Ingrid Betancourt Pulecio es política y activista colombiana. Fundadora y líder del partido Verde Oxígeno, fue miembro de la Cámara de Representantes y del Senado, y candidata presidencial en 2002 y 2022. En plena campaña de 2002 fue secuestrada por las FARC-EP, y estuvo seis años en cautiverio, hasta que fue liberada por las Fuerzas Armadas de Colombia el 2 de julio de 2008. En 2023 obtuvo el titulo de doctora en Teología por la Universidad Stanford. Es premio Príncipe de Asturias de Concordia.
Avance
Cuando se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las guerrillas de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo), el país quedó dividido en dos —afirma Ingrid Betancourt—: quienes consideraban que el acuerdo suponía poner fin a la guerra y los que creían que era una negociación de intereses, en la que iba a imperar la impunidad y se iba a recrudecer la violencia en el futuro. La autora lo considera como uno de los procesos más elaborados e interesantes… sobre el papel, y expone sus objeciones y recelos al analizar los tres ejes del proceso: la verdad, la reparación y la justicia.
Respecto de la primera, indica que “la verdad la contaron las víctimas y se encontraron frente al discurso cerrado de los victimarios”, con un “discurso monitoreado legalmente para no aportar nada diferente a lo que ya todo el mundo sabía”. Éstos se atrincheraron —añade— en “una narrativa mínima, para no inculparse adicionalmente, para no caer enredados por delitos conexos”. No hubo reparación para las víctimas, ni moral, ni histórica, ni social ni, sobre todo, económica. No se tocó las finanzas de las FARC-EP; y se quedó con “la sensación de que la guerrilla había preservado su botín de guerra”. La JEP (Justicia Especial para la Paz), creada por el acuerdo que firmo el entonces presidente Juan Manuel Santos y las FARC-EP, logró tipificar los delitos cometidos por la guerrilla como los máximos (lesa humanidad, crímenes de guerra), pero las sentencias aún no han llegado y teme Betancourt que las condenas sean irrisorias. La autora cree que en esta etapa final del proceso se va a llegar a una amnistía total y a una impunidad total, en la que además se incluirán otros grupos delictivos, que le quitan al Estado la posibilidad de fortalecerse en contra de la delincuencia organizada, financiada en su mayoría por el narcotráfico.
Dada la situación de recrudecimiento de la violencia, considera Betancourt que el país necesita espacios de estudio, diálogo y reflexión desde la academia, en el que analistas e investigadores, no políticos, no inmersos en la confrontación ideológica, valoren lo sucedido y extraigan conclusiones para el futuro. Lo que más ayudaría es disponer de una buena información, basada en cifras y hechos reales, producida por personas que no tengan intereses creados y que “permita observar a Colombia con la lupa de la verdad”.
Artículo
Esta es una oportunidad extraordinaria para reflexionar sobre el acuerdo de paz en Colombia, de sus aciertos, pero también de los errores y de los problemas que conlleva. Debo empezar por decir que las víctimas —y hablo por una parte de las víctimas de las FARC-EP—, tuvimos una aproximación de mucha cautela en esa negociación; porque era difícil ser eufóricos y tener mucha esperanza de que pudiera resultar. Sin embargo, a medida que iban pasando los años, pudimos ver como se fue consolidando el proceso y lo que salió de esa negociación.
Es importante distinguir dos aspectos: lo que se pactó en el papel y lo que se realizó o se ha venido realizando, porque hay una diferencia entre una cosa y otra. El país quedó dividido en dos, entre quienes consideraban que el acuerdo suponía poner fin a la guerra —lo que durante tantos años los colombianos habían querido realizar—, y los que creían que era una negociación de intereses, que iba a imperar la impunidad y, por lo tanto, en el futuro iba a darse un recrudecimiento de la violencia.
Yo diría que el proceso de paz colombiano es uno de los más elaborados, más maduros y, sobre el papel, más interesantes. Sobre el papel estamos hablando de verdad, estamos hablando de reparación, estamos hablando de justicia, estamos hablando de justicia transicional, y de los componentes de esta: la verdad, la justicia, la reparación, la no repetición y, algo nuevo, la memorialización de los procesos.
La verdad: un derecho y una necesidad
Respecto a la verdad, está claro que es un derecho para las víctimas y para la sociedad; es también una necesidad histórica; y una manera de poner las cosas en perspectiva donde cada cual se encuentre interpretado en esa verdad que se cuenta. En el caso colombiano hay dos aspectos que quiero resaltar.
Primero, hubo una verdad procesal que se dio ante la Justicia Especial para la Paz (JEP), en la cual las víctimas se confrontaron con sus victimarios, que habían firmado la paz. Y ahí sucede algo particular: por un lado, las víctimas tenían el afán de contar y de explicarle a la sociedad lo que había sucedido y que través de la JEP y de la confrontación con sus victimarios se registraran, punto por punto, todos los crímenes que se habían cometido y de los cuales cada una de las víctimas era un caso particular.
Por otro lado, los victimarios tenían la obligación legal de aportar a la verdad —porque era parte del pacto—, y sin embargo tuvieron una posición que yo diría de oportunismo legal. Se atrincheraron en una narrativa mínima, para no inculparse adicionalmente, para no caer enredados por delitos conexos. Se da un juego muy curioso: y es que mientras que los que tenían que hablar no hablaban, los que terminaron hablando fueron las víctimas que, además, tenían la dificultad de contar experiencias muy dolorosas. Es decir, que, en este punto de la justicia transicional, la verdad la contaron las víctimas y se encontraron frente al discurso cerrado de los victimarios. Un discurso yo diría que monitoreado legalmente para no aportar nada diferente a lo que ya todo el mundo sabía; y eso generó mucha frustración, más dolor y menos credibilidad de la opinión pública en la Justicia Especial para la Paz y en lo firmado por Santos y las FARC-EP.
Segundo aspecto, se estableció en Colombia la Comisión de la Verdad, que tenía como fundamento recoger toda esta verdad, no ya procesal, pero sí histórica, para poder dar a Colombia una narrativa que en la que confluyeran todas las vivencias de todos los que habían sido actores o víctimas dentro del conflicto. Desafortunadamente, la sensación que quedó de ese ejercicio es que no se contó sino una sola parte de la verdad; es decir, lo que se registra en esos textos de la Comisión de la Verdad tienen que ver más con narrativas para disculpar a los victimarios firmantes de la paz, a la guerilla. Nos quedamos en la verdad relativa del conflicto, narrada solamente por una parte.
El tema de la reparación va por la misma línea. No hubo reparación para las víctimas. No hubo reparación moral; no hubo reparación histórica; no hubo reparación social; tampoco hubo reparación económica de ninguna especie. Esto generó una gran frustración, porque esa reparación no tocó para nada el bolsillo o las finanzas de la organización ilegal. Se estaba esperando que la organización, con todo ese músculo financiero que tenía, aportara una reparación económica a aquellos que habían sido víctimas de sus múltiples delitos. Pero no se tocaron las finanzas de las FARC; y se quedó con la sensación de que la guerrilla había preservado su botín de guerra. El Estado sí puso unas partidas para que se pudiera reparar a las víctimas, pero en una cuantía mínima y a todas bajo el mismo rasero. Es decir, que personas que habían sido sujetos de violaciones extremas durante muchos años terminaron recibiendo una cuantía simbólica que finalmente resultaba más un rey de burlas que una verdadera reparación ya no económica, sino moral.
Respecto a la justicia, en el proceso contra el Secretariado de las FARC-EP, la Justicia Especial para la Paz, logró tipificar los delitos cometidos por la guerrilla como los máximos que puede cometer un ser humano o una organización criminal: delitos de lesa humanidad, crímenes de guerra. Lo cual fue un momento de gran esperanza para todas las víctimas, a pesar de las carencias que suponía que los victimarios no aportaran mayor información sobre lo sucedido. El problema es que, si bien los delitos quedaron tipificados, las condenas no han llegado.
Han pasado muchos años, no han salido las sentencias condenatorias, y da la sensación de que, si bien la tipificación de los delitos se hizo acorde a derecho, las condenas y las sentencias se están haciendo según un rasero político. Es decir, que en función de los vientos políticos que muevan al país, las condenas serán mayores o menores. Cuando se tuvo un gobierno de derecha —por ejemplo el del presidente Iván Duque, anterior al actual del presidente Gustavo Petro—, no hubo ninguna condena. De hecho, la JEP no ha condenado a ninguno de los miembros del Secretariado de las FARC-EP por los crímenes de guerra y de lesa humanidad, aunque la JEP sí ha condenado a militares por otros delitos, —pero eso es otra cosa—. Y ahora corremos el riesgo de que las condenas sean irrisorias, que no conlleven a ninguna pena que implique una condena social. Si después de haber violado, torturado, asesinado, quemado, las sentencias sean plantar árboles o construir una escuela, sería causa para deslegitimar y quitar credibilidad a todo el andamiaje de la paz firmado en el acuerdo del 2016.
Después de todo el esfuerzo realizado y la fe depositada en ese proceso, todo terminaría en una impunidad total. Se habría aceptado, dar a los victimarios un premio —si se quiere— por haberse desmovilizado, se habría aceptado que no hubiera cárcel para ellos; y que hubiera la posibilidad de ejercer el derecho político, de estar en política, tal como lo ejercen hoy, con representación en las dos cámaras del Congreso colombiano, y que pudieran defender sus posiciones en el escenario de la contienda electoral. Pero si no hay una condena que permita que la sociedad comprenda y entienda y sienta que esos crímenes máximos y graves tienen una condena máxima y grave, entonces no va a haber espacio para que este proceso se consolide como se tendría que consolidar. Estamos esperando que salgan esas condenas, pero todo parece anunciar que lo que va a haber son reparaciones de tipo social; cosas que, a la postre, debilitan la posibilidad de que los colombianos sientan que la justicia sí cumplió.
Carácter medular de la justicia transicional
La justicia transicional es medular, porque de su independencia depende que se salve o se hunde la credibilidad del acuerdo. El proceso de paz de Colombia está entrando en una tercera etapa. La primera fue con el gobierno de Santos; la segunda fue en el gobierno de Duque, que frenó la implementación del acuerdo, creó traumatismos, no se repartieron las tierras entre las víctimas como se había previsto en un inicio. La tercera etapa es el péndulo que va hacia el otro extremo. Hemos llegamos al anuncio de una “paz total” del presidente Gustavo Petro, con el anuncio de una amnistía total y yo diría que con una impunidad total.
Pero impunidad no solo referida a unos actores con una narrativa ideológica y política, es decir, guerrillas con una agenda política que justifique sus acciones delictivas (secuestros, narcotráfico, tráfico de drogas, minerales, oro etc.), sino que también estamos hablando de que entren en este nuevo paquete de la llamada “paz total”, grupos eminentemente delictivos, no guerrilla, como el Clan del Golfo —un grupo de narcotráfico puro, sin ideología—, buscando entrar en una negociación como la que plantea el Gobierno actual y así quitarle la posibilidad al Estado de fortalecerse en contra de la delincuencia organizada.
El proceso de paz que venía de la primera negociación con las FARC-EP se ha debilitado porque no ha sabido revigorizarse con los elementos y las decisiones que se tenían que tomar. Obviamente con los traumatismos del gobierno de Duque; pero este gobierno de izquierda, de Gustavo Petro, tampoco ha sabido utilizar administrativamente los recursos que tiene para poder darle solución a estos impases. Y, por otro lado, vemos que estos nuevos actores a los que se quiere meter en esta “paz total” terminan quitándole peso y credibilidad al proceso original.
Los colombianos tienen la impresión de que estamos ante una serie de concesiones, que no han sido estudiadas debidamente, y que han terminado con dos situaciones: Una, la de impedir que las Fuerzas Armadas actúen para proteger a los ciudadanos en el día a día y en las regiones más violentas de Colombia; y dos, la de empoderar a los grupos delictivos de todo tipo, haciendo que la inseguridad en Colombia se dispare con aumento de homicidios, secuestros y miles de hectáreas de cocaína, como lo era en el año 2000. Hoy, según las encuestas, la mayoría de los colombianos sienten que el país retrocede en seguridad y confianza.
Puede ocurrir que un proceso estudiado y pensado con tanta minucia como fue el primer proceso con las FARC-EP que llevo al acuerdo del 2016, termine, con el paso del tiempo, perdiendo su credibilidad y su vitalidad. Es posible que estemos asistiendo al final de ese proceso de paz por haber querido expandirlo, de tal manera que simplemente se ha desvirtuado con los anuncios y pasos de la “paz total”.
Una verdad no relativa, que se pueda medir y demostrar
A la vista de la situación que está viviendo Colombia ¿qué se puede hacer? Por un lado, es importante que Colombia tenga acceso a una valoración de todo el proceso de paz, por parte de analistas académicos, no políticos, no inmersos en la confrontación ideológica, netamente un análisis neutral, que sirva no solamente para registrar y valorar lo sucedido, sino también para anticipar y ser un instrumento de reflexión para el futuro. Crear una especie de observatorio de la paz que permita a los colombianos tener información veraz, de manera periódica, para analizar lo que está sucediendo, por encima de intereses particulares.
Sería un aporte desde la academia e independiente, ya que los medios de comunicación están mediatizados por intereses particulares, al depender mayoritariamente de grupos económicos que tienen sus agendas. Adicionalmente, el observatorio también ayudaría a sopesar las voces del Estado en sus diferentes fuentes institucionales que se originan en el Gobierno, la Fiscalía, las Cortes y los organismos de control público.
Los estudios del observatorio ayudarían a los ciudadanos que muchas veces no saben a quién y por qué creer. Hay un problema de fake-news —que se está viviendo en todo el mundo— y de poca transparencia en el origen, transmisión y evaluación de las noticias. Por lo tanto, lo que más le ayudaría a los colombianos es tener una buena información en la que puedan creer, que esté basada sobre cifras, sobre hechos reales y que esté producida por personas que no tengan intereses creados y que permita observar a Colombia con la lupa de la verdad, tanto a los ciudadanos de a pie, como a la prensa, como a los generadores de opinión, tanto colombianos como mundiales. Todo esto en búsqueda de la verdad no relativa ni ideológica, con datos y hechos de lo que se puede medir y se puede demostrar.
[Texto de la ponencia que Ingrid Betancourt dio el pasado 27 de junio en la sesión sobre Los derechos humanos, clave en el proceso de paz de Colombia, dentro el ciclo “Derechos Humanos y convivencia cívica”, que dirige y modera José María Beneyto]