Esta derivación posible de una obra en la que el espíritu de Bernanos y sus contradicciones y angustias está presente, surge desde un libreto y una partitura, perfectamente ensambladas, desde una orquestación sutil con una serie de leitmotivs que buscan la emoción inmediata y sencilla. El gran talento de los autores es dar personalidad a las carmelitas dentro del conjunto: la primera Priora, sor Marie, Constanze, la segunda Priora, son caracteres muy diferentes. Blanche es, en cierta forma «la otra», un pequeño ser atemorizado, desde un miedo no físico como el de la primera Priora que busca incluso un alivio al dolor suplicando casi la muerte. El martirio asumido por la aristócrata puede ser la exaltación de un valor momentáneo o una forma de huida, casi en apoteosis de santidad, en compañía de sus hermanas. Una muerte colectiva con lo que tiene de solidario y a la que el respeto de ese público gritón de las ejecuciones públicas confiere una especie de glorificación.
Resulta curioso que el gran conflicto que suponen la Revolución francesa y sus excesos sólo sirva de telón de fondo a la problemática esencial sobre el miedo, la trascendencia, la comunicación espiritual de las personas… Efectivamente el juicio y la ejecución de las carmelitas es absolutamente injusto, pero los autores no van más allá, no se plantean las razones de unos y otros y su diferente mirada. La música tiene su destinatario en el pequeño o gran conflicto interior de los personajes y su capacidad de irlo comunicando a los destinatarios de la obra. ¿Quién no ha tenido miedo a lo desconocido? ¿Quién, a pesar de esa fe que mueve montañas, no se ha planteado el enigma del más allá? Por esta razón la escena musical y dramáticamente más importante de la ópera es la de la durísima muerte de la primera Priora. No sólo es el hecho del dolor, del terror del sujeto, sino también su referencia respecto del resto de los presentes. Gravita este momento excepcional en todo el desarrollo de la historia y sirve de punto de referencia a las decisiones de esas monjas que superan, incluso con alegría en el caso de sor Constanze, y tal vez en el de Blanche, ese miedo ancestral a lo desconocido. Se convierte así esta ópera «religiosa» en un testimonio universalmente humano.
Todas las virtudes y contradicciones de esta densa y magnífica ópera fueron puestas de manifiesto en el espléndido espectáculo del Teatro Real. Puesta en escena extraordinaria de Robert Carsen. Espacio desnudo, luz, figurantes, dirección excepcional de los intérpretes en soledad o en grupos variados. Colocación impecable en el amplio escenario. Imaginación y rigor con escenas cumbres, como la muerte de la Priora, excepcional dramáticamente Kabaivanska. En los dúos, en la antológica escena final, una metáfora de la muerte asumida como una danza. Un montaje de 2002 que está como nuevo, con unos cuantos premios que han reconocido su excepcionalidad.
Magnífico López Cobos y su orquesta. El maestro de Toro dirigió buscando la emoción profunda, que las extraordinarias interpretaciones de Andrea Rost, Patricia Petibon, William Burden, Gwynne Geyer, Barbara Dever y el resto del reparto consiguieron en su totalidad. Un estreno en Madrid que dejará memoria.
Unas fechas claves en la historia europea. Janacek 1930, Britten 1960, Poulenc 1957, Korngold 1920. Países diferentes, la antigua Checoslovaquia, el Reino Unido, Francia y Alemania. Antecedentes literarios, temas de gran trascendencia en lo individual y lo colectivo, testimonio de un pasado cercano. Diversidad de estéticas, dentro de una tonalidad abierta y progresiva, teatralidad esencial desde el drama o la comedia. Tradición cultural y nueva visión de míticos autores. La ópera como símbolo de tensiones más allá de lo material. Demostración palpable de la viabilidad del género para expresar lo humano en toda su complejidad, de lo real a lo onírico. En todo caso obras artísticas de gran calidad que merecen plenamente pertenecer a la cultura del presente de forma homóloga a Mozart, Wagner, Verdi, Rossini, Berlioz o Mussorgsky. El siglo XX ha estado presente en algunas de sus manifestaciones más ricas.
Por ello hay que felicitar al Teatro Real y al Liceo de Barcelona por estas necesarias recuperaciones. Una de sus misiones es precisamente rellenar los huecos que unos lustros de conservadurismo mal entendido han propiciado. Cuatro grandes compositores siguen vivos, no sólo en el repertorio internacional, sino también en nuestro propio suelo. Este es un camino tan dificultoso como apasionante. Si certificamos asimismo que todas las representaciones han tenido llenos y han sido bien acogidas por la crítica, miel sobre hojuelas. Nada hay que añadir, más allá del considerar a la ópera, tantas veces y no sin razón, denostada por un polvoriento conservadurismo y elitismo de clase, parte integrante del arte contemporáneo.