NUEVA REVISTA publica ahora imagino que milagrosamente el segundo texto poético de José Jiménez Lozano: una Cantata sobre Las Edades del Hombre con destino a la cuarta edición de Salamanca 1994, y que ha musicado Pedro Aizpurúa. Pero partiendo, antes de nada, de la exención de este texto, y situándonos fuera de la bondad poderosa que le otorga la armonía de una música ideal y moderna, tiene la Cantata una virtud previa: la de aproximarnos a un poeta especialísimo y raro. Especialísimo, porque al tratarse de un poeta tardío su primer libro poético, «Tantas devastaciones», aparece en 1992, es decir, cuando su autor cuenta con sesenta y dos años, la divisoria entre arte y espíritu, forma y pensamiento, deja de existir para fundirse en un proceso biológico consumado, y porque el suyo es, además, un camino a la inversa: la poesía no es la primera, sino la última razón temporal y homogénea. Es, por tanto, su claridad inconfesable, la realización instintiva de un pudor metafísico.
Y raro, además, porque no soporta la paradoja social que le hace poeta por el simple hecho de publicar un libro de poemas relativamente corto. «Tantas devastaciones», que tuvo una valoración positiva en la crítica general, fue, en cambio, desde el punto de vista del autor, un libro sin interés deducible. Salió de su almario como una traición o un rapto, como abandonado a una suerte editorial que no le competía. Y es que, al ser un libro de los adentros, sólo pretendía llenar una huella vacía, y se encontró con lo que no esperaba: hizo visible el rastro de la belleza más íntima y creó, a su vez, el espacio de una poética personal. Irremediablemente, se iniciaba el expediente de poeta. Y al poeta de siempre no le gustaba esa simplificación, porque al filo de la navaja de sus criaturas y de sus historias estuvo siempre una mirada melancólica, una pasión mortal. La protesta de Jiménez Lozano se hace patente con esta declaración iconoclasta: «Los poemas están, seguramente, en el hondón de mí mismo, pero lo único que debo añadir a su respecto es que lamento su publicación, aunque sea la que corresponde a una parte muy pequeña. Esos poemas estaban destinados al fuego, tras acompañarme un trecho de mi vida. Me debí oponer con mayor resolución a que se publicaran… nunca cederé a publicar más poesía. Nunca más».
Pero la anulación traumática de esta huella dactilar, precisamente cuando hay mundo detrás, es compleja, porque resulta imposible negar la razón lírica, el único rostro que no comercia con el valor económico de las palabras. Platón quiso hacer lo propio con el proceso revenido de la poética postiza de su tiempo, y para ello se autoexilia de la República con la finalidad exclusiva de ser únicamente poeta. Las consecuencias de esa opción fueron de sobra conocidas, por capitales, para el mundo griego. En el caso concreto de Jiménez Lozano la renuncia es más próxima y por ello mucho más terrible. Como le ocurriera a Max Jacob se incluye aquí el destino de cualquier místico, las cosas se plantean con una severidad objetiva: estar lo menos posible en el mundo. Todo en él es una farsa. Ese espacio sin apoyos sólo es comprensible poéticamente existiendo. De aquí a la devastación analógica que proyecta Jiménez Lozano hay sólo un paso; y su decisión, por tanto, adquiere patente de rareza, ciertamente, pero también de una filosofía consecuente: Los poetas escribe, como los místicos, concluyen por callar, pero el narrador termina por preguntarse con qué derecho seguiría contando vidas e historias a un mundo que sólo tiene desprecio por la vida y por la historia.
Como consecuencia de todo esto, y por atenernos a un simple principio operativo, conviene concretar ahora el valor excepcional que adquiere la Cantata en sí misma. No me refiero, claro está, a la deserción de la barrera dialéctica que se hace de las propias palabras las promesas en poesía se hacen con palabras que lógicamente se incumplen, sino por lo que afecta a su centro de gravedad, por lo que tiene de verdad creativa. Aparece la Cantata, como el resto de la obra poética de José Jiménez Lozano, como si fuera un puro accidente, una especie de mandamiento espiritual que hicieran los confesores a la obediente madre Teresa de Jesús. Quiero significar con ello que aparece, conscientemente, como una emisión descolgada del conjunto de la obra narrativa y ensayística: como si fuera un episodio fortuito que ni el propio escritor deseara. Por otra parte, la condición de encargo que tiene la Cantata como todo libreto le hace más vulnerable aún a esta condición somera.
Y, sin embargo, ahí está en su reducido ámbito; y está curiosamente, en su relación más melodiosa monumental sindéresis, junto al espesor lírico que rezuma la obra no poética y total de José Jiménez Lozano. La neutralización objetiva de la función poética que ejerce este escritor sobre el contenido lacerante y provocador de sus personajes, y de sus situaciones límite, resulta verdaderamente asombrosa y a veces inexplicable por la extraña sinalefa que se forja entre esa naturaleza opresiva y esa exclusión benévola. Las narraciones y la poesía de Jiménez Lozano se nutren de esa capa freática. Personalmente, narración y poesía me han entrado con esa gravedad integradora y con esa alteración blanquísima de los principios correlativos, hasta hacerme comprender, en una de mis insignificantes jaiquillas, que eso, además de verdadero, era irrenunciable:
Limpia devastación ésta
que niega a las manos
un ajuar de balsamina.
Con una simbiosis parecida, se define, sin lugar a dudas, la Cantata. De los seis cantos del conjunto, sólo el correspondiente al Astrólogo, en función de su valor profético, se fabrica en la composición dialógica una morada de cristal. Es decir, la estancia matemática que declara los quiciales de una lírica sostenida, de una estética coherente, y que Jiménez Lozano sistematizó ya en su libro también publicado en el contexto de Las Edades del Hombre en 1988 Los ojos del icono. Sustanciadas esas marcas, en este caso concreto de la Cantata, ¿en dónde o en qué? En esa geometría visible que, como en el caso de Pascal, precisa de la inmensa bóveda celeste y de la venial caña pensante. Los cuatro cantos restantes excluyo el circular de la Hilandera, que abre y cierra la Cantata, por tener una función relatora y olímpica, como la ejercida por las Parcas griegas participan de la endeblez sustantiva que hace de unos personajes insignificantes el Leñador, el Pastor, la Posadera la consecuencia inexorable y el eje de la historia suprema. Y es que aquí, precisamente, como en el resto de la obra de José Jiménez Lozano, en la impresión inolvidable del sufriente y en la relación estéticopoética del poetaescucha, es donde esos relampagueos, teñidos de sangre y de lamentos, se asoman a las simas naturales de una poética particular:
Estamos solos, y el poderoso César
quiere saber el nombre que nos pertenece.